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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (8 page)

BOOK: Imperio
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Malich se dio la vuelta.

—Querrán interrogarme. Eso me mantendrá apartado una semana, y para entonces, quien intenta joderme me habrá jodido del todo. Así que tengo que averiguar de quién se trata. Antes de que me encierren en una celda, en alguna parte.

Cole lo entendió.

—Entonces, vamos.

Cole soltó su arma prestada y Malich hizo lo mismo. Subieron corriendo la colina. Cuando llegaban a la cima, aceleraron, aunque ni Malich, con traje, ni Cole, de uniforme, llevaban la ropa más adecuada para hacerlo, sobre todo los zapatos.

Vehículos militares y de emergencias colapsaban todas las calles alrededor de la Casa Blanca. Estaban reuniendo a los supervivientes y los seleccionaban y los atendían en el jardín sur. Pero para llegar hasta allí había que superar el pequeño problema de la enorme multitud de turistas asombrados que un cordón de soldados mantenía a raya, ninguno de los cuales tenía ni autoridad para dejar pasar a una pareja de oficiales de rango medio ni ganas de hacerlo.

Al pie de la colina, Malich giró a la izquierda hacia la avenida de la (Constitución para alejarse del caos que se había creado al sur de la Casa Blanca. Cole lo alcanzó y, mientras corrían codo con codo, Malich explicó:

—Si damos la vuelta por la avenida de Nueva York y State Place, podemos intentar entrar por la puerta suroeste.

Al final, tuvieron que enseñar sus identificaciones y presionar un poco para llegar a la puerta suroeste, y cuando llegaron los PM de servicio no tenían muchas ganas de conversar.

—Salgan cagando leches de aquí, señores —les dijeron amablemente.

El mayor Malich dio un paso atrás y saludó. Confuso, el PM le devolvió el saludo.

—Soldado —dijo Malich—, está usted haciendo su trabajo. Pero yo me dedico al antiterrorismo, y en algún lugar, en medio de este caos, hay un hombre a quien debo informar de los datos que tengo sobre los terroristas que han causado esto. Si está muerto, tengo que saberlo para llevar mi información a otra parte. Si está vivo, necesita tenerla y la necesita ahora. Y no puedo darle a usted esa información, soldado, porque para mí supondría un consejo de guerra y el final de una gloriosa carrera. —Dicho esto, sonrió.

—Sí, bien, ¿y qué pasará con mi carrera cuando me den una patada en el culo por dejarlos entrar a ustedes cuando me han dicho que no deje pasar a nadie?

—Pero no hablaban en serio —dijo Cole—. Sabe usted que si alguien del alto mando apareciera, le diría que me dejase pasar por la maldita puerta y usted obedecería.

El PM suspiró.

—Tengo la sensación de que éste es sólo el primero de los muchos casos de emergencia que me van a contar hoy.

Pero los dejó pasar.

Y fue entonces cuando comenzó el verdadero caos. Cole vio de inmediato que la política de no admitir a nadie era acertada. Había un montón de heridos y aún más gente llorando histérica y catatónica y caminando y conversando llena de pánico y gente de pie con maletines o montones de clasificadores en la mano, y daba la sensación de que nadie estaba al mando.

—Tal vez si lo llama por su nombre —sugirió Cole.

—No es posible.

—¿Por qué no?

—No sé cómo se llama.

—No lo dirá en serio.

—No nos reuníamos aquí —dijo Malich—. Y me dio un nombre, pero tengo que suponer que no era verdadero.

—Entonces, ¿cómo sabe que trabaja aquí siquiera?

—Porque me consiguió una reunión con el consejero de Seguridad Nacional en otro lugar y el CSN me confirmó que, en efecto, yo estaba trabajando para alguien que informaba al presidente.

—Vale, eso me hubiese convencido a mí también —dijo Cole.

—No soy tonto del todo —respondió Malich—. Hay que tomarse ciertas molestias para manejarme como una marioneta.

—¿Cree que este tipo es el que le tendió la trampa?

—Si no ha venido hoy a la Casa Blanca, entonces sabré algo —dijo Malich—. Si está pero no quiere hablar conmigo, entonces sabré otra cosa.

—¿Qué significaría que no estuviera aquí? ¿Que sabía que tenía que estar lejos?

—No, que no es quien trabaja para los terroristas. Quienquiera que haya sido, tenía que poder decirles, minuto a minuto, dónde estaba el presidente dentro de la Casa Blanca. Tengo la impresión de que este tipo no está en el ajo del calendario diario presidencial. Tendría que estar en posición de observar.

Y entonces la expresión del rostro de Malich le dijo a Cole que su contacto de la Casa Blanca estaba allí. Era uno de los que permanecían aferrados a su maletín, a la sombra de unos arbustos. Un poco regordete, de cabello escaso, sudaba mucho y parecía a la vez furtivo y triste. De hecho, parecía tan culpable que convenció a Cole de que no podía haber estado implicado en el incidente terrorista, porque aquel tipo no tenía cara de guardar secretos.

Cuando vio acercarse a Malich y Cole, al principio pareció asustado, pero luego se relajó visiblemente y saludó a Malich con un apretón de manos. Malich presentó a Cole pero no dio a éste el nombre del tipo de la Casa Blanca.

El gordo saludó a Cole con un gesto con la cabeza y luego se volvió hacia Malich.

—Dígale que se marche.

—El capitán Coleman estaba a mi lado hoy cuando hemos eliminado uno de los dos lanzacohetes que apuntaban a la Casa Blanca.

—Cielos —dijo el tipo de la Casa Blanca con sarcasmo—, ¿quiere decir que podría haber sido peor?

Malich se plantó de pronto ante el individuo y lo agarró por el cinturón para que no pudiera retroceder.

—Hoy me apetece matar gilipollas —dijo tranquilamente—. Intente no serlo.

—¿Qué es lo que quiere? ¿Por qué está aquí? —preguntó el tipo.

—He recorrido toda esta ciudad, todo el mundo, entregando mensajes, negociando ventas, todo para ayudar a la causa antiterrorista —dijo Malich—. Pero esos dos lanzacohetes... se parecían muchísimo a los que conseguí comprar para una fuerza rebelde sudanesa, para ayudarla a enfrentarse a la artillería, muy superior, de la milicia progubernamental.

—Todo el mundo compra a los mismos traficantes —dijo el tipo.

—Con eso no basta —dijo Malich—. Este ataque ha tenido lugar ante mis narices. Estaba justo ahí cuando los buzos subieron por el canal y se dirigieron a la dársena.

—Han matado al presidente —dijo el tipo—. ¿Y cree que esto es por usted?

—Quieren decapitar a los Estados Unidos de América —dijo Malich—. Pero han utilizado mi plan para hacerlo y quiero saber dónde encaja usted en todo esto.

—¿Su
plan? —El hombre parecía verdaderamente sorprendido.

—Mi misión en el Pentágono. Mi trabajo diario... cuando no estaba haciendo encargos para usted. Pensar formas en que un enemigo inteligente podría atacar Washington, teniendo al presidente como objetivo. —Malich indicó la Casa Blanca—. Esto es lo que se me ocurrió.

—Esto es... es una locura. ¿Cree que la gente a la que entregó su plan ha hecho esto? ¿Nuestros propios soldados?

—La información puede pasar de mano en mano, y la mayoría de las manos podrían ser inocentes. Pero alguien sabía que yo ideé ese plan y se alegró de que estuviera cerca cuando ha lanzado el ataque. Aunque probablemente no me quería tan cerca.

—¿Pero no mató usted a esos tipos?

—He llegado demasiado tarde. Si Cole no hubiera estado conmigo, habría llegado más tarde todavía. El ha sido quien ha visto algo bajo el agua. Y alguien ha cortado las líneas telefónicas y ha interferido las llamadas telefónicas en Hain's Point para que yo no pudiera avisar a la Casa Blanca a tiempo.

—Sí, bueno, no he sido yo. Estaba ahí, en una reunión, y de repente ha habido una explosión y sólo he tenido tiempo de volver a mi despacho y recoger estos archivos antes de que nos sacaran aquí al jardín. Si cree que he tenido algo que ver con esto, entonces piensa con el culo.

—¿Sabía dónde estaba el presidente cuando tuvo lugar la explosión?

—No me informan de esas cosas —dijo el tipo—. ¿No lo entiende? No estoy a cargo de nada. Soy el ayudante de un ayudante. Soy un
mandado.
Me dicen entrega estos mensajes, consigue estas armas usando esa cuenta y encárgate de que las entreguen a ese grupo y, por cierto, usa a ese tal Malich como mensajero. No sé nada de usted.

Aquel día especialmente, Cole no estaba seguro de nada, pero aquel individuo parecía bastante sincero. Y tenía sentido. Si estaba ocurriendo algo realmente feo, habría gente tirando de las cuerdas de otra gente que tiraría de las cuerdas de otros. Todo a una distancia de seis grados de la conspiración.

Malich pareció convencido también. Soltó el cinturón del hombre.

Pero Cole necesitaba saber algo.

—Muéstreme su identificación de la Casa Blanca —dijo.

Molesto ahora que no tenía tanto miedo, el hombre sacó su carné y se lo tendió a Cole. Se llamaba Steven Phillips. Y cuando Malich le echó un vistazo al documento se enfadó de veras.

—¿Quiere decir que éste era su verdadero nombre?

—¡Nunca le dije que no lo fuera! —protestó Phillips.

—Dijo que no podía mostrarme su identificación porque entonces yo sabría su verdadero nombre.

—Eso fue antes de que estuviera seguro de que podía confiar en usted.

—¿Entonces prefirió usar al consejero de Seguridad Nacional como insignia?

—En ese momento pensaba que no me creería a menos que consiguiera las armas.

—¿Entonces el CSN hace esto por usted siempre?

—Es mi jefe.

—¿Y es él quien le dijo que me usara como chico de los recados?

—No.

Pero la expresión de su cara decía que sí.

—No es el momento para más secretos —dijo Cole tranquilamente.

—Él no lo dirigió —dijo Phillips—. Pero me presentó al que me dio el encargo para usted.

—¿Y de quién se trata? —preguntó Malich.

—No quiso decirme su verdadero nombre ni mostrarme su identificación. Así fue como se me ocurrió hacer lo mismo con usted. Soy así de estúpido. Si mi trabajo para él tuvo algo que ver con
esto...
—Indicó con una mano la pared derruida del Ala Oeste.

—Voy a hacerle un encargo ahora mismo —dijo Malich—. Averigüe su nombre. O al menos localice su cara. O al menos deme una buena descripción de qué aspecto tiene exactamente y dónde se reunieron exactamente y enuméreme todas las misiones que le encargó y para las que no me usó a mí.

—¿Y por qué tendría que hacer eso?

—Porque, señor Steven Phillips, quien lo controlaba a usted probablemente ha tenido algo que ver con el asesinato del presidente, y como me han puesto una trampa para que cargue con la culpa y usted está asociado conmigo, su culo está en la misma fila que el mío.

—¿Le han puesto una trampa? —A Phillips le parecía una idea ridícula.

—Puedo apostar a que cuando rastreen el miserable apartamento de esos tipos encontrarán una conveniente copia de mi informe, con mi nombre incluido, y que será la copia que yo proporcioné, con mis huellas y todo.

—¿Por qué harían eso?

—Para que parezca que el Ejército de Estados Unidos está detrás del asesinato del presidente. Y si lo relacionan a usted también con esto, ¿qué saldrá en los medios? ¿Qué le dirán al público? Que un burócrata del Partido Republicano (ése es usted) y un agresivo oficial de Operaciones Especiales proporcionaron los planes y las armas a los terroristas que asesinaron al presidente.

Así que el trabajo secreto de Malich para Phillips tenía que ver con el contrabando de armas.

—¿Quién creería eso? —dijo Phillips.

—El público se lo tragará. Ya veo los titulares: «El presidente no era lo suficientemente derechista para el estado rojo.»De repente, Phillips se puso a sollozar, pero con rabia.

—No pueden decir eso —dijo—. Yo amaba a ese hombre. Ha sido el mejor presidente...

—Pueden
decirlo. Lo
dirán.
Se mueren por decirlo. Si pueden pintar todo este asunto como una enorme conspiración derechista, ¿cree que se detendrán porque no tenga sentido?

Phillips se controló. Se secó los ojos con un pañuelo de papel que sacó de un paquetito del bolsillo.

—Y si sus paranoias resultan ciertas, ¿qué? ¿Todo esto ha sido una conspiración demócrata? Es igual de ridículo.

—Estoy de acuerdo —dijo Malich—. Pero estos terroristas tenían a alguien dentro de la Casa Blanca que les ha dicho por qué ventana colar su misil. Consiguieron los planes que entregué al Ejército. Y no me diga que Al Qaeda tiene topos plantados desde hace tanto tiempo que ahora un puñado de fanáticos musulmanes han conseguido pasar los filtros de seguridad hasta puestos desde donde suministrar toda esa información.

—Le conseguiré lo que pueda —dijo Phillips—. Hablaré con el CSN.

—Y cuando lo haga, dele la información a Cole, aquí presente, además de enviármela por correo electrónico a mí.

Cole trató de no ocultar su sorpresa. ¿Tanto confiaba Malich en él?

No, no era eso. Malich esperaba ser arrestado. Retenido en un lugar desde donde no pudiera acceder a su e-mail, desde donde no pudiera ponerse en contacto con nadie. Esperaba que Cole siguiera hurgando hasta descubrir la verdad. Eso no es lo que suele encargarse a un subordinado recién nombrado. Es algo que se encarga a un amigo.

Cole repitió varias veces su número de móvil y su dirección de e-mail hasta asegurarse de que el hombre se los aprendía de memoria, porque Malich le prohibió anotar nada.

—¿Cree que quiero que alguien pueda conseguir la información de su cadáver y localizar a Cole? —preguntó Malich. Lo cual aterrorizó a Phillips; quizá no era la táctica más adecuada, se dijo Cole, ya que Phillips podía decidir poner pies en polvorosa en vez de seguir investigando. Pero suponía que Malich conocía a aquel hombre. Más o menos.

Regresaron a la puerta suroeste, dejaron atrás al mismo PM, los vehículos de emergencia, los camiones militares y el cordón de soldados que ya rodeaba por completo la Casa Blanca.

—Aunque le arresten, sabe que no pueden acusarlo de nada —dijo Cole por fin.

—No tengo miedo de que me arresten —dijo Malich.

—¿De qué, entonces?

—Tengo miedo de Jack Ruby.

Era el tipo que había asesinado a Lee Harvey Oswald antes de que pudieran juzgarlo. El que se aseguró de que las preguntas peliagudas sobre el asesinato de Kennedy nunca pudieran ser respondidas.

Sí, Cole lo comprendía. De hecho, parecía lo más probable. Eso, o un «suicidio» inexplicado en algún parque.

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