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Authors: Rafael Marín Trechera,Orson Scott Card

Tags: #Ciencia Ficción

Imperio (5 page)

BOOK: Imperio
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—Señorita Breen, necesito saber la dirección y el número de teléfono de la señora Malich.

—No tengo esa información.

—¿No dan información de contacto con el mayor Malich a la secretaria de la división? ¿Y si el coronel lo llama?

—Tal vez no me he explicado con claridad —dijo ella—. El mayor Malich no consulta conmigo. No me asigna encargos. Yo recibo sus mensajes y, cuando viene a la oficina, se los entrego. Nunca he necesitado darle la dirección y el número de teléfono de su esposa. Nadie más me lo ha pedido tampoco. Por tanto, no tengo esa información.

—Pero tiene una guía telefónica —añadió Cole—. Y un teléfono. E imaginación. Y se supone que debe invertir parte de su tiempo en apoyar el trabajo del mayor Malich.

—Ni siquiera sabe usted cuál es el trabajo del mayor Malich.

—Pero con su valiosa ayuda, señorita Breen, lo descubriré.

—¿A través de su esposa?

—Ahora ha atado usted cabos.

Ella buscó bajo la mesa y sacó una guía telefónica.

—Tengo trabajo de verdad que hacer —dijo—. Hay asignaciones que los proyectos en desarrollo de los oficiales que trabajan aquí y saben lo que hacen necesitan con urgencia. Sin embargo, si descubre esa información, registraré gustosa los resultados de su investigación para poder responder esta pregunta al siguiente que ocupe su fascinante puesto.

—Tiene usted facilidad para el sarcasmo, señorita Breen. —Cole recogió la guía telefónica de la mesa—. Por favor, practíquelo conmigo siempre que se le antoje.

—Si tengo su permiso ya no es divertido —dijo ella.

Tardó diez minutos en descubrir que Reuben y Cecily Malich vivían en una urbanización a la salida de la autopista Algonkian, en Potomac Falls, Virginia.

Cecily Malich parecía alegre por teléfono cuando se presentó como el nuevo subordinado del mayor Malich, o cualquiera que fuese la descripción de su trabajo.

—¿Vuelve a tener un capitán? —dijo ella—. Qué interesante.

—Podría serlo, si supiera algo. Como cuándo esperar que vuelva a la oficina.

—Vaya, ¿no ha estado por ahí últimamente?

—Llevo tres días aquí y todavía no lo conozco.

—Interesante —dijo ella.

—Ni siquiera tengo suficiente información para que mi falta de información sea interesante —dijo Cole—. Esperaba que usted pudiera ilustrarme acerca de unas cuantas cosas. Por ejemplo, ¿qué hacemos en esta oficina?

—Es información clasificada.

—Pero yo tengo permiso para saberlo.

—Pero yo no.

—Entonces ¿no me ayudará? Sólo quiero serle útil y no sé cómo puedo hacerlo si no viene a la oficina. No estoy seguro de que ni siquiera sepa que tiene un nuevo capitán asignado.

—Oh, lo sabe —dijo ella.

—¿Lo ha mencionado?

—No. Pero se encarga de saberlo todo sobre la gente que trabaja con él, incluido el hecho de que trabaja con él. Créame, lo sabe todo sobre usted y mi suposición es que lo solicitó especialmente para esta misión.

Eso era gratificante, aunque fuera sólo una suposición.

—Pero ¿cuál es la misión?

—Supongo que ya lo habrá preguntado en la oficina.

—Nadie lo sabe. A nadie le importa.

—Eso es porque él no informa a nadie que ellos conozcan.

—¿A quién informa?

—Bueno, desde luego no nos informa ni a mí ni a usted.

—Señora Malich, me estoy ahogando aquí. Lánceme un salvavidas.

Ella se echó a reír.

—Venga a casa. Me encanta cocinar galletas y estamos de vacaciones de verano. ¿Con trocitos de chocolate o sólo de pasta?

—Señora, cualquier cosa que usted me ofrezca será recibida con caluroso agradecimiento.

Era una casa mejor de lo que Cole esperaba dado el sueldo de un mayor, aunque distaba mucho de ser una mansión. Había cuatro bicis en el jardín delantero, dos de ellas pequeñas con ruedecitas de apoyo, lo que sugería que los niños habían vuelto a casa tras alguna excursión.

—No, sólo tengo al pequeño John Paul aquí —dijo ella, indicando al niño de tres años que dibujaba concienzudamente con ceras en la mesa de la cocina. Había, tal como había prometido, galletas con trozos de chocolate en una bandeja.

—Pensaba... como he visto las bicis en el jardín...

—Ya les hemos dicho a los chicos que las guarden. A menudo nos negamos a volver a recordárselo. Saben que si les roban la bici del jardín, no compraremos otra. Y allí están. Reuben cortará el césped alrededor de ellas antes que moverlas una pulgada.

—Así que vuelve a casa para cortar el césped.

Ella lo miró como si estuviera loco.

—Reuben viene a casa todas las noches, excepto cuando está de viaje, y nunca está fuera más de unos días. La verdad es que estamos muy bien desde que lo destinaron al Pentágono. Era muy distinto cuando estaba fuera un año entero y sólo recibíamos unos cuantos mensajes.

—Debe de haber sido duro.

—Deduzco que es usted soltero —dijo la señora Malich—, o ya lo sabría.

—Pertenezco a Operaciones Especiales, como su marido. No queda mucho tiempo para citas y no me veía pidiéndole a una mujer que me importase que se casara con alguien a quien podrían matar en cualquier momento.

—Sí, es duro. Pero los maridos se mueren por otras cosas, no sólo por las balas. Es un riesgo que todos corremos al casarnos: que la otra persona se muera. Hay mucho más riesgo de que te engañen o te dejen. Por eso elegí casarme con un hombre que nunca me engañará ni nunca me dejará. Sí, puede que lo maten en cualquier momento, pero mis probabilidades de conservarlo son muy superiores a la media nacional. Y ahora que está trabajando en el Pentágono, es mucho menos probable que venga a casa envuelto en una bandera. En cambio, me trae las compras que le pido.

—Así que lo llama usted durante el día.

—Naturalmente.

—Pero la secretaria dijo...

—Sólo llamo a DeeNee cuando él tiene apagado el móvil.

—¿No tiene ella el número del móvil?

—Claro que lo tiene. Y la llama con frecuencia.

—Pero ella dijo... Dice que no sabe nada de lo que hace su marido.

La señora Malich se echó a reír.

—Se está quedando con usted, capitán Coleman.

—Por favor, llámeme Cole. O capitán Cole, si lo prefiere.

—DeeNee es una secretaria ejemplar. Mi marido confía completamente en ella porque no sólo no dice nunca nada a nadie, sino que consigue no decirlo de un modo que hace creer que no lo sabe.

—Es muy buena.

—Pero supongo que usted no miente cuando dice que mi marido no pasa por la oficina desde hace tres días.

El asintió.

—Eso me preocupa.

—Oh, estoy seguro de que estará ocupado en algo...

—Capitán Cole, sé que está ocupado en algo. Lo sé por la forma en que no me dice casi nada. Normalmente me da suficiente información para que no me preocupe. Como cuando trabajó en contraterrorismo en el Distrito durante unos meses. No me dijo nada específico, pero me dio a entender que tenía que imaginar acciones que pudieran emprender los terroristas contra objetivos clave del Distrito de Columbia, y comprendí que no estaba sólo teniendo en cuenta objetivos psicológicos importantes, como monumentos y cosas así, sino también infraestructuras y blancos políticos.

Cole sintió un arrebato de alivio. Así que su nuevo jefe sí que hacía algo que importaba.

—Pero no sabe usted cuáles.

—Tengo cerebro. Supuse que valoraba puentes y otros cuellos de botella para el transporte. Y ocasiones para intentar cometer un asesinato. Ese tipo de cosas.

—Creía que el Servicio Secreto trabajaba para proteger al presidente y al vicepresidente.

—Y hay un montón de gente trabajando para proteger a los congresistas y a los miembros del Tribunal Supremo y a otros cargos importantes. Comprenda usted que sólo estoy especulando, pero conozco a mi marido y sé en qué es bueno. Estoy segura de que su misión no era proteger al presidente, sino descubrir cómo podrían asesinarlo a pesar de la protección que tiene. Su misión probablemente era descubrir modos en que los terroristas podían poner de rodillas a Washington sin usar una bomba nuclear ni gas venenoso.

—¿Y terminó su misión?

—Por el súbito aspecto de alivio y la alegría allá por febrero, sí, creo que sí.

—¿Y ahora?

—Ahora ni siquiera va a la oficina, pero no me dice que no lo ha hecho, aunque sigue volviendo a casa todas las noches a la hora acostumbrada, y tiene un aire de acosado. Así que, sea lo que sea que esté haciendo, lo aborrece.

Cole finalmente se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.

—No me ha invitado usted a la casa sólo para charlar.

—No, capitán Cole —dijo ella—. Estoy preocupada por mi marido.

—Pero yo no puedo ayudarla. Ni siquiera lo conozco.

—Pero lo hará. Y cuando lo haga, llegará a sus propias conclusiones sobre en qué está implicado.

—No podré decirle a usted nada que esté clasificado.

—Podrá decirme si debo preocuparme, y cuánto.

—¿Por su seguridad? ¿Aquí en Washington?

—No —dijo ella—. Yo afronto a mi modo el miedo por su seguridad. No es eso lo que me preocupa ahora.

—¿Es ese aspecto de acosado?

—Mi marido es un patriota. Y un oficial nato. No le preocupan las cosas que hace para defender a su país. Ha matado gente, aunque es un hombre amable por naturaleza, y sin embargo no se despierta gritando por la noche con recuerdos del combate, y no la toma con los niños, ni muestra signos de estrés postraumático. Sé qué aspecto tiene cuando se preocupa por su propia seguridad, o cuando está concentrado cumpliendo una misión, o cuando está molesto por la estupidez de los oficiales superiores. Sé qué reacciones le provocan todas esas cosas, cómo se reflejan en su conducta en casa.

—Y esto es nuevo.

—Capitán Cole, lo que quiero saber es por qué mi marido se siente culpable.

Cole no supo qué decir, excepto lo obvio.

—¿Por qué se sienten siempre culpables los maridos?

—Por eso no le he confiado a nadie mis preocupaciones. Porque la gente dará por supuesto que creo que tiene un lío. Pero sé con toda seguridad que eso es imposible. Se siente culpable. Está dividido por dentro a causa de algo. Pero es algo que tiene que ver con el trabajo, no conmigo, no con su familia ni con su religión. Algo de su misión actual le hace sentirse muy desdichado.

—Tal vez no lo esté haciendo tan bien como piensa que debería.

Ella descartó esa idea.

—Reuben hablaría de eso conmigo. Compartimos mutuamente nuestras dudas, aunque él no pueda entrar en detalles. No, capitán Cole, le han pedido, como parte de su trabajo, que haga algo que teme que pueda estar mal.

—¿Qué cree usted que puede ser?

—Me niego a especular. Sólo sé que mi marido no tiene ningún reparo en llevar armas por su país y utilizarlas. Así que eso que le han pedido que haga y que detesta, o acerca de lo que al menos tiene serias dudas, no es porque lleve violencia implícita. Es porque no está completamente de acuerdo con la misión. Por primera vez en su carrera militar, su deber y su conciencia han entrado en grave conflicto.

—Y si yo lo descubro, señora Malich, probablemente no pueda decirle a usted de qué se trata.

—Mi marido es un buen hombre —dijo ella—. Para él es importante serlo. No sólo tiene que ser bueno, tiene que creer que es bueno. A los ojos de Dios, a mis ojos, a los ojos de sus padres, a sus propios ojos.
Bueno.
Lo que quiero que haga usted por mí es decirme si no va a poder acabar esta misión, sea cual sea, creyendo que es un buen hombre.

—Tendría que conocerlo muy bien para poder calibrar eso, señora.

—Pidió que lo destinaran a usted con él por un motivo —dijo la señora Malich—. Un joven apasionado de Operaciones Especiales... Eso le describe a usted, ¿no?

—Probablemente —dijo el capitán Cole, cabeceando.

—No le apartaría a usted de primera línea, donde es necesario, si no pensara que es usted más necesario trabajando para él.

Eso era lógico, si Malich era en efecto el hombre que su mujer creía que era. Eso le dio a Cole la confirmación que necesitaba.

—Señora —dijo—, tendré en cuenta su encargo, además de las misiones que él me encomiende. Y lo que pueda decirle sin faltar a mi juramento ni incumplir órdenes, se lo diré a usted.

—Mientras tanto —respondió ella—, déjeme asegurarle que no tiene que mantener en secreto nuestro encuentro de hoy. Tenía pensado decirle a mi marido que me he reunido con usted y exactamente de qué hemos hablado.

—Por favor, no le cuente lo de las galletas que me he guardado en el bolsillo —dijo Cole—. Sé que me ha visto cogerlas.

—Las he hecho para usted. Dónde decida transportarlas es asunto suyo.

Todo el camino hacia el Cinturón por la Ruta 7, Cole trató de interpretar la conducta de la señora Cole. ¿Iba a contarle de verdad al mayor Malich el encargo que acababa de hacerle? En ese caso, ¿consideraría Malich a Cole comprometido de algún modo? ¿O simplemente cedería y le contaría a su esposa lo que quería saber?

¿O se traían lo dos algún juego mucho más complicado de lo que Cole podía suponer? Nunca había estado casado ni tenido novia el tiempo suficiente para conocerla a fondo. ¿Eran todas las mujeres así y la señora Malich sólo difería en su candidez?

Fuera lo que fuese, a Cole no le gustaba. Era escandaloso que la mujer de su comandante le encomendara una misión, aunque el cielo sabía que sucedía bastante a menudo cuando se trataba de transportar muebles en una mudanza o de hacer recados. Aquello acabaría siendo perjudicial para su carrera, no podía verlo de otra forma.

¿Había estado bebiendo aquella mujer? ¿Era eso?

No, no había signos de que lo hubiese hecho.

Sonó su móvil.

—¿Capitán Coleman?

—Al aparato.

—Soy el mayor Malich. Llego a la oficina y descubro que se ha ido usted a otra parte. ¿Qué significa eso?

—Lo siento, señor. Estaré de vuelta dentro de treinta minutos, señor.

—¿Cuántas horas cree que tiene para almorzar?

Cole inspiró profundamente.

—Estaba visitando a su esposa, señor.

—Oh, no me diga.

—Hace unas galletas excelentes, señor.

—Sus dotes como repostera no son asunto suyo, capitán Coleman.

—Lo son cuando me ofrece galletas, señor. Usted perdone, señor.

—¿Qué quería de usted?

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