González puso los ojos en blanco y se volvió hacia Wolff, enfadado.
—¿Todavía siguen con eso?
Wolff negó con la cabeza.
—Me alegro; de lo contrario le habría ordenado que lo suspendiera. Si no hubiera enviado a sus hombres a marear la perdiz, Peters aún estaría vivo.
—Eso usted no puede saberlo —se defendió Wolff.
—Pues claro que lo sé. Peters no habría estado fuera. Y no se habría encontrado con un oso polar.
—Da muchas cosas por supuestas —dijo Wolff.
González lo fulminó con la mirada.
—Da por supuesto que ha sido un oso polar. Pero a este hombre pueden haberle asesinado.
González suspiró, asqueado, y volvió a hablar con Neiman para no tener que contestar.
—¿Has oído algo? ¿Has visto algo?
Neiman sacudió la cabeza.
—No, nada, solo sangre. Sangre por todas partes.
Parecía a punto de vomitar.
—De acuerdo, de momento ya está.
—¿Quién ha traído el cadáver hasta aquí? —preguntó Marshall a González.
—Yo, con el soldado Fluke.
—¿Dónde está Fluke?
—En su litera. Ahora mismo no se encuentra muy bien. —El sargento hizo una señal con la cabeza a Phillips—. ¿Por qué no acompaña al señor Neiman a su habitación?
Se acercó Kari Ekberg.
—Yo también voy.
—No comentes nada a los demás —dijo Wolff—. Todavía no.
Ekberg le miró.
—Debo hacerlo.
—Solo servirá para ponerles nerviosos sin necesidad —dijo Wolff.
—Lo que les pondrá nerviosos son los rumores y los chismorreos que ya están circulando —contestó ella.
—Tiene razón —corroboró González—. Es mejor decírselo a la gente.
Wolff les miró, a uno tras otro.
—De acuerdo, pero rebaja la gravedad de las heridas.
—Y avise de que no salga nadie —añadió González.
Ekberg se fue detrás de Neiman y el soldado Phillips. Mientras miraba cómo se iba, Marshall se fijó en que estaba cambiada. Hasta entonces siempre se había comportado con mucha deferencia hacia Conti y Wolff, pero desde la muerte de Peters parecía otra. Aparte de haberse desmarcado de sus jefes para poner a los científicos al corriente del asesinato, ahora cuestionaba abiertamente sus órdenes.
Se dio cuenta de que Wolff le miraba.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Ya que está aquí, ¿piensa echarle un vistazo?
—¿Un vistazo? —repitió Marshall.
—Es biólogo, ¿no?
Marshall titubeó.
—Paleoecólogo.
—Bueno, se parece. Hasta que amaine la tormenta y pueda venir un avión, guardaremos el cadáver en frío, pero primero, ¿por qué no lo examina y nos da sus conclusiones?
—No soy patólogo, ni tengo el título de médico. Debería llamar a Faraday; al menos, él es biólogo.
Wolff cambió de postura.
—No le estoy pidiendo una autopsia. Solo quiero que examine las heridas y nos dé su opinión.
—¿Opinión sobre qué? —intervino Sully, hablando por primera vez.
—Sobre si ha podido infligírselas un ser humano.
González frunció el ceño, irritado.
—Es una pérdida de tiempo. Ya sabemos que lo ha hecho un oso polar.
—No lo sabemos. Además, Peters era empleado de Terra Prime. La decisión es nuestra. —Wolff escrutó a Marshall—. De aquí no sale nadie, al menos en unos cuantos días. Si hay un sociópata entre nosotros, ¿no le parece que deberíamos saberlo, por nuestra seguridad?
Marshall echó un vistazo a la puerta abierta. Se resistía a cruzarla y ver lo que había al otro lado, pero también era consciente de los cuatro pares de ojos fijos en él.
Asintió secamente.
—Está bien.
Wolff le acompañó a la puerta y entró antes que él en la consulta. Había una silla de madera corriente, un lavamanos, un banco con toallas y dos botiquines médicos portátiles del ejército, así como varios armarios llenos de material, viejo y nuevo.
Lo más llamativo era una mesa de reconocimiento, reclinada al máximo, con un cuerpo tapado, con una sábana. La sábana estaba pegajosa de sangre. Habían colocado toallas a su alrededor, como sacos de arena en un dique, para evitar que siguiera manando.
Marshall tragó saliva. Había diseccionado cadáveres en los cursos de fisiología de postgrado, pero eran cadáveres esterilizados, desangrados, limpios, anónimos, con un aspecto más sintético que humano. Nada que ver con Josh Peters.
Miró a los demás, que se habían distribuido silenciosamente alrededor de la mesa: Wolff, con una expresión de neutralidad estudiada; González, que movía la mandíbula sin apartar la vista de la sábana ensangrentada; Sully, que parecía más incómodo que nunca; y Conti, que echaba rápidas miradas al cadáver con una extraña mezcla de agitación, ansia e impaciencia en la cara.
—Necesitaré un par de cubos y una esponja —solicitó Marshall.
González se metió en un trastero y salió con dos recipientes de plástico blanco.
Marshall dejó uno en el suelo, al lado de la mesa, y el otro lo llenó hasta la mitad con agua del grifo. En la puerta había un gancho del que colgaba una bata de laboratorio polvorienta. Se la puso. Después abrió uno de los botiquines portátiles, sacó unos guantes de látex, se los enfundó y se volvió hacia Sully.
—¿Gerry? —dijo.
Sully no contestó. Estaba mirando la toalla enrollada contra la parte de la sábana que cubría la cabeza de Peters. Estaba tan empapada, que goteaba sangre al suelo.
—Gerry —dijo Marshall, un poco más fuerte.
Sully dio un respingo y le miró.
—¿Te importa tomar notas?
—¿Eh? Ah, sí, claro.
Hurgó en sus bolsillos, buscando lápiz y papel.
Marshall respiró hondo, cogió las toallas enrolladas en el lado más próximo a él y las tiró al cubo. Al chocar contra el plástico, se oyó una especie de palmada húmeda. Otra respiración aún más profunda. Después cogió el borde de la sábana y la apartó lentamente del cadáver.
Se elevó un gemido colectivo e involuntario entre los espectadores. Marshall también oyó que salía de su garganta. La única persona que se mantuvo en silencio fue González, aunque su mandíbula se movía más deprisa.
Era peor de lo que se temía. Peters parecía salido de una trilladora. Tenía la ropa hecha jirones y cortes en casi todas las superficies expuestas del cuerpo: líneas finas y rectas, que seccionaban la carne blanquecina. En el pecho había un tajo enorme y vertical que lo desgarraba de un lado a otro, dejando a la vista la parte inferior del costillar, abierto y con las puntas limpias, como si lo hubiera preparado un carnicero. El corte se ensanchaba al llegar a la región abdominal, revelando las tripas, rojas y grises. Pero todavía eran más horripilantes los traumatismos de la cabeza, tras un ataque que la había dejado casi irreconocible: un cráneo roto, destrozado, que pendía flácido del tronco del encéfalo, con hilachas de materia gris cayendo en los restos aplastados de las cavidades de los senos.
Marshall se apartó y parpadeó varias veces. Después cogió media docena de toallas del banco, las enrolló con fuerza y las apretó contra el cadáver para detener la sangre que seguía manando de los numerosos cortes. Metió la mano en el botiquín médico, sacó una sonda metálica y volvió a centrar su atención en Peters.
—El cuerpo parece estar desangrado —dijo—. Se observan excoriaciones prácticamente en toda la superficie, así como una gran abundancia de heridas estrechas, que podrían ascender a centenares, con los bordes limpios. No tengo explicación para el origen de estas heridas de menor tamaño. De las otras, las más profundas, al menos dos podrían haber sido mortales por sí solas. La primera de ellas ha fracturado y expuesto… vamos a ver… de la costilla ocho a la doce, en el lado izquierdo ha penetrado en la pleura y ha provocado una hemorragia masiva, antes de penetrar asimismo en la cavidad peritoneal. El canal de la herida presenta indicios de lesiones en los ventrículos cardíacos. La segunda herida profunda no necesita mucha descripción.
Lesiones importantes en toda la región del cuello y la cabeza, desde la vena yugular interna derecha hasta el cerebro, del lóbulo parietal al lóbulo frontal, y en ambos lados de la fisura longitudinal.
En el resto del cuerpo se observa que están aplastados la rótula y otros huesos de la rodilla izquierda, y perforada la arteria femoral. —Una pausa—. Los daños en la ropa se corresponden con las heridas señaladas. Para otros análisis habrá que esperar las pruebas toxicológicas y forenses profesionales.
Se apartó.
Durante un momento, nadie dijo nada. Después González carraspeó.
—Lo que yo decía: un ataque de oso polar. Bien, ahora ¿podemos empaquetarlo y guardarlo en una cámara frigorífica?
—Podría ser humano —contestó Wolff, en voz baja pero firme.
—¿Está loco? —dijo González—. ¡Fíjese en las heridas!
—Hay casos de gente que, tras consumir determinadas sustancias ilegales, sufre ataques de rabia feroz y asesina. Con el utensilio indicado, el arma, se podría causar este tipo de heridas.
—Se volvió hacia Marshall—. ¿No es cierto?
Marshall volvió a mirar el cadáver.
—La herida del pecho tiene unos diez centímetros de ancho y una profundidad de casi ocho. La presión necesaria para infligir una herida así tendría que ser muy grande, y requeriría una fuerza tremenda.
—Como la de un oso polar —dijo González.
—Para ser franco, me sorprende incluso que un oso polar pueda hacer estas heridas —repuso Marshall.
—Podría provocarlas un asesino —dijo Wolff—, si tuviera tiempo de asestar bastantes golpes.
—Pero ¿qué me dice de esto? —Marshall usó la sonda para levantar la pierna izquierda por la rodilla. El pie colgaba suelto (demasiado suelto), en un ángulo extraño—. Casi está arrancado a mordiscos. Solo se aguanta por unos tendones.
—Marcas de dientes simuladas —contestó Wolff—. Hechas para provocar miedo e inquietud.
—¿Con qué objetivo? —preguntó Sully.
—Ahuyentar a los curiosos de donde está escondido el cuerpo del felino.
Marshall suspiró.
—¿Así que, según usted, el que ha robado el felino está dispuesto a matar de la manera más indecente y salvaje que quepa imaginar para proteger su trofeo?
—Bien que estuvo dispuesto, o dispuesta, a venir hasta aquí, haciéndose pasar por uno de nosotros… —replicó Wolff—. Estuvo dispuesto a gastar el tiempo y el dinero necesarios y a correr un riesgo enorme. ¿Por qué no?
Marshall le miró, dubitativo.
—No entiendo por qué se niega a aceptar una explicación' mucho más simple y racional: que este hombre se ha cruzado con un oso polar y ha muerto a causa de ello. Los osos polares son animales muy feroces, y es sabido que matan hombres. ¿Por qué no puede creérselo ?
La cruda luz artificial se reflejó en los ojos de Wolff.
—Doctor Marshall, me habla usted de explicaciones simples y racionales. Pero yo no puedo aceptar que esto lo haya hecho un oso polar por una razón muy simple y racional: si no hay ningún ladrón, si lo ha hecho un oso polar, ¿dónde está el felino… y por qué ha desaparecido?
Conti no había dicho nada durante la reunión en la enfermería.
Prefería guardar para sí sus observaciones. Cuando se dispersó el grupo, se quedó un momento viendo cómo González y el soldado Phillips, que acababa de regresar, envolvían con cuidado el cadáver como paso previo a su almacenamiento. Por la conversación entre los militares supo que utilizarían una cámara frigorífica en desuso del ala sur, para aislar el cadáver del resto del personal. Emprendió lentamente el camino de vuelta al sector central de la base, pensativo.
Al llegar al patio, vio que se acercaban Fortnum y Toussaint.
—Emilio —dijo Fortnum—, nos han dicho que quería vernos.
Conti echó un rápido vistazo a su alrededor antes de contestar. En el patio no había nadie. El puesto de control estaba momentáneamente vacío. Aun así, bajó la voz.
—Tengo que encargaros un par de cosas —dijo—. Unos planos especiales que necesito.
Ambos asintieron.
—Consideradlo un proyecto secreto, tomas sorpresa que insertaré para dar un toque espectacular. No os llevéis a nadie más. Y que no se entere nadie, ni Kari ni Wolff.
Los técnicos se miraron y volvieron a asentir, un poco más despacio que antes.
—¿Ya os habéis enterado?
—¿De qué? —preguntó Fortnum.
—Josh Peters ha muerto.
—¿Josh? —exclamaron los dos al unísono.
—¿Cómo? —preguntó Toussaint.
—Según los científicos, le ha pillado un oso polar. Ha ocurrido fuera. Según Wolff, lo ha hecho el ladrón del felino.
—Dios santo —dijo Fortnum, que se había quedado más blanco que el papel.
—Sí. Y tenemos que sacarle rédito mientras podamos.
Ambos miraron a Conti sin entender de qué hablaba.
—Kari anda por ahí contándole a todo el mundo que Josh ha muerto. —Conti se volvió hacia Fortnum—. Alian, necesito que la encuentres. Haz tomas de las reacciones del equipo.
Cuanto más extremas, mejor. Pero sé discreto, y procura que Kari no sospeche lo que haces. Si no consigues las reacciones que buscas, espera a que se haya ido Kari y cuenta detalles escabrosos con la cámara en marcha. Quiero ver miedo en estado puro.
O, mejor todavía, lágrimas de histeria.
Las facciones pálidas de Fortnum revelaban su gran desconcierto.
—Me está diciendo que filme a nuestro propio equipo, ¿verdad?
—Por supuesto. Son los únicos que aún no saben lo de Peters. —Conti hizo un gesto de impaciencia con la mano—. Vamos, hay que darse prisa; Kari anda por ahí pregonando a los cuatro vientos la noticia del asesinato.
Fortnum abrió la boca, como si quisiera protestar de nuevo, pero finalmente la cerró y, tras una última mirada de curiosidad a Conti, se dirigió hacia las habitaciones del equipo.
Conti esperó a perderle de vista para volverse hacia Toussaint.
—Para ti tengo un trabajo aún más importante. Ahora mismo el cadáver está en la enfermería. Se encuentra en el ala sur. Ya te dibujaré un plano. Van a conservarlo en frío, pero les he oído decir que antes tienen que hacer unos arreglos en la nevera, así que no estará preparada y enfriada hasta mañana. Es nuestra oportunidad.
—Oportunidad —repitió Toussaint, algo perplejo.
—¿Acaso no lo entiendes? Cuando el cadáver esté en la nevera, la cerrarán con llave. —Conti trató de dominar la impaciencia casi frenética que se había ido acumulando en su interior desde la noticia de la desaparición del felino—. Así están las cosas. Wolff no quiere que filmemos el cadáver de Peters.