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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (30 page)

BOOK: Infierno Helado
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Carradine había encendido todos los faros del camión, los antiniebla y los normales, y, aunque fingiese indiferencia y bromeara, Barbour se fijó en lo atentamente que miraba el paisaje, haciendo girar el tráiler con suavidad mucho antes de chocar con cualquier posible obstáculo.

La cabina brincaba y temblaba tanto que a ella le parecía que fueran a saltársele los dientes. Se preguntó cómo estarían Sully y Faraday en la base, y si ya habría vuelto Marshall. Tal vez había sido mala idea irse, haciendo caso a Sully. La expedición era tan suya como de cualquier otro; aparte de ser la especialista en informática, había puesto en marcha algunas investigaciones importantes que no podían dejarse a medias solo porque…

Algo había cambiado. Miró a Carradine.

—¿Estamos frenando?

—Sí.

—¿Por qué?

—Nos estamos acercando al lago Lost Hope. Sobre hielo, la velocidad máxima es de veinticinco por hora.

—Pero en la caravana no hay calefacción. No podemos perder el tiempo.

—Déjeme que se lo explique, señora. Cuando se conduce por un lago helado se forma una ola por debajo del hielo. La ola nos sigue durante la travesía. Si se conduce demasiado deprisa, la ola crece demasiado y rompe el hielo. En ese caso, nos vamos a pique.

El hielo tarda minutos en volver a cuajar en la superficie, así que en poco rato se ha formado una tumba prefabricada que…

—Está bien, ya me hago a la idea.

Algo había empezado a brillar vagamente a la luz de los faros.

Barbour se incorporó para mirar con atención (y nerviosismo).

Era hielo, una extensión de hielo que se perdía en la tormenta.

Carradine redujo aún más la velocidad, de marcha en marcha, hasta que el tráiler se paró con un suspiro de los frenos de aire.

Luego echó una mano hacia atrás, hacia la cabina dormitorio, y sacó una herramienta larga, en forma de mazo pero más esbelta.

—Ahora mismo vuelvo —dijo mientras abría su puerta.

—Pero… —empezó a protestar Barbour.

El camionero bajó y desapareció dando un portazo. Barbour se quedó callada.

Poco después le vio otra vez, alejándose del tráiler con la herramienta al hombro y ofreciendo una estampa incongruente con su camisa hawaiana. El viento había amainado. Los suaves torbellinos de nieve parecían acariciar a Carradine. Barbour vio que pisaba el hielo y caminaba unos cincuenta metros, al cabo de los cuales cogió la herramienta, la encendió y la aplicó sobre el hielo. Entonces se dio cuenta de que era una barrena eléctrica. Treinta segundos después, Carradine ya había penetrado la capa de hielo y regresaba a paso ligero a la cabina. Abrió la puerta y entró. Sonreía. Tenía el pelo y los hombros llenos de escarcha.

—¿Sabe que está usted loco? —dijo ella—. Salir vestido así, en plena tormenta…

—El frío es un estado mental. —Carradine echó la barrena a la parte trasera y se frotó las manos. Barbour no supo si de frío o de satisfacción—. El hielo tiene cincuenta y cinco centímetros.

—¿Eso es malo?

—No, es bueno. Lo mínimo son cuarenta y cinco. Es más de lo que suele haber por estas fechas. Significa que soporta veinticinco toneladas, tal vez hasta treinta. —Señaló la barrena con el dedo, riéndose—. Ya sé que tecnológicamente es un viaje un poco primitivo, sin perfil continuo ni radar de hielo, como en las carreteras de invierno de verdad, pero al menos no tenemos restricciones de carga, ni clientes pelmazos.

La miró un minuto.

—Está bien, voy a contarle algo, para que esté preparada.

Conducir sobre hielo no es como ir por una carretera normal.

El hielo se abomba cuando pasa el camión y hace mucho ruido.

—¿Qué?.

—Es mejor que lo oiga usted misma. —Quitó el freno y puso una marcha—. Voy a entrar en el lago. No hay que hacerlo demasiado deprisa, porque lo tensaría.

—¿Tensarlo? Uf, mejor no hacerlo, ¿verdad?

Barbour miró la superficie de hielo que se extendía delante de ellos. Parecía interminable. ¿Sería posible que estuvieran a punto de cruzarla con un tráiler de dieciocho ruedas?

—Allá vamos. —Carradine hizo avanzar lentamente el camión hacia la orilla.

Luego miró otra vez a Barbour y le hizo un guiño—. Ahora es cuando hay que cruzar los dedos, señora.

Se deslizaban sobre el hielo a unos veinte kilómetros por hora. Barbour se puso tensa al notar que los golpes y temblores del permafrost daban paso a una sensación mucho más inquietante: la del hielo al combarse bajo ellos.

Carradine fruncía el ceño, concentrado, con una mano en el volante y la otra aferrada al cambio de marchas. El motor hacía un ruido agudo al impulsarles hacia delante.

—No hay que dejar que bajen las revoluciones por minuto —murmuró—. Así no derraparemos.

A partir de determinado momento, mientras iban por el hielo, Barbour oyó algo nuevo: un leve crujido que parecía salir de todas partes, como cuando se arranca el celofán de un juguete navideño. Tragó saliva con dificultad. Sabía qué era: el hielo, protestando bajo el enorme peso del tráiler.

—¿Cuánto hay de punta a punta? —preguntó, con voz ronca.

—Seis kilómetros —contestó Carradine sin apartar la vista del hielo.

Siguieron a una velocidad de caracol a la vez que aumentaban los crujidos. La nieve se deslizaba sobre el hielo formando remolinos, pequeños ciclones y extrañas formas fantasmagóricas a la luz de los faros. De vez en cuando, Barbour oía detonaciones secas debajo de sus pies. Se mordió el labio, contando mentalmente los minutos. De pronto el tráiler se inclinó hacia un lado y patinó a la derecha. Miró rápidamente al conductor.

—Una ráfaga de viento —dijo él, girando con suavidad el volante para compensar—. Aquí no hay tracción.

La radio CB empezó a pitar. Barbour cogió el auricular.

—¿Fortnum?

—Sí. ¿Qué es todo este ruido ahí fuera? Aquí atrás, la gente está empezando a preocuparse un poco.

Pensó un momento antes de responder.

—Estamos cruzando un tramo de hielo. No tardaremos más de un par de minutos.

—Recibido. Se lo diré a los demás.

Dejó el auricular en su sitio. Ella y Carradine se miraron.

Pasaron cinco minutos, que se hicieron eternos. Luego fueron diez. Barbour se dio cuenta de que se le había dormido una mano por coger con tanta fuerza la barra estabilizadora. El ligero hundimiento del hielo, los crujidos y chasquidos incesantes, la crispaban hasta tal punto que temía enloquecer. El viento gemía y gritaba. De vez en cuando, una ráfaga empujaba de lado el camión, obligando a Carradine a compensar el movimiento con el máximo cuidado.

Barbour escudriñó la oscuridad. ¿Aquello que se veía al fondo era la otra orilla?

No, solo una oscura pared de bolitas de hielo suspendida en el aire, que ondeaba y palpitaba como una cortina al viento.

—Niebla helada —le aclaró Carradine—. El aire ya no puede retener más humedad.

La extraña bruma empezó a envolver el camión como una nube de algodón negro y tupido. La visibilidad, ya mala de por sí, se redujo repentinamente casi a cero.

—No veo un carajo —dijo Barbour—. Vaya más despacio.

—Imposible —contestó el camionero—. No puedo perder impulso.

Aquella nueva ceguera, sumada a la flexión y a los crujidos angustiosos del hielo, pudo más que Barbour, que se dio cuenta de que hiperventilaba, consumida por la ansiedad. «Aguanta, chica —se dijo—; tú aguanta. Solo quedan un par de minutos.» De pronto habían salido de la nube de hielo. Vio las rocas de la otra orilla, justo donde alcanzaban los haces de los faros, y sintió un gran alivio. «Menos mal.» Carradine apartó la vista del hielo, el tiempo justo para mirarla.

—No ha estado del todo mal, ¿eh?

De repente el camión sufrió una sacudida y un bajón. Al mismo tiempo se oyó un fuerte crujido, como un disparo de arma de fuego, justo detrás de ellos.

—Un punto flojo —dijo Carradine, pisando a fondo el acelerador—. Hielo débil.

Empezaron a ir más deprisa, arrancando una nota aguda al potente motor diesel. Otro crujido, más fuerte. Esta vez había sido justo debajo. Barbour vio que se había formado una grieta en el hielo y que se extendía cada vez más deprisa hacia delante, separándolo en dos mitades. Carradine lo compensó enseguida con una maniobra que situó la brecha entre las dos ruedas delanteras, pero la grieta se bifurcó varias veces delante de ellos, ramificándose en el hielo en ángulos muy bruscos, como un relámpago de verano. Carradine giró al máximo el volante y empezó a desplazarse lateralmente por la trama de grietas. Los crujidos aumentaron de volumen de forma brusca. Justo entonces, una fuerte ráfaga de viento chocó con un lado del camión; Barbour gritó al tener la sensación de que la parte trasera giraba y se inclinaba de manera alarmante, amenazando con volcar y caer sobre el hielo, que empezaba a partirse.

—¡Estamos derrapando! —exclamó Carradine—. ¡Sujétese!

Barbour se aferró desesperadamente a la barra estabilizadora mientras el camionero hacía lo posible para que el gran vehículo no empezara a dar vueltas de campana. Poco a poco, el impulso hacia delante les hizo recuperar la horizontalidad. Ya tenían enfrente la otra orilla, a menos de cincuenta metros, pero el tráiler seguía dando bandazos, casi sin control. Chocó estrepitosamente contra una de las rocas de la orilla, se tambaleó y acabó estabilizándose. Carradine volvió a pisar el acelerador, haciendo rugir el camión, que abandonó el hielo y regresó a la superficie ondulada del permafrost.

Barbour soltó un suspiro largo, entrecortado. Después cogió el auricular de la radio CB.

—Fortnum, aquí Penny Barbour. ¿Todos bien detrás?

Al cabo de un momento crepitó la voz de Fortnum.

—Un poco mareados, pero bien. ¿Qué ha pasado?

—Nos ha pillado una ráfaga de viento, pero ya hemos salido del hielo. A partir de ahora debería ir todo sobre ruedas.

Al dejar el auricular en su sitio, desvió la vista hacia Carradine, que estaba muy atento al retrovisor. Su expresión volvió a ponerla nerviosa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—La roca con la que hemos chocado —contestó él—. Parece que ha perforado el depósito izquierdo.

—¿El depósito de gasolina? Pero ¿no tiene dos?

—El de la izquierda estaba lleno. El de la derecha no. Solo está a un tercio.

El nerviosismo aumentó de golpe.

—Pero tenemos bastante para llegar a Arctic Village… ¿verdad?

Carradine no la miró.

—No, señora. Creo que no.

43

Habían trabajado deprisa, usando el mínimo de luz. González ignoraba hasta qué punto el animal dependía de la vista, pero no tenía sentido facilitarle las cosas a aquel bicho del demonio.

Dio un golpecito en el hombro a Phillips y señaló el cruce de pasillos que tenían delante, poco iluminado.

—Cubre esa esquina —susurró—. Yo haré los últimos empalmes.

—Sí, señor.

—En cuanto oigas algo, me informas.

—Sí, señor.

Vio cómo Phillips se alejaba por el pasillo (una sombra entre sombras) y se apostaba cerca de la intersección. Después miró la trampa que tenía delante, fabricada a toda prisa: media docena de gruesos cables de cobre colgados del techo, a treinta centímetros de un charco de agua poco profundo.

Rudimentario, pero, una vez a punto, sería mortal. Después volvió a cruzar la puerta donde ponía GENERADOR.

Se quedó en el umbral mirando el rompecabezas de ruedas dentadas, juntas, ejes, rotores y sistemas hidráulicos. Aquella subestación albergaba la gigantesca maquinaria que antiguamente había hecho girar los platos del radar.

La había elegido por tres razones: porque estaba cerca, porque tenía bastante potencia y porque se encontraba en el único pasillo por el que se salía de aquella parte del Nivel B. Tarde o temprano el animal pasaría por allí.

Su mirada recaló en la esquina del fondo donde estaba el cabo Marcelin, con el arma a sus pies, temblando y mirando el suelo.

González cogió las puntas de los cables de cobre, que Phillips le había ayudado a pasar por encima de los tubos del techo del pasillo y por el montante de la puerta, y se fue con ellos hacia el cuadro eléctrico principal. Aunque hiciera casi medio siglo que no se ponían en marcha los radares, las conexiones eléctricas que los alimentaban seguían en buen estado. El mismo acababa de verificarlo. Los fusibles estaban un poco deshechos, y las conexiones algo oxidadas, pero aún podían transmitir mucha corriente.

Además, a él no le hacían ninguna falta los radares. Solo tenía que enviarles electricidad.

Lo que no sabía González, ni le importaba, era cómo y por qué Sully y los miembros del laboratorio de ciencias naturales habían llegado a la conclusión de que el punto débil de la bestia era la electricidad. Para él era suficiente alivio saber que tenía alguno. La concepción y puesta en marcha de ese plan había durado un cuarto de hora, en el que por suerte había estado demasiado ocupado para pensar.

El cuadro principal estaba empotrado en la pared más próxima, fijado al metal por cuatro aisladores de cerámica. Abrió la placa y enfocó hacia el interior la linterna, que iluminó cuatro hileras de fusibles de alta tensión. Tras comprobar que no hubiera corriente, cogió la navaja y empezó a pelar las puntas de los cables de ocho hilos. Después los fijó directamente a una de las barras de distribución, lo más deprisa que pudo. Acto seguido repasó el cuadro, para asegurarse de que estuvieran desactivados todos los seguros. Por último, levantó una mano, cogió la palanca de seguridad que había junto al cuadro y la puso en On. El circuito zumbó un poco al encenderse.

Ahora corrían seis mil voltios por los cables, y veinte amperios de corriente. Un voltaje así (el triple que el de una silla eléctrica) podía parar el corazón de cualquier bicho, por grande que fuese; y como González no quería arriesgarse, con los veinte amperios se aseguraba de dejarlo achicharrado.

Puso otra vez la palanca de seguridad en Off y se volvió hacia Marcelin.

—Ven, cabo.

Durante un minuto, pareció que Marcelin no le hubiera oído.

Después recogió el MI6 y se acercó con las piernas rígidas.

—Tú espera aquí. Cuando yo te avise, enciende esta palanca. Y hazlo deprisa. ¿Lo has entendido?

El cabo asintió con la cabeza.

—Colócate al lado de la puerta. Espera a que esa cosa se haya metido en el agua y haya tocado los cables. Entonces empieza a disparar, y no pares.

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