Respirando aún más deprisa, hizo un buen plano general de la habitación y empezó a rodear lentamente la mesa, haciendo un barrido por todo el cadáver envuelto. Estaba muy bien. La intuición de Conti no había fallado. Editarían el material, le añadirían unos cuantos cortes y dejarían que la imaginación de los espectadores llenase los huecos. Entre jadeo y jadeo, se rió, demasiado entusiasmado para acordarse de seguir haciendo el comentario en audio.
«Cuando se entere Fortnum…» Fue entonces cuando lo oyó, aunque «oír» no era la palabra exacta; fue más bien como un cambio repentino en la presión del aire, una dolorosa sensación de plenitud en toda la cavidad pulmonar del pecho, y particularmente en los canales más profundos de los oídos y los senos nasales. Percibió de inmediato algo que estaba cerca y su intuición le dijo que era peligroso. Su cabeza se apartó del visor y, con la certeza atávica de un millón de años siendo la presa, fijó la vista en la puerta oscura de la pared opuesta de la consulta.
Había algo al acecho. Algo hambriento.
Empezó a respirar aún más deprisa que antes, a bocanadas que, por alguna razón, no bastaban para llenar sus pulmones. La cámara seguía en marcha, pero él ya no se fijaba en ella. Su cerebro funcionaba a toda velocidad, intentando decirle que era una locura, un simple ataque de nervios, totalmente comprensible en aquella situación.
Pero ¿por qué diablos se ponía tan nervioso? En realidad, no había visto ni oído nada. Aun así, en el negro perfecto de la puerta del fondo había algo que ponía su instinto en alerta máxima.
Retrocedió e hizo que se balanceara la cámara (que aún zumbaba) y que el haz luminoso barriera las paredes y el techo. Su espalda chocó bruscamente contra el cadáver; la vomitiva resistencia del rigor mortis la empujó.
«Date la vuelta y ya está —se dijo—. Ya tienes la toma. Date la vuelta y sal pitando.» Dio media vuelta, dispuesto a huir.
Sin embargo, no pudo. En su fuero interno sabía que si no miraba en ese momento, no miraría nunca, nunca más. También percibía otra cosa, aún más profunda: algo que le decía que de todos modos, si su intuición no erraba, correr no serviría de nada.
Levantando la cámara y ajustándose el visor en el ojo, con jadeos que ya eran perfectamente audibles, Toussaint se volvió y enfocó muy despacio la luz hacia la oscuridad del otro lado de la puerta del fondo.
Y hacia el rostro de la pesadilla.
—He recibido tu mensaje —dijo Marshall entrando en el laboratorio de Faraday y cerrando la puerta—. ¿Has descubierto algo?
Faraday le miró, luego a Chen y otra vez a él. Detrás de las gafas redondas de carey, los ojos del biólogo estaban muy abiertos, inquietos; lo cual en sí no preocupó a Marshall, ya que Faraday irradiaba nerviosismo hasta en sus mejores días.
—Se trata de una sucesión interesante de hechos, más que de una teoría pura y dura —aclaró Faraday.
Estaba de pie, al otro lado de una acumulación apabullante de tubos de ensayo y material de laboratorio, tras la que casi parecía esconderse.
—De acuerdo.
—No puedo corroborarlo. Al menos desde aquí.
Marshall cruzó los brazos.
—Si tú no se lo cuentas al consejo rector, yo tampoco lo haré.
—Y te aviso de que Sully lo…
Marshall suspiró de exasperación.
—Cuéntamelo de una vez.
Un último titubeo.
—Está bien. —Faraday carraspeó y se puso recta la corbata manchada de sopa que insistía en llevar por debajo de la bata—. Creo que lo entiendo. Me refiero a la fusión en el interior de la cámara.
Marshall permaneció a la espera.
—Ya te dije que volvimos a la cueva para coger más muestras.
Pues las hemos estado examinando con difracción de rayos X y son muy peculiares.
—¿En qué sentido?
—La estructura cristalina no es como debería ser. Quiero decir, tratándose de un hielo de precipitación normalmente formado.
Marshall se apoyó en una mesa de laboratorio.
—Sigue.
—Sabes que hay varios tipos de hielo, ¿verdad? Que hay más variedades aparte de la que ponemos en la limonada o la que utilizamos para limpiar el parabrisas. —Faraday empezó a enumerarlos con los dedos—. Hay hielo II, hielo III, V, VI, VII, y así hasta el hielo XIV, todos con su propia estructura cristalina y sus propiedades físicas.
—Recuerdo haber estudiado algo así en la asignatura de física de postgrado.
Hace falta mucha presión o temperaturas extremas para que se produzca la transformación en estado sólido.
—Exacto. Pero lo realmente peculiar de algunos de estos tipos de hielo es que, una vez formados, pueden mantenerse sólidos muy por encima del umbral de congelación. —Tendió un papel a Marshall a través del bosque de tubos de ensayo—. Mira, aquí está el esquema estructural del hielo VIL Fíjate en la celda unidad. Con presión suficiente, esta forma de hielo puede mantenerse en forma sólida hasta doscientos grados centígrados.
Marshall silbó.
—¿Tanto calor? Ayer no nos habría ido mal ese tipo de hielo en la cámara.
—Ahora llega lo bueno —siguió explicando Faraday—. El mes pasado leí un artículo en
Nature
donde se describía otro tipo de hielo que teóricamente podría existir: el hielo XV. Un hielo que, sin embargo, tiene las características opuestas.
—Quieres decir… —Marshall hizo una pausa—. ¿Quieres decir un hielo que se derretiría por debajo de los cero grados?
Faraday asintió con la cabeza.
—La palabra clave es «teóricamente» —añadió Chen.
—Y la estructura cristalina no habitual de este hielo derretido en la cueva… ¿concuerda con el hielo XV?
—No puedo estar seguro —reconoció Faraday—, pero es posible.
Marshall se apartó de la mesa de laboratorio y dio unos pasos por la sala.
—Así que es posible, y únicamente posible, que el hielo se derritiera solo.
—Durante la noche fueron aumentando poco a poco la temperatura —dijo Faraday—, y, con el alboroto que se organizó al ver la cámara vacía, nadie se molestó en consultar la temperatura para comprobar que dentro se estuviera por encima del punto de congelación.
—Es verdad. —Marshall dejó de caminar—. A nadie le parecería necesario.
Dejaron la puerta abierta y empezaron a buscar.
—Y permitieron que la temperatura interior de la cámara se igualase enseguida con la temperatura ambiente —dijo Chen.
—Entonces es posible que no haya ningún saboteador —dijo Marshall—. El proceso de fusión funcionó correctamente. El culpable fue el mismo hielo.
Faraday asintió con la cabeza.
—¿Cómo debió de formarse este hielo tan peculiar? —preguntó Marshall.
—Esa es la cuestión—dijo Chen.
En el laboratorio hubo un momento en silencio.
—Es una conjetura muy interesante —dijo Marshall—, pero aunque tengas razón, y no haya ningún ladrón ni saboteador, sigue en pie la pregunta: ¿qué ha sido del felino?
Nada más hacer la pregunta vio que la expresión de nerviosismo de Faraday se acentuaba.
—No, no me lo digas —añadió—. Déjame adivinarlo. Salió él solo.
—Ya viste las fotos que tomé del suelo de la cámara. Las marcas eran de algo que salía, no que entraba. Y tampoco eran marcas de sierra.
—Es verdad. No parecían marcas de sierra. Pero tampoco parecían garras de felino. Eran demasiado potentes para… —Marshall se calló de golpe—. Un momento. Es una teoría muy ingeniosa, con eso del hielo que se derrite por debajo del punto de congelación y todo lo demás, pero tiene un problema enorme.
Para salir del hielo que quedaba y destrozar la cámara, el felino tendría que estar vivo. Sin embargo, lleva muerto miles de años.
—Es el problema del que estábamos hablando precisamente cuando entraste
—dijo Faraday—. También tengo una respuesta, aunque vuelve a ser teórica.
Marshall le miró.
—Al congelarse el animal —prosiguió—, se habrían formado cristales de hielo en las células. Habría sido mortal.
—Puede que sí… y puede que no. El año pasado, en un congreso de biología evolutiva en Berkeley, asistí a una conferencia sobre el mamut de Beresovka.
—No me suena.
—Es un mamut lanudo que encontraron en Siberia a principios del siglo veinte.
Totalmente congelado. Con. trozos de un ranúnculo entre los dientes.¿Y?
—Pues que la pregunta es la siguiente: ¿cómo pudo congelarse tan deprisa en un lugar lo bastante cálido para que floreciesen ranúnculos?
De repente, Marshall lo entendió.
—Una corriente descendente de aire frío. Provocada por una inversión térmica.
Faraday asintió con la cabeza.
—Aire ártico superfrío.
—Ya veo por dónde vas. Porque cuando se congeló el mamut debía de ser verano, basándonos en el ranúnculo, pero aquí, en pleno invierno… —Marshall se quedó callado.
Hubo un momento de silencio, hasta que Chen continuó:
—Congelación instantánea.
—Congelación terminal —añadió Faraday.
—Y cuanto más rápido se congelara (si hubiera habido vientos fuertes, por ejemplo), menores serían los cristales que se formarían en sus células. Si hubiera sido lo bastante rápido, cabe la posibilidad de que el animal se congelara vivo. —Marshall les miró—. ¿Vosotros os creéis que la congelación terminal podría ser reversible?
Faraday parpadeó.
—¿En qué sentido?
—Si en verano, de repente, pudiera llegar una corriente descendente de aire superfrío, ¿no sería igualmente factible que llegara una corriente descendente de aire supercálido en invierno?
Faraday asintió despacio.
—Teóricamente.
—Pues ahí lo tienes. ¿Y si es verdad que se invirtió el fenómeno? ¿Que bajó un aire más cálido de lo normal? ¿No os acordáis de la sensación tropical de la noche anterior a la de cuando el equipo de rodaje tenía previsto emitir en directo?
Faraday volvió a asentir con la cabeza.
—La temperatura debía de rondar el punto de congelación.
—Marshall volvió a pasear por la sala—. Debieron de encender el congelador de la cámara, pero si había hielo XV, tal como dices, daba igual. Seguiría habiendo una temperatura lo bastante próxima al punto de congelación para que se produjera una fusión a gran escala. —Vaciló—. Cuando volvisteis a la cueva, a buscar muestras de hielo, ¿había alguna señal de derretimiento alrededor de lo excavado?
—No.
—Pero arriba, en el glaciar, hace más frío… —Marshall titubeó y sacudió la cabeza—. No sé, Wright; es muy ingenioso, pero parece bastante descabellado.
Faraday mostró el diagrama de fase.
—La estructura cristalina no miente. Los tests de rayos X con el hielo los hemos hecho nosotros mismos.
Un breve silencio se apoderó del laboratorio. Marshall miró el diagrama y luego lo dejó sobre la mesa sin decir nada.
—Si tienes razón en lo referente a la inversión —prosiguió Faraday despacio—, en lo del aire caliente, también se explicaría otra cosa.
—¿Cuál? —preguntó Marshall.
—Lo que vimos esa noche en el cielo.
—¿Te refieres a aquella aurora boreal tan extraña? ¿Tú crees que era un efecto secundario?
—Un efecto secundario —respondió Faraday—, o un agente causante. O un presagio, tal vez.
Otro silencio. Faraday se acordó de la advertencia del viejo chamán: «Su ira tiñe el cielo de sangre. Los cielos gritan de dolor».
—¿Y la sangre? —preguntó—. La que encontraste incrustada en las astillas de la cámara.
—Hemos estado demasiado ocupados analizando el hielo para comprobarlo.
Otro silencio se adueñó del laboratorio.
—Habéis trabajado mucho —dijo Marshall al cabo de un rato—, pero aún se plantean dos preguntas. Si estos tipos inusuales de hielo requieren mucha presión o una temperatura extrema, ¿cómo se formaron aquí?
Faraday se quitó las gafas, se las limpió con la corbata y se las puso otra vez.
—No lo sé —respondió.
Durante un rato, los tres se miraron.
—Has dicho que tenías dos preguntas —dijo Chen.
—Sí. Si son correctas vuestras conjeturas y el animal todavía está vivo, y suelto, ¿dónde está ahora?
La pregunta quedó en el aire. Y esta vez el silencio en el laboratorio fue definitivo.
A medida que la noticia de la muerte de Peters se extendía por la base Fear, la gente (casi inconscientemente) empezó a salir de sus habitaciones y a juntarse en los espacios más amplios del Nivel B, buscando consuelo en la compañía de otros. Sentados a las mesas del comedor de oficiales, hablaban en voz baja y se contaban anécdotas cariñosas: cosas descabelladas que había hecho o dicho Peters, errores técnicos absurdos que había cometido…
Otros se quedaban en el Centro de Operaciones bebiendo té tibio, haciendo conjeturas sobre cuánto duraría la tormenta y prometiéndose con miradas de complicidad que formarían un equipo de búsqueda y encontrarían al oso polar que había destrozado al ayudante de producción. El ambiente de tristeza no hacía sino exacerbar la sensación de estar abandonados en un desierto de hielo, aislados de las comodidades tranquilizadoras de la civilización. Cuando empezó a caer la noche y languidecieron las conversaciones, los grupos siguieron en su sitio, reacios a volver a sus habitaciones y al silencio íntimo y desazonador de sus pensamientos.
Aunque esos no eran sentimientos de los que participase Ashleigh Davis, que, en su desconsuelo, sentada a una mesa del comedor de oficiales, apoyaba sobre las manos su cabeza elegantemente peinada y no apartaba la vista del reloj de la pared, metido en su jaula de metal. Llegó a la conclusión de que aquello era un infierno. No, peor que un infierno. Aquel sitio daba asco. La comida no llegaba ni a ser vomitiva. El spa más cercano quedaba a un millón de kilómetros. Ni muerta conseguiría una taza decente de expreso a la bergamota. Y lo peor de todo: aquello era una cárcel. Mientras no pasara la tormenta, tendría que quedarse de brazos cruzados, con su gloriosa carrera en punto muerto. Solo se podía salir a dar un paseo. Probablemente, se dijo taciturna, acabaría haciéndolo si se quedaba allí mucho más tiempo; saldría a caminar de noche, por la nieve, como aquel tipo de la expedición de Scott a la Antártida… Había narrado un documental sobre ello, pero no encontraba fuerzas para acordarse del nombre de aquel pobre desgraciado.
¡Y el tiempo pasaba tan despacio! La tarde se le había hecho eterna. Había obligado al equipo de maquillaje a que le hicieran un tratamiento facial improvisado, la manicura y la pedicura.