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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (21 page)

BOOK: Infierno Helado
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También le habían arreglado el pelo. Había dejado agotada a la chica de vestuario después de hacer que le llevara no uno, ni dos, sino tres vestidos sucesivamente, para probárselos y decidir qué se ponía para la cena. «Cena».

No, no merecía esa palabra; mejor «rancho» o «bazofia». Además, los comensales, que no eran lo que se dice una compañía agradable, parecían zombis. Iban todos como si fuera a acabarse el mundo, solo porque el idiota de Peters había sido tan tonto para toparse con un oso polar. Ya no se acordaban de que allí había una estrella. En verdad, era patético; no se la merecían ni remotamente.

Suspiró irritada, sacó un cigarrillo de su bolso Hermés y lo encendió con un chasquido de su mechero de platino.

—En el interior de la base no se puede fumar, Ashleigh. —Era la voz de Conti—. Normas de los militares.

Soltó un bufido de exasperación, se sacó el cigarrillo de la boca y se lo quedó mirando. Después se lo puso otra vez entre los labios, aspiró con fuerza y lo aplastó en un plato de tapioca medio congelada. Mientras expulsaba el humo por la nariz, miró al productor, que estaba al otro lado de la mesa. Davis llevaba casi una hora recurriendo a todo tipo de súplicas, chantajes y amenazas para que la sacasen en un vuelo de emergencia de aquel lugar horrible y la dejaran volver a Nueva York, pero era inútil.

Conti decía que era imposible, que todos los vuelos estaban suspendidos hasta nuevo aviso, tanto los públicos como los privados, y no cedía ante ningún argumento. De hecho, casi no le prestaba atención. Parecía preocupado por algo. Davis se dejó caer con un mohín contra el respaldo. Ni siquiera Emilio era capaz de valorarla. Increíble.

Apartó la silla y se levantó.

—Me voy a mi caravana —anunció—. Gracias por esta deliciosa velada.

Conti, que volvía a mirar lo que escribía, levantó otra vez la vista.

—Si te cruzas con Ken Toussaint —dijo—, pídele que venga a verme, por favor. Si no estoy aquí, estaré en mis habitaciones.

Davis se puso el abrigo por encima de los hombros, sin dignarse contestar.

Brianna, su asistente personal, también recogió el abrigo y se levantó de la mesa. No había dicho nada en toda la cena. Sabía muy bien que cuando Davis estaba de un humor de perros había que mantener la boca cerrada.

—¿Seguro que quieres volver a la caravana? —preguntó Conti—. Podría prepararte unas habitaciones aquí mismo.

—¿Habitaciones? ¿Con baño compartido, como si dijéramos? ¿Haciendo vivac en algún catre del ejército? Supongo que bromeas, querido Emilio.

Davis se giró; incluso el vuelo de su armiño mostraba desprecio.

—Pero… —empezó a protestar él.

—Te veré por la mañana. Y espero que para entonces haya un helicóptero esperándome.

Mientras caminaba deprisa hacia la puerta, Davis vio que se acercaba alguien.

Era el hombre que había remolcado hasta allí su caravana. Le echó un vistazo.

Era bastante guapo, con un cuerpo bronceado y esbelto de surfista, pero su camisa hawaiana, de unos colores pastel escandalosos, era el colmo del mal gusto. Mascaba un chicle enorme, como un rumiante.

—Señora… —dijo él, sonriendo, y saludó a Brianna con la cabeza—. Aún no nos han presentado oficialmente.

«Tampoco me han presentado oficialmente a mi chófer», pensó ella, ceñuda.

—Me llamo Carradine, por si no lo habían oído. Yo también me vuelvo a mi camión, así que, si no les importa, las acompaño.

Davis miró a su asistente, como preguntando: «¿Qué más voy a tener que aguantar?».

—¿Sabe que tenía muchas ganas de hablar con usted, señora Davis? —dijo el camionero mientras se dirigían hacia la escalera principal—. Cuando me enteré de que era la dueña de la caravana que tenía que traer hasta aquí, y me di cuenta de que tenía la oportunidad de hablar con alguien de su categoría… la verdad es que me pareció una de esas casualidades afortunadas que salen en los libros. Como cuando Orson Welles conoció a William Randolph Hearst.

Davis le miró.

—¿William Randolph Hearst?

—¿Me he confundido? Bueno, el caso es que espero que no le importe que le robe un minuto.

«Ya lo has hecho», pensó Davis.

—La verdad es que no soy solo camionero. Pero la temporada es bastante corta: cuatro meses. Normalmente no subo tan pronto, porque el hielo de los lagos aún no es lo bastante grueso; así que tengo mucho tiempo para hacer otras cosas. Bueno, tampoco es que esté siempre ocupado, ya que en Cabo Coral la vida va bastante despacio, pero alguna ocupación sí he tenido.

Parecía querer que Davis le preguntase cuál, pero ella se mantuvo firme en su silencio mientras subían la escalera.

—Soy guionista —dijo él.

Davis le miró sin poder disimular su sorpresa.

—Quiero decir que he escrito un guión. Mientras conduzco escucho libros grabados, porque me distraen del hielo, y empecé a meterme en las obras de William Shakespeare; al menos en las tragedias, con toda esa sangre y todas esas luchas. Mi preferida es
Macbeth.
El guión es precisamente eso, mi versión de
Macbetb,
pero en vez de ser la historia de un rey es la de un camionero que conduce sobre hielo.

Davis apretó el paso por el patio intentando distanciarse de Carradine, que aceleró para no quedarse rezagado.

—El rey de los camioneros sobre hielo, ¿entiende? Lo que ocurre es que hay otro camionero que está celoso de él y de su fama entre los demás. También quiere robarle a la chica. Así que sabotea la ruta del rey, la rompe, rompe el hielo… ¿Ve por dónde voy?

Cruzaron la zona de almacenamiento temporal y, en cuanto salieron por la puerta principal, el viento y el hielo les echaron hacia atrás con una mano gigante e invisible. Las luces exteriores apenas penetraban en los remolinos de nieve. Prácticamente no se veía a más de un metro de distancia. Davis vaciló al recordar que a Peters le había matado un oso polar justo al otro lado de la cerca.

Carradine sonrió al ver su titubeo.

—No se preocupe —dijo, levantándose la camisa para mostrarle una pistola enorme metida en la cintura—. Nunca salgo sin esto.

Davis hizo una mueca, se arrebujó un poco más en el abrigo y dejó que Brianna se pusiera en cabeza, para cortar el viento.

Recorrieron despacio la explanada, entre barracas de Quonset reducidas a espectros por la ventisca. Davis iba con la cabeza baja, esquivando como podía los ríos de cables eléctricos y de datos que se escondían traicioneros bajo el manto blanco. Carradine iba a su lado, indiferente al frío. Ni siquiera se había molestado en coger una parka de una de las taquillas de la sala de aclimatación.

—Como le iba diciendo, el tráiler del rey se cae en el hielo y el otro camionero pasa a ser el rey.

—Ya, ya —murmuró Davis.

«Dios mío… Ya solo faltan una docena de pasos para la caravana.» —La verdad es que es un argumento genial, con mucha violencia. Lo de que sean camioneros sobre hielo es lo mejor. En el camión tengo una copia. Con la de gente que conoce usted, he pensado que si pudiera echarle un vistazo y tal vez recomendárselo a…

Dejó de hablar tan bruscamente que Davis le miró. Después, ella también lo oyó: un golpe sordo delante, en la oscuridad, como si alguien llamara fuerte y despacio a una puerta.

—¿Qué ha sido eso? —musitó Davis.

Miró a Brianna, que le devolvió la mirada con nerviosismo.

—No lo sé —dijo Carradine—. Puede que alguna pieza suelta.

Pum.

—¡Es igual que la escena del portero de
Macbeth
—exclamó Carradine—. ¡Cuando llaman a la puerta después de haberse cargado a Duncan! También lo he puesto en el guión. Es cuando el nuevo rey de los camioneros vuelve a Yellowknife y oye que el hijo del antiguo rey llama a su puerta…

Pum.

Carradine se rió.

—«Despiértate, Duncan, con tantas llamadas… —recitó—. Ojalá pudieras.»

Pum.

Davis dio otro paso y vaciló.

—Esto no me gusta.

—No pasa nada. Vayamos a mirar qué es.

Avanzaron más despacio por la tupida cortina de nieve. El viento silbaba lúgubremente entre los anejos, clavándose en las piernas desnudas de Davis y tirando del borde de su chaqueta.

Tropezó con un cable y estuvo a punto de caer, pero al final recuperó el equilibrio.

Pum.

—Viene de la parte trasera de su caravana —dijo Carradine.

—Entonces átelo. Con tanto ruido no podré dormir.

Ya se dibujaba la forma de la caravana, como un monolito gris en la penumbra nevada, y se oía el ronroneo del generador. Carradine fue el primero en rodearla por detrás, con los faldones de la camisa sacudidos por el viento.

Entre la caravana y la cerca, las sombras eran más oscuras. Davis tuvo escalofríos y se humedeció los labios.

Pum.

Y de pronto apareció delante de ellos: un cuerpo colgado boca abajo de un soporte de uno de los toldos de las ventanas.

No llevaba abrigo y tenía la ropa desgarrada en varios lugares.

Los brazos pendían hacia el suelo, flácidos. La cabeza, situada al mismo nivel que la de ellos (e irreconocible por la nieve), chocaba despacio contra la pared metálica de la caravana, al albur del viento.

Pum.

Brianna chilló y dio un paso hacia atrás.

—¡Está muerto! —gritó Davis.

El camionero se lanzó rápidamente hacia delante y apartó la nieve de la cara que colgaba frente a él.

—¡Dios mío! —exclamó Davis—. ¡Toussaint!

Carradine levantó las manos para descolgar el cuerpo por el brazo. Justo entonces se abrieron de golpe los ojos de Toussaint, que les miró sin entender nada. Después abrió la boca y gritó.

Brianna cayó desmayada. Su cabeza hizo un ruido desagradable al chocar contra la caravana.

Toussaint, aún sin descolgar, chilló otra vez, con un alarido entrecortado.

—¡Juega contigo! —exclamó—. ¡Juega contigo! Y cuando ha acabado de jugar, te mata. Nos matará a todos.

30

En el Centro de Operaciones había más gente que nunca. La última vez que había estado tan concurrido, pensó Marshall, taciturno, era cuando Wolff había organizado la reunión de emergencia, después de que encontrasen la cámara vacía. Aquella reunión había suscitado sorpresa, consternación e incredulidad.

Esta vez los ánimos estaban dominados por el miedo, tan intenso que Marshall casi percibía su regusto metálico en el aire.

En cuanto entró en la sala, se le acercaron a la vez Wolff y Kari Ekberg.

—¿Cómo está Toussaint? —preguntó Wolff.

—Medio congelado, con el tobillo roto, y ha sufrido muchas laceraciones graves en las piernas y los brazos, pero sobrevivirá.

Está delirando. Hemos tenido que sedarle con fármacos de las reservas militares. González le ha puesto unas sujeciones provisionales. Ha sido duro de pelar, incluso con los tranquilizantes.

—¿Delirando? —repitió Wolff—. ¿Sobre qué?

—Es bastante incoherente. Dice que le han atacado en la enfermería, que le han dado muchos golpes y que le han arrastrado hasta fuera.

—¿Quién podría haber hecho eso? —musitó Ekberg.

—Según Toussaint, no es «quién» —contestó Marshall—, sino «qué».

Wolff frunció el ceño.

—Qué locura.

—«Algo» le ha colgado como una res. El gancho estaba como mínimo a tres metros del suelo.

—Eso no podría hacerlo un oso polar —dijo Wolff—. Tampoco podría entrar y salir impunemente de la base. Está claro que tiene alucinaciones. Además, ¿qué hacía en la enfermería?

—Parece que intentaba conseguir una toma del cadáver de Peters sin que se enterase nadie.

Wolff dio un respingo y se quedó muy serio.

—¿Y la ha conseguido?

—No sabría decírselo. En la enfermería había una cámara; acaban de comprobarlo los hombres de González, pero estaba en muy mal estado, con la pantalla en blanco. Solo se oye el audio, con Toussaint murmurando todo el rato: «No, no, no».

—¿Ha descrito lo que le ha atacado? —preguntó Ekberg.

—Con detalle no. —Marshall hizo una pausa para intentar acordarse del torrente de desvaríos que había oído al estabilizar a Toussaint—. Ha dicho que era enorme, como una camioneta.

Wolff puso cara de escepticismo.

—Y que tenía tantos dientes que no se podían contar. No eran grandes, pero afilados como cuchillas. Ha dicho que se le movían.

La expresión escéptica de Wolff se agudizó.

—Poco probable, ¿no?

—No sé. Las cuchillas explicarían todas aquellas marcas del cadáver de Peters

—Marshall hizo otra pausa—. Y los ojos. Hablaba constantemente de los ojos.

Ekberg se estremeció.

—Ha dicho que le cantaba —añadió Marshall.

—Me parece que ya he oído bastante.

Wolff se volvió.

—Hay otra cosa —dijo Marshall.

El representante de la cadena se paró sin mirar hacia atrás.

—El cadáver de Peters ha desaparecido.

Marshall y Ekberg vieron que Wolff salía de la sala. Se quedaron un momento en silencio. La gente formaba pequeños grupos, con las cabezas muy juntas.

Hablaban en voz baja, casi susurrando. Todo aquello contrastaba enormemente con Davis, cuyas quejas y protestas estridentes habían contribuido desde un buen principio a que se difundiera la noticia. Estaba al fondo, en un rincón, exigiendo en voz alta protección militar personal.

Ekberg señaló con la cabeza a Carradine, que estaba solo, sentado en un rincón, bebiendo cacao de un vaso de poliestireno.

—Se ha brindado a llevar a todo el mundo —dijo.

—¿Qué quiere decir? ¿A Yellowknife?

—A donde sea. Lejos de la base. Dice que podría meterlos a casi todos en la caravana de Ashleigh.

—Tal vez no sea mala idea. Mientras siga una ruta que no sea peligrosa, y no haga malabarismos…

—Wolff lo ha descartado. Dice que es demasiado arriesgado.

—Pues parece que lo que se está volviendo más arriesgado por momentos es quedarse aquí. —Marshall la miró—. ¿Usted se iría? Me refiero a si dieran luz verde a Carradine.

—Depende de lo que hiciera Emilio.

—Usted no le debe nada. Además, ahora ya sé la verdadera opinión que tiene de él.

—¿La verdadera opinión que tengo de él?

—Esta mañana no la ha disimulado precisamente.

Ekberg sonrió, compungida.

—No puedo negar que es bastante insoportable, pero como la mayoría de los directores con los que he trabajado. Hace falta un ego desmesurado para poner tu firma personal en algo tan grande y complejo como un documental de máxima audiencia.

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