Infierno Helado (19 page)

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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

BOOK: Infierno Helado
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—Natural.

La voz de Toussaint parecía distante, lejana.

—Pero tenemos que filmarlo. La situación es muy inestable, cambia constantemente y el documental debe cambiar con ella.

—Conti cogió al cámara por la manga—. Está en juego nuestro sustento y nuestra reputación. Hemos tenido muy mala suerte.

El felino era el alma del programa, y ya no está. Pero está empezando a pasar algo nuevo. Lo que esta mañana solo era un misterio, se ha convertido en una historia de asesinatos. ¿Te das cuenta? Si se hace bien, puede llegar a ser aún más importante que
Rescatando al tigre.
Con la publicidad que se ha emitido, la audiencia potencial ya existe. Pero ahora podemos darles algo que nunca les ha dado nadie: un documental que de repente se transforma en otra cosa: una serie policíaca en directo, con el equipo de protagonista.

La única respuesta de Toussaint fue parpadear.

—Ahora bien, no puede haber una película de asesinatos sin un plano del cadáver, que es donde intervienes tú. Quiero que esperes hasta la hora de comer. Para entonces se habrán serenado un poco los ánimos. Me aseguraré de que los soldados estén ocupados. No habrá nadie cerca. Será rápido. Tómatelo como una misión de reconocimiento: entras, haces la toma y sales. No te preocupes por la luz, el encuadre ni ese tipo de cosas. Lo importante es la toma. Haz un solo plano largo y ya lo arreglaré en el DataCine cuando volvamos a Nueva York. ¿De acuerdo?

Toussaint asintió lentamente.

—Así me gusta. Ah, y acuérdate de no decírselo a nadie, ni siquiera a Fortnum.

Será nuestro secreto, hasta el montaje final y el aplauso de los ejecutivos de la cadena. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Toussaint en voz muy baja.

Conti asintió con la rapidez de un pájaro.

—Pues vamos, prepara el equipo mientras te hago el plano.

26

Eran habitaciones pequeñas y desnudas, como celdas de monjes. Solo quedaban los esqueletos de las literas y un par de armarios de metal de aspecto triste. Sin embargo, al mirar a su alrededor, Logan tuvo la seguridad de que era donde se habían alojado los científicos.

Había sido todo un reto encontrarlas: el Nivel C estaba tan repleto de cachivaches que costaba diferenciar los dormitorios de los simples catres sobrantes. En la sala central había cuatro literas, dos y dos. A un lado, un solo catre en una habitación bastante grande; con toda seguridad era donde dormía el jefe del equipo científico. Y había otro más en un cuartucho, poco más grande que un armario, que se comunicaba con el cuarto de baño.

Logan encendió todas las luces que tenía a su alcance y empezó a pasear por las habitaciones, despacio, con las manos en la espalda, mirando los armarios vacíos e interpelando en silencio a los antiguos fantasmas para que le susurrasen sus secretos.

Había tenido la esperanza de encontrar algo: tal vez herramientas, material, listados, fotos. Pero estaba claro que aquellas habitaciones habían sido registradas tiempo atrás, que se habían llevado cualquier pieza de interés y, si habían seguido las pautas habituales en operaciones de tan alto secreto, lo habían incinerado todo enseguida. En un armario había dos tristes perchas, y en el suelo un botón, con hilo detrás, como una cometa. En la repisa metálica de encima de la pila del lavabo había un tubo de pasta de dientes, retorcido y reseco. Poco más parecía tener que decirle aquella zona.

Volvió a la habitación central. Años atrás, él había vivido en un espacio similar durante una excavación arqueológica cerca de Masada. El ejército israelí había cedido unos barracones al equipo de científicos e historiadores. Sacudió la cabeza al recordar aquella aridez y aquel aislamiento. Rememoró la sensación de estar a un millón de kilómetros de cualquier parte. Igual que allí.

Se apoyó despacio en los muelles de la litera que tenía más cerca. Por muy vacías que estuvieran las habitaciones, los científicos dejaban algún rastro.

Siempre tenían la cabeza ocupada. Escribían diarios. Acumulaban ideas y observaciones, sobre todo si estaban lejos de la civilización, sin teléfonos a mano ni ayudantes de investigación. Seguro que habían tomado apuntes, para repasarlos más tarde en la comodidad de sus laboratorios privados: ideas para experimentos, teorías para artículos… Precisamente por ello su mujer le había tomado varías veces el pelo llamándole urraca conceptual. «Hay gente que acumula trapos de cocina, tarjetas de felicitación y tostadoras —decía—. Tú acumulas teorías.» Aquellos científicos no serían una excepción.

O tal vez sí, en una cosa: que ni ellos ni sus teorías habían llegado a salir.

Se levantó y volvió a buscar en las cuatro literas. Seguro que era donde habían dormido y jugado al póquer o al bridge los más campechanos, los sociables.

Recorrió con calma las demás habitaciones, hasta pararse en la pequeña.

Aquella especie de cueva oscura debía de haber sido la menos deseable. Sin embargo, era la que habría elegido él: íntima, tranquila… El lugar ideal para concentrarse en sus pensamientos.

O para escribir un diario.

En ese instante, rodeado de un silencio profundo y expectante, sintió que lo recorría un escalofrío extraño y delicioso.

De pronto se sentía intensamente vivo. «Aunque no lo consiga —pensó—, aunque todo esto acabe siendo una pérdida de tiempo, solo por este momento ya ha valido la pena.» La búsqueda en sí siempre tenía algo glorioso que no podía definir: estar en aquella habitación, tres plantas por debajo del hielo, tratando de recomponer los desvelos de unos hombres cincuenta años después, poniéndose en su situación y encontrando tal vez (o no) oro en polvo.

La habitación estaba totalmente vacía, con la única excepción del somier. Se arrodilló y buscó por debajo. Nada. Apartó de la pared el armario vacío, miró por detrás y por debajo y volvió a ponerlo en su sitio. Al fondo de la habitación había un ropero en el que casi no se cabía de pie. Levantó la barra metálica que iba de una punta a la otra, examinó el interior y volvió a colgarla. Justo debajo del techo del armario había un saliente estrecho que recorría toda la pared. Levantó una mano y pasó el dedo por encima, pero solo encontró polvo.

Entonces volvió a la habitación y echó otro vistazo a las paredes y al techo desnudos, y a la bombilla.

«Si yo hubiera vivido aquí —pensó—, y hubiera tomado apuntes sin permiso sobre mis descubrimientos (y seguro que los habría tomado), ¿dónde los habría escondido?» Apartó el somier de la pared. La superficie metálica de detrás estaba tan desnuda como el resto, a excepción de un enchufe cerca del suelo. Volvió a poner la cama en su sitio, y dio un suspiro en voz baja.

Se quedó muy quieto. Después volvió a apartar la cama, se arrodilló al lado de la pared, sacó del bolsillo una navaja multiusos, desenroscó la tapa del enchufe y enfocó con la linterna. Le sorprendió lo que vio. Las tomas del enchufe estaban desconectadas y se separaban junto con la tapa. Detrás solo había un agujero rectangular. Al mirar más de cerca, reparó en que una gruesa goma elástica estaba enrollada en la vieja carcasa; uno de sus extremos desaparecía en la oscuridad de detrás de la pared. Al sacarlo con cuidado, descubrió que estaba atado a un agujero hecho en el lomo de un pequeño cuaderno; un cuaderno amarillento, casi destrozado y cubierto de moho.

Deshizo el pequeño nudo de goma con el mismo cuidado con el que manipularía un huevo Fabergé. Después limpió el polvo del cuaderno y abrió la tapa. La primera página estaba cubierta con una caligrafía fina y descolorida.

Sonrió levemente.

—Karen, cariño —murmuró—, ojalá pudieras verlo.

Pero no llegó ninguna respuesta de más allá de la tumba. Logan tampoco la esperaba.

27

Los pasillos del ala sur estaban poco iluminados, con franjas de sombra en las apagadas paredes de metal. Eran las seis de la tarde. Reinaba un silencio absoluto en toda la base Fear. Ken Toussaint recorría el pasillo central del Nivel A con una cámara digital portátil en una mano y el mapa improvisado de Conti en la otra. Aunque no hubiera visto a ningún miembro del pequeño destacamento militar (que Conti le había prometido distraer a la hora de la comida), se dio cuenta de que andaba casi de puntillas. Por alguna razón, aquel silencio le ponía nervioso.

Nunca había participado en un rodaje tan raro, ni tan desagradable. Le habían enviado a sitios apartados otras veces: en Camboya se lo comieron vivo los mosquitos, en Chad tuvo que quitarse arena de todos los orificios imaginables y en Paraguay acabó limpiando de escorpiones incluso su material. Pero aquello era el colmo: perdido en el techo del mundo, a centenares de miles de kilómetros de algo que se pareciera remotamente a la civilización, amenazado por tormentas de hielo y osos polares, recluido en una base militar destartalada y maloliente… Y encima parecía que todas aquellas incomodidades no habían servido para nada.

Al llegar a un cruce de pasillos se detuvo, consultó el mapa y tomó hacia la derecha. Pero lo peor era que, de repente, las simples molestias se habían convertido en algo letal.

De hecho, ¿qué hacía escabullándose de aquella manera?

Había recibido el encargo de Conti en un estado de aturdimiento causado por la noticia de la muerte de Peters; no había acabado de asimilarla. Entonces aún no se daba cuenta de las consecuencias de lo que quería Conti, pero ahora, mientras caminaba por aquel pasillo silencioso, sí, ¡y cómo! Ahora que ya era demasiado tarde para protestar.

En aquella ala de la base solo había estado una vez, el día anterior, cuando buscaba sin mucho entusiasmo al animal desaparecido. Estaba llena de instalaciones y aparatos, al menos a juzgar por los letreros desgastados de las puertas junto a las que pasaba. Siguió el impulso de pararse en una donde ponía TRANSDUCTORES DE EMERGENCIA i. Cogió el pomo y lo movió.

Estaba cerrada con llave. Siguió caminando.

Casi parecía canibalismo lo que quería Conti: una toma gratuita y sensacionalista de un miembro de su equipo, ahora que ya estaba muerto y no podía negarse. Era una invasión flagrante de su intimidad. ¿Qué diría la familia de Josh?

Por otro lado, se dijo mientras seguía avanzando, los de la cadena no eran tontos. Ya se asegurarían de que no fuera algo truculento, sino de buen gusto.

Conti, por su parte, sabía lo que se hacía. Eso debía reconocerlo. Aunque fuera un cineasta de talento, no dejaba de ser una persona realista. Si había alguna manera de darle la vuelta a aquel desastre y convertirlo en algo memorable, la encontraría. Toussaint se recordó que él también tenía una reputación que cuidar.

Los fluorescentes se espaciaban cada vez más. El cruce del fondo estaba sumido en una trama de sombras. Además había que tener en cuenta otra cosa: era un encargo excepcional. Nadie estaba al corriente aparte de él y Conti. Podía convertirse en un triunfo, en algo que añadir a su currículo.

Durante toda la fase de producción, él había hecho trabajos secundarios: rodar planos de detalle, ocuparse de las tomas alternativas… Siempre había estado a la sombra de Fortnum y ahora tenía la oportunidad de dejar de estarlo. Debía incorporar comentarios de audio a la toma; así, si gustaban a la cadena, quedaría más potenciada su autoría.

Cuando llegó a otro cruce, destapó el objetivo de la cámara, la puso en marcha, introdujo el disparador de tomas, activó la iluminación suplementaria, ajustó el enfoque, verificó el equilibrio de blancos y la exposición y enchufó el cable del micro al cinturón. Haría un solo plano largo: entraría en la enfermería, iría a la consulta, haría un trescientos sesenta del cadáver, un par de zooms y, como máximo, apartaría un momento la sábana en la que le habían dicho que estaba envuelto Peters. Con eso bastaría. Podía entrar y salir en noventa segundos, con la toma bien guardada en el disco duro de la cámara. Lo que le había dicho Conti: entrar, rodar la toma y salir.

Dobló la esquina. Allí estaba: la segunda puerta a la izquierda. Embutió el mapa en el bolsillo, pegó el visor al ojo y encuadró la toma. El vaivén de su hombro hizo saltar por el pasillo el haz luminoso de la cámara. Lo enfocó en la puerta de la enfermería. Estaba cerrada.

De repente tuvo un pensamiento desagradable. ¿Y si estaba cerrada con llave?

Conti no estaba de humor para aceptar un no.

Se acercó rápidamente sin dejar de mirar por el objetivo. Al probar la puerta, sus nervios se calmaron: estaba abierta. Metió un brazo, buscó a tientas el interruptor, lo encendió y retiró la mano.

Apartó el visor del ojo para volver a mirar hacia ambos lados del pasillo, con los movimientos bruscos y culpables de quien está a punto de hacer algo malo, pero no había nadie. No había nada. Nada excepto el vello de su nuca erizándose nervioso y una especie de pitido muy suave en las orejas, señal de que tal vez había esperado demasiado para tomarse las pastillas de la presión.

Era el momento. Carraspeó sin hacer mido, volvió a ajustarse el visor en el ojo, pulsó el botón de grabar y abrió la puerta al máximo.

—Voy a entrar —dijo por el micro.

Cruzó la puerta, procurando no subir ni bajar la cámara al efectuar una toma circular de la pequeña habitación. Habría preferido que no le latiera tan deprisa el corazón. Sus movimientos eran bruscos, espasmódicos. Se reprochó no llevar la Steadicam, pero después se lo pensó mejor: en aquella ocasión podía ser perfecta una estética de aficionado. Ya aplicarían filtros digitales en el laboratorio para dar el toque de grano de una cámara barata, imitando una filmación furtiva…

El visor se enfocó en la puerta que llevaba a la habitación contigua. Conti había dicho que allí era donde estaba el cadáver.

—El cadáver está en la siguiente habitación —murmuró por el micro—. Detrás del despacho.

Sintió que se le aceleraba la respiración hasta ponerse al ritmo del pulso.

Noventa segundos. Nada más. Entrar y salir.

Avanzó mientras hacía un barrido hacia la izquierda y la derecha con la cámara y teniendo cuidado de no tropezar con ningún obstáculo. La puerta era un rectángulo negro, perforado por el pequeño cono amarillo de la luz de la cámara. Volvió a palpar la pared más cercana con la mano y encontró un interruptor grande y anticuado.

En cuanto se encendieron las luces, la imagen que se veía a través del objetivo quedó absolutamente blanca. ¡Qué error tan tonto! Debería haber encendido la luz antes de entrar y así dar tiempo a la cámara a compensar. Cuando el blanco perdió saturación y se dibujaron las formas de la habitación, vio la mesa de reconocimiento en medio de la sala. El cadáver estaba encima, en un envoltorio de plástico muy apretado. Por debajo de la sábana había estrías de sangre, como las rayas de un palo de caramelo.

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