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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (31 page)

BOOK: Infierno Helado
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Marcelin se apostó junto al cuadro eléctrico. Tras un último vistazo a la conexión improvisada, González salió al pasillo y también ocupó su posición, intentando no acercarse a los cables.

Comprobó que tuviera el arma a punto. Después sacó el cargador, le dio unos golpecitos en el suelo y volvió a deslizado en su sitio. Solo quedaba esperar.

Repasó rápidamente el plan. Ya hacía más de treinta años que había estudiado ingeniería elemental, pero recordaba bastante bien los principios básicos. La electricidad pasa por el agua con facilidad. Los organismos están compuestos principalmente de agua, lo cual los convierte en buenos conductores de electricidad. En consecuencia, debía colgar del techo cables con corriente, de modo que ese bicho tuviera que tocar como mínimo uno, y dejarlos lo bastante largos para que no pudiera arrastrarse por debajo. Luego, echar bastante agua en el suelo, para formar un charco poco profundo, y asegurarse de que se extendiese de pared a pared. Situar los cables por encima del agua y aplicar corriente positiva. Cuando la bestia cruzase los cables, completaría el circuito… y hasta nunca.

Parecía infalible. Ahora solo hacía falta que la cosa hiciera acto de presencia.

Se agachó un poco más, para abultar lo mínimo. Vio la silueta borrosa de Phillips en el cruce. Phillips era el señuelo. Como tenía buena visión de ambos pasillos, divisaría a la bestia desde lejos. Una vez se asegurara de que lo había visto, se retiraría por el pasillo hasta donde le esperaba González, pasando a través de los cables, por encima del agua. Cuando el animal se aproximase, harían señas a Marcelin para que accionase la palanca y ese maldito bicho se quedaría frito.

González pegó la culata de su M16 a la mejilla y apuntó por la mira. Mientras repasaba el cuadro de distribución y conectaba los cables, había sido perfectamente consciente de que el animal podía sorprenderles en cualquier momento. Ahora que estaba todo a punto, tenía tiempo de pensar. Pero él no quería pensar, porque sabía adonde le llevarían sus pensamientos: a la imagen de esa cosa convirtiendo a Creel en comida para perros; en los horribles momentos de huida alocada y ciega, sin saber si estaba a punto de que se le clavasen unos dientes en la espalda y de sentir que aquellas garras le arrancaban del cuerpo las extremidades…

Cambió de postura. Con la trampa lista, ya no tenía sentido seguir en silencio.

—Phillips —llamó en voz alta—, ¿alguna novedad?

En el círculo de luz del cruce de pasillos, Phillips sacudió la cabeza y formó una equis con los antebrazos.

González cambió nuevamente de postura en la oscuridad.

Creel, por desgracia, había demostrado tener muy mala puntería. No era de extrañar que su proyectil no hubiera detenido a la criatura. En cambio la lluvia de balas posterior… ¿Podía ser que hubieran fallado todas? Porque si no habían fallado, significaba que…

González no quería pensar en lo que aquello significaba.

Quizá estuviera muerto. Quizá fuera eso. Lo habían herido de muerte y su cadáver estaba en algún pasillo oscuro. A menos que hubiera bajado al Nivel C. Tal vez se pasarían varias horas esperando a oscuras…

Sacudió la cabeza con todas sus fuerzas para expulsar aquellos pensamientos y echó un vistazo a la subestación, a la figura inmóvil de Marcelin. El cabo estaba muy afectado. González confiaba (más o menos) en que se pudiera contar con que accionase la palanca de seguridad. Era un riesgo inevitable. Él no podía estar en dos sitios a la vez, y Phillips le necesitaba para…

Por el rabillo del ojo vio que se movía algo. Se volvió hacia el pasillo. Phillips gesticulaba como un loco, con cara de pánico.

—¿Ya viene? —preguntó González en voz alta—. ¿Lo ves?

Phillips intentó coger la pistola con una sola mano, pero se le cayó. La recogió frenéticamente, sin dejar de levantar la mano sobre la cabeza y agitarla como si girase una carraca en Nochevieja.

—¡Ven aquí, vamos! —exclamó González—. ¡Marcelin, listo con la palanca!

Phillips, sin embargo, no se movió. Se quedó donde estaba, moviendo la boca como si el miedo le hubiera dejado sin voz.

González, ceñudo, escrutó la oscuridad, intentando ver mejor a Phillips. Al fijarse en su mano levantada, se dio cuenta de que no se limitaba a agitarla.

Señalaba algo. Detrás de González.

El miedo estrujó las tripas del sargento, que miró rápidamente por encima del hombro, hacia el pasillo que tenía detrás.

Allí estaba, negro sobre negro, a unos quince o veinte metros, moviéndose con un sigilo que González nunca habría creído posible en un animal tan grande.

Se lo quedó mirando, horrorizado. El corazón se le paró un momento en el pecho y luego reanudó su actividad de golpe, sacudiendo sus costillas.

Retrocedió, tambaleándose. Después cruzó el charco, moviendo los cables con brusquedad, y se precipitó por el pasillo en dirección a Phillips. «No puede ser —decía una voz en un rincón de su cerebro—. Este pasillo es la única salida. No puede habérsenos adelantado.» Sin embargo, de alguna manera lo había conseguido. Al llegar jadeando hasta Phillips, vio que la criatura se paraba un momento y les miraba fríamente con sus ojos amarillos, sin pestañear, antes de reanudar su lento avance.

—¡Marcelin! —exclamó González—. ¡Ahora, Marcelin!

No salió ninguna respuesta de la subestación.

—¡Marcelin, por Dios, dale ya a la palanca!

¿Aquello que oía era el zumbido del transformador? Resultaba difícil saberlo entre bocanadas de aire, con aquella presión que de repente volvía a llenarle dolorosamente la cabeza. El animal seguía acercándose. En pocos segundos dejaría atrás la puerta de la subestación… y llegaría hasta los cables. González se lanzó cuerpo a tierra y apoyó en la mejilla la culata de su MI 6, apuntando hacia delante. Intentó centrarlo en su objetivo, pero el cañón subía y bajaba sin parar al ritmo de su corazón. Ahora la bestia iba más deprisa, como si renunciase a cualquier pretensión de sigilo.

—Dios mío… —decía Phillips, como si rezase y llorase al mismo tiempo—. Dios mío… Dios mío…

Otro paso. Y otro. Mientras se acercaba, no les quitó la vista de encima ni un momento; no parpadeó ni vaciló una sola vez. Su mirada era tan aterradora que González se quedó paralizado; tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para que no se le escapase el fusil de los dedos y cayera al suelo.

Entonces, el animal llegó hasta el agua. González vio que vacilaba un poco antes de lanzarse entre dos de los cables colgados.

Al principio no ocurrió nada. Después, un estampido tremendo y ensordecedor sacudió todo el pasillo. Entre los cables saltaban relámpagos violáceos que dibujaban arcos sobre su enorme grupa, escupiendo un centenar de lenguas hacia el techo. El aire se llenó de olor de ozono. González sintió que se le erizaba el vello de la nuca. Se levantaron grandes nubes de humo gris, que al llenar el pasillo impidieron ver a la criatura. El zumbido del transformador se volvió más agudo al intentar hacer acopio de más corriente. Las luces parpadearon dos veces seguidas. Lo siguiente que se escuchó fue un estallido sordo, debido a la sobrecarga del transformador. El pasillo quedó sumido en una oscuridad total.

—Dios mío —seguía repitiendo Phillips inexpresivamente, como un mantra—. Dios mío.

Volvió a encenderse la luz, gracias a un transformador auxiliar. Los cables se mecían y saltaban, haciendo llover chispas a ráfagas discontinuas. González escudriñó el agitado manto de humo en un desesperado esfuerzo por vislumbrar a la criatura.

Tenía que estar muerta. Seguro. No había nada que pudiera sobrevivir a aquello…

La cabeza del animal asomó por el borde del humo. González, sin aliento, cogió con fuerza su fusil. Cuando empezó a disiparse lentamente el humo, se hicieron visibles más partes de su cuerpo. Tenía el lomo chamuscado. Durante un momento se quedó muy quieto, como muerto.

Luego abrió la boca.

Dentro de la subestación, Marcelin se puso a gritar.

La criatura se volvió hacia el ruido, se irguió sobre su poderosa grupa, giró y se introdujo lentamente, sin prisas, por la puerta. González lo miraba todo sin poder moverse ni reaccionar, con la sensación de que se le aceleraba el pulso al mismo ritmo con el que subían de tono los alaridos de Marcelin.

44

—¿Qué ha sido eso?

Conti se giró de golpe, balanceando peligrosamente la cámara sobre su hombro.

Volvieron a pararse y escuchar, los tres.

Wolff ladeó la cabeza.

—Yo no oigo nada —dijo—. Es la tercera vez que haces lo mismo.

—Te lo aseguro. He oído algo. Creo que era un grito. O alguien llorando. —Conti señaló el pasillo—. Llegaba de allí.

Kari Ekberg siguió con la mirada el dedo extendido del director. El pasillo se perdía en la oscuridad. Ni siquiera se veía el fondo. Era como si se prolongase hasta el infinito y penetrase en los páramos helados, bajo la noche ártica. Tiritó a pesar del calor húmedo.

Ya llevaban media hora buscando infructuosamente a González y a sus hombres. Habían empezado por la zona de almacenamiento temporal, pero solo habían encontrado grandes reservas de armas. Después se habían movido por el ala central en círculos cada vez más amplios. A cada minuto que pasaba, Conti se ponía más nervioso; se quejaba del tiempo que había despilfarrado en convencerles de que le ayudasen y de que estuviera perdiendo su «excelente oportunidad». Cuando trasladaron la búsqueda al ala sur de la base, Ekberg se sintió cada vez más inquieta. Le parecía igual de probable encontrar a la criatura que al grupo de González.

—Venga, vamos —dijo Conti—. La enfermería queda justo delante.

—Ya lo sé —dijo Wolff—. Te recuerdo que también he estado. ¿Por qué piensas que el sargento ha venido por aquí?

—Les oí decir que queda cerca de donde mataron a Ashleigh y al soldado —contestó el director.

—Pues me parece una buena razón para no acercarse —dijo Ekberg.

Conti no se molestó en responder. Se limitó a encender la luz suplementaria de la cámara. El pasillo se llenó de un resplandor amarillo que hizo resaltar los contornos de los viejos aparatos distribuidos al pie de las paredes.

—Si tantas ganas tienes de encontrarles —dijo Wolff—, ¿por qué no usas la radio?

—No puedo —contestó Conti—. El sargento no tiene fe en mi trabajo. Ni él ni nadie. Lo más probable es que nos orientase mal para mantenernos alejados. O que confiscase la cámara. No podemos arriesgarnos.

Les llevó por el pasillo. La mayoría de las puertas estaban cerradas y las otras daban a espacios en penumbra, abarrotados de material inidentificable.

Bajaron por una escalera y doblaron una esquina.

—Es allí, ¿verdad? —dijo Conti—. La puerta de la izquierda.

Wolff asintió con la cabeza.

Ekberg les siguió hasta una salita de espera. Nunca había estado en aquella parte de la base; sin embargo, a pesar de su inquietud, miró con curiosidad el material médico lleno de polvo y las etiquetas antiguas y descoloridas de los frascos que había al otro lado de las puertas de cristal. Conti ya estaba en la siguiente sala. Al oír que se le cortaba la respiración, Ekberg supo que había encontrado algo. Miró por encima de su hombro y vio dos cadáveres empaquetados sobre una mesa de reconocimiento. Uno de ellos era más corto de lo normal, como si estuviera compuesto de trozos, en vez de ser un cuerpo entero. Los envoltorios de plástico estaban tan embadurnados de sangre y fluidos que no se veía nada de los restos. Apartó rápidamente la vista.

—Kari —dijo Conti.

Estaba tan horrorizada que no contestó.

—Kari —repitió el director—, enciende el equipo de audio.

Ekberg tuvo que recurrir a todas sus fuerzas para encender el mezclador y conectar el cable del micrófono. Conti iba y venía junto a los cadáveres, sometiéndolos sin compasión a la luz cruda de la cámara.

—Están aquí —dijo por su micro lavalier, plasmando en su voz toda la gravedad del momento—. Las víctimas más recientes. Uno era un simple soldado que cumplía con su deber al servicio de nuestro país, y que dio la vida para proteger a los demás. La otra era una de los nuestros, Ashleigh Davis, que también prestaba un servicio, y no menos esencial. Vino a este lugar dejado de la mano de Dios a fin de resolver un gran misterio.

Era una reportera intrépida, que jamás se escabullía del peligro ni vacilaba en jugarse la vida por los demás, tanto para educar como para entretener. Lo que la mató todavía anda por ahí, al igual que la partida de soldados que ha jurado destruirlo.

Se calló, pero sin apartar la cámara de los cadáveres envueltos, a los que sometía a todo tipo de barridos y zooms.

—Nunca te dejarán emitir esto —dijo Wolff.

—Estoy pensando en el DVD que saldrá después —dijo Conti—. El montaje del director. —Bajó la cámara—. Ha sido un golpe de suerte.

—¿Un golpe de suerte? —preguntó Ekberg—. ¿De qué hablas?

—De encontrarlos aquí. Tenía miedo de que ya estuvieran en la cámara.

«Pues ellos no han tenido tanta suerte», pensó ella. Se dispuso a protestar, pero acabó mordiéndose la lengua. No serviría de nada.

Volvieron al pasillo y reanudaron su camino, levantando un eco sordo con sus pasos. De vez en cuando, Conti hacía que se pararan y se quedaba muy quieto, escuchando con atención. Ekberg nunca había visto en su cara esa expresión: de un ansia extrañamente furtiva. Se le notaba en el brillo de los ojos. Miró a Wolff, incómoda. Bajo el reflejo de la luz de la cámara mostraba un rostro ceñudo, escéptico.

Otro cruce, y otro pasillo interminable. Conti se detuvo otra vez.

—Mirad —dijo, enfocando la cámara como una linterna gigante—. ¿Eso que hay en el suelo no es sangre?

Ekberg siguió la dirección del haz. Tenía razón: a unos veinte metros, el suelo del pasillo estaba salpicado de algo que solo podía ser sangre. Las salpicaduras parecían salir de una puerta abierta donde ponía CUARTO DE ANDAMIOS. Unas huellas entraban y salían formando una mezcolanza desorientadora de rastros de sangre que iba hacia el fondo del pasillo. Ekberg sintió una punzada de inquietud.

Conti se adelantó rápidamente mientras ajustaba al ojo el visor de la cámara.

Ekberg vio que enfocaba el objetivo en la sangre y lo movía a la izquierda y a la derecha, rodando un plano largo y detallado. Después, Conti se acercó a la puerta (manchándose de sangre los zapatos) y empezó a filmar el interior de la sala. Hizo señas a Ekberg para que volviera a grabar el sonido.

BOOK: Infierno Helado
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