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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado (23 page)

BOOK: Infierno Helado
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—Alian, deja que te haga una pregunta. ¿Por qué crees que es tan famosa la toma del
Hindenburg.

Fortnum reflexionó.

—Fue una enorme tragedia. No es algo que se vea cada día.

—Exacto. No podías haberlo dicho mejor: no es algo que se vea cada día. ¿La matanza de San Valentín la filmó alguien? No. ¿Y el incendio de la fábrica Triangle Shirtwaist? Tampoco. Si los hubieran filmado, ¿hoy serían unos iconos como la cinta del
Hindenburg?
Probablemente. —Conti se volvió para mirar a Fortnum, que se quedó consternado al ver un brillo de entusiasmo en sus ojos—. Pero lo más trágico es que las pocas cintas que tenemos de ese tipo de desastres son toscas y sin refinar.

Ahora tenemos la oportunidad de remediarlo. ¿Entiendes a qué me refiero con «oportunidad»?

Fortnum no daba crédito a lo que oía. Se estaban confirmando sus peores temores sobre los motivos e intenciones de Conti.

—¿Qué espera, que pille a esa cosa, sea lo que sea, mientras está matando a alguien? ¿Que intente filmarla? ¿Es eso?

En vez de contestar directamente, Conti volvió a mirar la pantalla.

—¿Sabes cuáles son los vídeos más vistos de YouTube? Los de ataques de animales. ¿Y el documental que tuvo la mayor audiencia el año pasado?
Cuando atacan los tiburones.
La gente tiene el impulso primitivo de ver morir a otros. Yo no puedo explicármelo. Tal vez sea una manera refleja de regodearse en la desgracia ajena, o un instinto primitivo de lucha o huida, pero el caso es que se nos ha concedido una oportunidad que pocos cineastas tienen: estar presentes en un momento de auténtica crisis. ¿Es a lo que veníamos? No. ¿Lo habíamos planeado así? Por supuesto que no. Pero documentarlo es un deber: hacia nosotros mismos, hacia la cadena… y hacia la posteridad.

Fortnum se levantó.

—Así que no solo quiere que me exponga a un riesgo enorme, sino que pretende que filme al animal mientras destroza a nuestro equipo. Filmarlo en vez de hacer todo lo que pueda para salvarles la vida.

—Quién sabe. Puede que no haya ningún otro ataque. Puede que ni siquiera sea un animal. La tormenta podría amainar antes de lo previsto y nosotros saldríamos de aquí mañana. Pero tenemos que estar preparados, Alian. Por si acaso.

Fortnum sintió que su sorpresa e incredulidad se convertían en rabia.

—¿Por qué encontraron la cámara de Ken Toussaint en la enfermería, a menos de tres metros de donde se guardaba el cadáver de Peters? Fue el encargo que le hizo usted en el patio, ¿verdad? Filmar el cadáver destrozado de Josh.

—Lástima que se destruyera la señal de vídeo. —Conti volvió a posar la vista en la pantalla, en la que el dirigible caía por enésima vez con un movimiento lento y una extraña formalidad, envuelto en llamas y humo—. Primitivo—murmuró—. De aficionados. Pero esta vez no será así. Pienso coger este documental (esta autobiografía) e inmortalizar en celuloide la tragedia mientras se desarrolla. Una crisis tan memorable, a su manera, como la del
Hindenburg…
pero esta vez será arte.

—Aprovecharse de la muerte de Peters para conseguir planos de reacciones ya era bastante grave, pero esto… —Fortnum se puso tenso—. No pienso tener nada que ver en ello. Además, me parece usted un monstruo por el mero hecho de insinuar algo tan vil.

Conti tardó un poco en arrancar la vista de la pantalla y mirar a Fortnum.

—Tú trabajas para mí —dijo—. Si no tienes lo que hay que tener para hacerlo, es que no sirves para documentalista. Ya me encargaré yo de que no vuelvas a trabajar en este oficio.

—No sé por qué —contestó Fortnum—, pero creo que uno de los dos ya está sentenciado.

Se dio la vuelta y salió dando zancadas de la sala, sin mediar palabra.

33

El soldado de primera Donovan Fluke caminaba abatido por el pasillo transversal del ala sur del Nivel B, cargado con nada menos que tres pesados talegos. Al principio no había dado crédito a su suerte porque le hubieran encargado que acompañara a Ashleigh Davis a sus nuevos aposentos provisionales. Aunque fuera una bruja, estaba francamente buena; era, con diferencia, la mujer más guapa que había visto en cuatro meses. En realidad, descontando al resto del equipo de rodaje, era la única que había visto en cuatro meses. Antes de ingresar en el cuerpo de ingenieros, Fluke había sido bastante mujeriego (de hecho, su principal razón para alistarse había sido evitar problemas con un marido enfadado), y sabía cómo engatusar a las chicas. Por otro lado, la asistente personal de Davis estaba en su alojamiento provisional, recuperándose de una conmoción bastante grave; otro golpe de suerte, qué duda cabía, porque así se quedaba a solas con Davis. La presentadora había pedido alojarse cerca de los militares, para estar más protegida. Fluke pensaba aprovechar la misión de acompañarla para poner en práctica sus dotes de seductor, entre las cuales la sonrisa de chico tímido era su especialidad. Si eso no funcionaba, la asustaría un poco hablando de los rumores sobre el feroz oso polar que andaba suelto. Por alguno de los dos medios (la seducción o el ataque de nervios) intentaría que Davis le invitara a su habitación y quedarse allí un rato. Tal vez más que un rato.

El desenlace, sin embargo, estaba siendo muy distinto. Davis se había mostrado inmune a todas sus estrategias amorosas: no decía nada, rechazaba sus avances y se negaba a responder a todas sus indirectas o preguntas capciosas. Cuando salieron de la base, primero habían ido a la caravana de ella y Fluke tuvo que esperar (fuera, con aquel frío) casi un cuarto de hora a que recogiera cuatro cosas para la noche. Quedarse de pie en los escalones de la caravana, con la pistola en la mano, pensando en el cadáver ensangrentado y salvajemente destrozado que él había sido el primero en ver a menos de cien metros de ahí había contribuido mucho a mitigar su ardor. Después, para colmo, había tenido que llevar él solo las «cuatro cosas» (tres talegos llenos) durante el camino de vuelta a la base, y luego al ala sur.

Llegaron a un cruce y Fluke dejó caer los talegos al suelo.

—¿Qué pasa? —preguntó Davis de inmediato.

—Tengo que descansar un poco, señora —contestó él.

Davis resopló despectivamente por la nariz.

—¿Cuánto falta?

—Un par de minutos.

La única habitación aceptable que podían preparar con tan poca antelación, el dormitorio del oficial de guardia, estaba al final de los cuartos de los soldados.

Al principio, a Fluke le había hecho gracia ir tan lejos (más tiempo para conversar). Pero ahora le parecía una caminata interminable.

Su radio pitó. La sacó del cinturón reglamentario de nailon.

—Fluke.

—Fluke, soy González. Comunícame tu situación.

Fluke miró las puertas que le rodeaban, envueltas por la oscuridad.

—Estamos delante del Centro de Intercepción.

—Informa en cuanto la señora Davis esté a salvo.

—Sí, señor. —Apagó la radio, se la puso otra vez en el cinturón y recogió los talegos—. Ahora hay que girar a la izquierda —dijo.

Encabezó el recorrido por la parte de la base donde en otro tiempo estaban los servicios destinados a la población militar: gimnasio, biblioteca, centro médico y dental. Ahora que ya no había pelotones, estaba todo inutilizado y desolado. Cruzaron la puerta abierta de la biblioteca, cuyas estanterías vacías, sin un solo libro, formaban unas líneas negras e implacables en la penumbra. Fluke creía estar acostumbrado a todo aquel silencio, pero esa noche parecía más denso de lo normal, casi tangible. Intentó silbar, pero le salió una nota desafinada y estridente que interrumpió enseguida.

Davis, que le seguía a medio paso de distancia, tiritó.

—Qué oscuro está todo.

Así que a ella también le afectaba… Fluke decidió hacer otro intento.

—Ahí delante está la enfermería —dijo—. Qué raro que haya desaparecido el cadáver de aquel hombre, Peters, ¿no cree?

Empiezas a pensar: ¿quién se lo habrá llevado? ¿Y por qué?

La respuesta de Davis fue protegerse más sus hombros estrechos con el abrigo. Fluke abrió la boca para soltar otro comentario escalofriante, pero se lo pensó mejor; si a Davis le entraba demasiado miedo, en vez de invitarle a entrar probablemente insistiría en volver con los demás… y lo último que quería él era arrastrar los talegos por todo el camino de vuelta hasta el Centro de Operaciones.

Al pasar junto a la puerta de la enfermería siguió pensando en Peters, el ayudante de producción muerto. La cabeza hecha trizas, con el cerebro a la vista y el nervio óptico colgando de forma ridícula; la explosión de sangre en el permafrost… Eran imágenes que nunca se alejaban mucho de su pensamiento, a pesar de sus libidinosos avances hacia Davis.

Miró la puerta de reojo. «Por cierto, ¿dónde diablos está el cadáver de Peters?» Pasada la enfermería (la única instalación que se había usado recientemente en todo aquel sector), el pasillo estaba aún más oscuro.

Teniendo en cuenta que en el interior de la base solía haber unas temperaturas más propias de un invernadero, se notaba un frío extraño. Fluke se paró para abrocharse el primer botón del uniforme.

—Ya no falta mucho —dijo, esperando que su tono fuera servicial—. Debemos ir recto y luego bajar por una escalera. Cuando le haya llevado las mantas y las sábanas, veré si puedo arreglar alguna de estas luces.

Davis respondió en voz baja, con un monosílabo.

La escalera estaba al fondo del pasillo, bajo una mancha de luz tenue. Al acercarse, Fluke trató de olvidar el dolor en sus brazos haciendo un repaso mental de las siguientes tareas: comprobar que la habitación estuviera ventilada y razonablemente presentable, ir a buscar la ropa de cama y las bombillas a intendencia, consultar la distribución de la planta para…

De repente se detuvo.

Davis le miró, sobresaltada por el brusco movimiento.

—¿Qué pasa?

—Algo raro. —Fluke señaló delante, a la izquierda. Había una puerta metálica entreabierta—. Aquella puerta. Se supone que tiene que estar siempre cerrada.

—Pues ciérrala y vámonos —dijo ella, nerviosa.

Fluke dejó los talegos en el suelo y sacó la radio del cinturón.

—Fluke a González.

Se oyó un chorro de estática, seguido por la voz del sargento.

—Aquí González.

—Señor, la puerta del cuarto de transformadores está abierta.

—Pues ciérrala. Y si hay algo sospechoso, informa.

—Sí, señor. —Fluke miró a Davis—. ¿Ha paseado alguno de ustedes por esta zona?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Han registrado muchos sitios. Vamos, haz lo que te ha dicho y salgamos de aquí.

Fluke se acercó a la puerta. Le parecía rara su manera de colgar de las bisagras. Sacó una linterna del bolsillo, la encendió y deslizó la luz por el marco de la puerta. Después desenfundó rápidamente la radio.

—Sargento… —dijo—. Sargento González…

—Adelante, Fluke.

—La puerta… Parece que la haya abierto alguien a patadas. Tiene la cerradura rota.

—¿Está seguro, soldado?

—Sí, señor. Y otra cosa: parece que la hayan abierto desde dentro.

—Ahora vamos.

—Cambio y corto.

Fluke se acercó un poco más, despacio, arrastrando el haz de la linterna por el suelo de linóleo hasta la puerta rota e introduciéndolo en la fina cuña negra de la habitación del otro lado.

—¿Ya podemos irnos? —preguntó Davis—. Por favor.

—Un momento.

El frío que había notado Fluke… salía de allí. Notó cómo se filtraba por la rendija, como si la habitación respirase.

Empujó un poco la puerta con un pie. Esta basculó pesadamente, rechinando en las bisagras sueltas. Fluke palpó la pared y al encontrar el interruptor lo encendió.

El fluorescente del techo parpadeó, iluminando débilmente el espacio del otro lado. Era un cubo metálico grande y de aspecto espartano, que contenía manojos de cables eléctricos fijados con tornillos a unas cajas de metal que recibían corriente del generador de fuera y reducían el voltaje con transformadores. Todo vibraba de electricidad. Fluke casi sentía un cosquilleo eléctrico en la piel. Miró a su alrededor, ceñudo. De allí. De allí salía el frío.

—Pero ¿a quién se le ocurre…? —murmuró.

En la pared del fondo había un panel de acceso de algo más de un metro por un metro, justo encima del suelo. Se usaba para acceder al espacio de mantenimiento que permitía arrastrarse por todo el conducto entre la sala y el caparazón externo de la base.

Normalmente lo cerraban con llave, pero ahora estaba abierto, con el panel colgando de unos clavos retorcidos. Entraba aire ártico del exterior.

—Las orejas —dijo Davis—. Me duelen.

Fluke se apresuró a cruzar la sala y se puso de rodillas delante del panel abierto. Cogió el borde e intentó cerrarlo, pero estaba doblado hacia dentro y no cedía. Lo intentó otra vez con todas sus fuerzas, pero nada. Se paró para calentarse los dedos y recuperar el aliento. En ese momento su vista se detuvo en el espacio de detrás del marco del panel de acceso.

Era un agujero oscuro, de unos tres metros de profundidad.

El panel exterior, al fondo, también estaba arrancado. Fluke vio la silueta de una de las barracas de material y cintas de nieve bajo un viento que, con sus aullidos de alma en pena, formaba remolinos como los que levanta el polvo.

Mientras miraba fijamente, reparó en que le dolían los oídos, pero con un dolor que nunca había sentido; era un pitido extraño, grave, casi más palpable que sonoro, acompañado de una sensación desagradable de presión, como si se le estuvieran hinchando los oídos internos en el cráneo…

Fue entonces, mientras él estaba de rodillas observando, cuando los remolinos de nieve del fondo del túnel de mantenimiento desaparecieron de golpe.

Escrutó el conducto con perplejidad, preguntándose si tal vez el panel exterior se habría cerrado desde fuera; pero entonces algo se movió en la oscuridad y se dio cuenta de que lo que había obstruido su visión era una forma grande que se acercaba con sigilo por el túnel.

Cayó de espaldas en el suelo, chillando de terror. Sacó la pistola de la funda, pero de pronto tenía los dedos gruesos, abotargados, y el arma rebotó en el suelo. Intentó recuperarse, ponerse de pie y salir corriendo, pero estaba paralizado de sorpresa y de incredulidad. Aquella cosa ya estaba más cerca, ocupando todo el ancho del túnel. Mientras miraba, Fluke sintió que le aumentaba el dolor de cabeza hasta extremos casi insoportables.

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