—Vamos —dijo—. Tened las armas preparadas. No habléis si no es estrictamente necesario.
Les miró uno a uno, deteniéndose un poco en Marcelin. La cara del cabo ya no estaba verdosa, sino pálida de nerviosismo.
Mientras se ponían otra vez en marcha, González hizo un rápido inventario de sus emociones. Se dio cuenta de que él también tenía miedo; no de que le mataran o le hirieran (de eso les protegería su abrumadora potencia de fuego), sino de las incógnitas que presentaba aquella cosa que estaban persiguiendo.
Se acordó del fotógrafo, Toussaint, de sus delirios en voz alta y estridente, casi sin respirar, aunque estuviera sedado. Se acordó del pánico insinuándose en la voz de Marcelin, allá en el comedor: «¡No me hagan decirlo!». González era un hombre ya mayor, de hábitos demasiado arraigados, para que le desbaratasen sin contemplaciones su visión de lo que era natural. Así de sencillo.
El pasillo era un rectángulo negro que se alejaba, puntuado por manchas de luz amarilla. Phillips seguía las huellas con la linterna mientras los demás enfocaban las suyas a ambos lados, dibujando trazos libres, sin coreografiar.
Primero dejaron atrás la escalera que llevaba al Nivel C y las habitaciones de los militares; después, las salas de obtención e identificación de datos.
Las cuatro puertas estaban cerradas, sin señales de que se hubieran tocado; tampoco había ningún desperfecto en sus pequeñas ventanas con rejas de metal.
—¿Hacia dónde apuntamos? —oyó decir a Creel a sus espaldas, casi con impaciencia—. ¿A la cabeza? ¿Al corazón? ¿A la barriga?
—Vosotros id disparando hasta que se caiga —respondió González.
Ya tenían delante la estrecha abertura que llevaba al sector técnico de radares.
Estaba negra como la pez. El primero en entrar fue Phillips, que giró a la derecha. Le siguió González, que alargó la mano y encendió las luces con la palma.
El sector técnico consistía en tres salas grandes alineadas, llenas de estanterías metálicas de una sola pieza dispuestas en paralelo: una biblioteca de tecnología obsoleta. La primera estantería la tenían justo delante, como una pared, con sus altos anaqueles cubiertos de aparatos antiguos para el barrido, adquisición e interpretación de datos por radar: pantallas CRT oscuras, placas lógicas festoneadas con tubos de vacío y bolas multicolores de alambres enredados.
—¿Adonde lleva esto? —susurró Creel.
—A ninguna parte —contestó González—. No hay salida.
—Genial; de modo que si la cosa está aquí, la tenemos acorralada.
Nadie contestó.
González se asomó a los bordes de la alta estructura de metal, primero a la izquierda y luego a la derecha. Después se volvió hacia Phillips y Marcelin.
—Vosotros dos id por el lado derecho —dijo—. Y vigilad vuestra espalda.
Tras asentir, los dos soldados dieron media vuelta y se metieron por la brecha que había entre la pared y la primera estantería, con las armas a punto.
González hizo señas a Creel.
—Nosotros iremos por la izquierda. Quedamos en la puerta trasera. Si ve algo, lo que sea, avise.
—De acuerdo.
González siguió la estantería. Al llegar a la pared izquierda de la sala, se asomó rápidamente por la esquina e hizo un barrido visual. Las otras estanterías se alargaban hacia el fondo, formando pasillos estrechos y oscuros.
A la izquierda, a lo largo de la pared, había espacios profundos para almacenar más material. El sargento respiró hondo y siguió adelante, escudriñando las estanterías a medida que pasaba frente a ellas. Reconoció al fondo las siluetas de Phillips y Marcelin, que hacían lo mismo que él, pero por la derecha.
Tardó un minuto en llegar a la parte trasera de la sala. Entonces se giró y siguió la pared del fondo hasta reunirse con los demás en la puerta que comunicaba con la segunda zona de almacenamiento.
—¿Alguna novedad? —preguntó.
Phillips sacudió la cabeza. González asintió. La sala no solo se veía vacía, sino que daba la sensación de estarlo. El registro del sector técnico empezaba a parecer una pérdida de tiempo.
Probablemente el animal había escapado al Nivel C por la escalera. ¿Para qué se habría metido en aquel callejón sin salida?
—Vamos a por la siguiente —dijo, e introdujo una mano por la puerta y encendió las luces de la habitación contigua—. El mismo sistema.
La segunda sala parecía idéntica a la primera: estanterías altas llenas de material caído en el más absoluto olvido. El silencio era como el de la primera sala, excepto por un zumbido tenue y muy grave que, más que oírse, casi se palpaba. Debía de haber quedado aire en el sistema de calefacción. González y Creel volvieron a encargarse del lado izquierdo; recorrieron las estanterías despacio y en silencio, mientras los otros dos iban por la derecha. Cuando llegaron al fondo (poco iluminado, porque se había fundido una bombilla), se reunieron otra vez con Phillips y Marcelin en la puerta de la tercera sala.
González escrutó la oscuridad del otro lado.
—Echaremos un vistazo, para ser concienzudos. Luego volveremos a la escalera 12 y buscaremos en el Nivel C. Vamos. El mismo sistema.
—¿Lo oléis? —preguntó Creel.
—¿El qué?
—No lo sé. A hamburguesa o algo así.
González metió el brazo y encendió la luz. Parpadearon unos cuantos fluorescentes. Al cabo de unos segundos, los más próximos se fueron apagando con un siseo.
González frunció el entrecejo. «¡Vaya momento para que se estropee el balastro electrónico!» El fondo de la sala estaba a media luz, mientras que en la parte que tenían justo delante la oscuridad era absoluta.
Phillips resopló.
—Menudo momento has elegido para tener hambre —recriminó a Creel.
González cruzó la puerta, seguido por los demás.
—No, tío, me refería a una hamburguesa cocida.
González giró a la izquierda, disponiéndose a recorrer otra vez la estantería con Creel en sus talones, pero se detuvo.
Delante, donde se juntaban las paredes, distinguió el primero de una serie de nichos, pero no contenía los radares con lados metálicos que había visto hasta entonces. Había algo en el suelo; algo que con aquella escasa luz devolvía un brillo mate.
—Me duele la cabeza —dijo Marcelin.
González cogió la linterna y la enfocó al nicho. El haz iluminó un plástico retorcido de color claro que envolvía algo con sangre reseca.
Peters.
Justo entonces, Marcelin empezó a lloriquear.
González dio media vuelta. Desde la esquina del fondo de la estantería, algo les espiaba. Durante el breve instante en el que lo vio, captó un pelaje oscuro y lanoso, una oreja grande en forma de corazón, como las de los murciélagos, que sobresalía lateralmente de la cabeza, y un solo ojo amarillo.
Y también otra cosa: la cabeza estaba demasiado arriba, demasiado alejada del suelo…
El estallido del lanzagranadas de Creel hizo vibrar sus tímpanos. El proyectil salió disparado a lo largo de la estantería y explotó contra un anaquel, a unos dos metros de donde había estado la cabeza. Toda la sala tembló. Una humareda roja y amarilla se les echó encima y empezaron a llover por todas partes fragmentos de metal y cristales de tubo de vacío.
—¡Atrás! —vociferó González.
Se replegaron todos en la segunda sala.
—¡Apostaos en los rincones! —ordenó González—. ¡Phillips y Marcelin, cubrid la puerta! ¡Cuidado con el fuego cruzado!
El se refugió en el rincón izquierdo del fondo de la segunda sala; desde ahí, agazapado y protegido por la cabecera de la última estantería, apuntó el MI6 hacia la puerta oscura. Nunca le había latido tan deprisa el corazón.
Creel farfullaba a su lado.
—Dios mío… Dios mío…
—Póngase detrás de mí —dijo González—. Si viene a por nosotros, apunte hacia la puerta. Hacia la puerta, ¿me oye? Como les pegue un tiro a mis hombres sin querer, se lo pegaré yo a usted.
Sin embargo, Creel no dio muestras de haberle oído.
—Dios mío…
—¡Preparaos! —gritó González a los soldados.
La única respuesta en la otra punta de la sala fue un leve lloriqueo, probablemente de Marcelin.
González apuntó con la mira de su MI6 mientras pugnaba por controlar el pánico tan repentino como desacostumbrado que había estado a punto de vencerle. Transcurrió un minuto.
Luego otro. Parpadeó, intentando apartar las gotas de sudor que caían por su frente. El sonido grave que había percibido antes había crecido tanto que ahora no oía nada más; sentía incluso un dolor sordo de cabeza que…
Dolor de cabeza. También lo había comentado Marcelin…
Se puso tenso. En la oscuridad de la puerta algo se movió.
Volvió a parpadear y se pasó rápidamente una mano por los ojos. Era un efecto óptico. Pero no, sí que se movía algo entre las sombras, algo gris contra el gris.
Se paró un momento. Después reanudó su avance y, lentamente, muy despacio, fue apareciendo la cabeza. De la garganta de Creel empezó a brotar un sonido gutural, como el de un hombre que se ahoga. González no hacía más que mirar, paralizado, como el resto. Dios santo… Parecía que no se acabara nunca: oscura, en forma de bala, con una gran cresta ósea que confluía en unos hombros altos, de una fuerza increíble. González nunca había visto nada igual. Era magnífico. Era aterrador.
Ya había metido toda la cabeza y miraba fijamente hacia donde estaban Marcelin y Phillips. González vio que se movía de nuevo; con una lentitud angustiosa e insolente, se volvió y lo miró a él. Fue como si aquellos ojos amarillos subyugaran al sargento. Después se abrieron las mandíbulas, la vista de González se detuvo en ellas, y… «Dios santo, pero qué eran esos…».
De repente tuvo la sensación de que su cordura empezaba a flaquear. Sus dedos temblaron espasmódicamente en el guardamonte de su arma.
Las gárgaras de Creel se convirtieron en un gemido agudo, que de repente dejó paso a un grito desgarrado.
Entonces, de un salto, la criatura se les echó encima.
Todo pasó al mismo tiempo. Con un chillido incoherente, Creel retrocedió, movido por el instinto, a la vez que levantaba el arma. Philips y Marcelin abrieron fuego desde el rincón del fondo y sus balas, tras un veloz recorrido en paralelo a la pared, silbaron al rebotar encima de la cabeza de González. El sargento salió despedido brutalmente a un lado, en el momento en el que la criatura caía sobre Creel. Tras un crujido como el de una articulación de pollo al romperse, el capataz emitió otro horrible grito, esta vez de dolor. González dio un salto para levantarse y, mientras le daba vueltas toda la habitación, cogió el arma, se volvió y apuntó. Enseguida vio que ya era demasiado tarde para Creel. Aquel ser le estaba destrozando como si fuera un muñeco de trapo, entre halos de sangre y vísceras que subían como una niebla roja. Los otros dos ya no disparaban. De pronto, la mirada fija de González se topó con los ojos de la criatura; su rostro era una máscara roja. En la penumbra, tuvo la impresión de que se le curvaban los bordes de la boca, formando algo que no podía ser más que una sonrisa. En ese momento el sargento echó a correr; corrió dejando atrás los anaqueles, cruzó la puerta, en pos de Phillips y de Marcelin, atravesó la primera sala, salió al pasillo y corrió y corrió sin parar…
Fue como si el aire del laboratorio de ciencias naturales se hubiera helado.
Durante un largo momento, todos miraron a Usuguk. Por su parte, el tunit se quedó cerca de la puerta, sin moverse; sus botas de piel de foca y su parka de piel de caribú y tela de manta contrastaban con el gris del metal de las paredes y con los prosaicos instrumentos.
—Usted —dijo Marshall, con una voz teñida de sorpresa—. Usted es el octavo científico.
—Me llamaban así —contestó Usuguk.
Al otro lado de la sala, Logan frunció el entrecejo.
—¿Qué quiere decir?
Usuguk tardó mucho en hablar. Su mirada oscura saltó de un científico a otro, hasta fijarse en un punto más allá de todos ellos; un punto que a Marshall le pareció que estaba muy, muy lejos.
—Soy viejo —dijo—. ¿Puedo sentarme?
—Por supuesto.
Marshall se apresuró a llevarle una silla. El chamán tomó asiento y dejó el saquito de medicinas sobre sus rodillas.
—Era especialista —dijo con su acento neutro—. Especialista militar. Crecí a ciento cincuenta kilómetros de aquí. Antiguamente, los míos vivían en un asentamiento cerca de Kaktovik. Yo vivía con la familia de mi primo. Mi madre murió de parto, y mi padre de hambre cuando yo tenía seis años, mientras buscaba caribús por el hielo. Al crecer me volví un insensato.
Estaba lleno de
quiniq.
Por aquel entonces no me bastaba con pasarme horas frente a un respiradero esperando lanzar el arpón a una foca. No respetaba las antiguas costumbres. No entendía el círculo de la belleza, ni la seducción de la nieve. Cada año pasaba por Kaktovik un reclutador del ejército que siempre contaba maravillas de sitios lejanos. Yo había aprendido el lenguaje de ustedes y tenía unos brazos fuertes, así que me alisté. —Sacudió despacio la cabeza—. Pero, como hablaba inuit y tunit, después de seis meses en Fort Bliss me enviaron otra vez aquí, a esta base.
—¿La base estaba en funcionamiento? —preguntó Marshall.
—Ahylah.
—El tunit asintió con la cabeza—. Todo menos el ala norte, que aún no estaba terminada. Tenían que construirla por debajo del nivel de la nieve.
—¿Por qué? —preguntó Logan.
—No lo sé. Era un secreto. Para pruebas. Experimentos con el sonar. —Usuguk hizo una pausa—. El ejército nos puso a trabajar a varios tunit.
Excavábamos el hielo, para construir el ala norte, y poníamos puntales. Todos los tunit sabían que la montaña era un mal sitio, es donde residen los dioses malignos, pero éramos pocos, y pobres, y era difícil resistirse al dinero del
kidlatet
(el hombre blanco). Uno de los operarios era mi tío; fue él quien lo descubrió.
—¿Quien descubrió qué? —preguntó Marshall.
—El
kurrshuq
—dijo Usuguk—. El Colmillo de los Dioses.
El Devorador de Almas.
Los demás se miraron.
—¿Qué es exactamente el
kurrshuq?
—preguntó Logan.
—Es lo que han despertado ustedes.
—¿Qué? —intervino Sully—. ¿El mismo animal? No puede ser.
El tunit sacudió la cabeza.
—El mismo no. Otro.