Les llevaron al comedor de oficiales, les tacharon de una lista de ocupantes de la base y les acompañaron a la zona de almacenamiento temporal. Phillips iba delante, y Marcelin detrás. Recorrieron deprisa los pasillos, en un silencio absoluto, parándose en cada intersección para que Phillips hiciera un rápido reconocimiento. Al llegar a la escalera central, subieron muy despacio y cruzaron el patio (espectral en la penumbra de la noche) para ir a la sala de aclimatación. Estaba tan llena como vacío el resto de la base. Al abrir la puerta, un grupo de caras tensas se volvió rápidamente hacia ellos.
Al frente estaba González, con una carretilla llena de armas y de munición (suficiente para un pequeño ejército), que comprobaba metódicamente.
Después de hacer una señal con la cabeza a los soldados, cargó la pistola que estaba examinando y se la enfundó.
—¿Son los últimos? —preguntó.
—Sí, señor —contestó Marcelin.
Entregó la lista de nombres al sargento, que la inspeccionó, le dio el visto bueno con un gruñido y la dejó sobre la mesa. Después miró su reloj.
—Carradine estará listo para cargar dentro de cinco minutos. —Se volvió hacia el grupo—. A ver, atento todo el mundo: ahora pónganse la ropa de abrigo. Tenemos guantes, bufandas y pasamontañas de recambio. Lo encontrarán todo dentro de aquella caja. Cuando les dé la señal, saldremos. Me seguirán todos directamente hasta la caravana. Guarden silencio en todo momento. ¿Alguna pregunta?
Nadie dijo nada.
—Entonces, a trabajar.
Un chirrido de metal contra metal acompañó la apertura casi simultánea de tres docenas de taquillas. Al abrir la suya, Barbour se puso la parka, se enrolló una bufanda en el cuello, cogió un pasamontañas de una caja grande de cartón que había en medio de la sala y se lo pasó por la cabeza. También guardó una bufanda de repuesto en un bolsillo, y unos guantes en el otro.
—Yo tengo una pregunta —dijo una voz huraña.
Era el capataz de los peones, Creel, el único que no se había puesto una parka. Estaba apoyado en la pared, con uno de sus brazos musculosos cruzado sobre el otro.
González le miró y asintió con la cabeza.
—¿Se puede saber qué planes tiene para una vez haya salido el camión?
—Nuestros planes son que no muera nadie más.
—Así que piensan cazarlo.
—Sea lo que sea, me parece que él ya ha cazado bastante.
Ahora nos toca a nosotros.
—Solo son tres —dijo Creel.
González miró las reservas de armas y sonrió sin ganas.
—¿Por qué? ¿No le parecen suficientes nuestras fuerzas?
—Teniendo en cuenta su inteligencia, creo que cuantas más sean las fuerzas, mejor.
González se fijó con más atención en Creel.
—¿Usted ha estado en el ejército?
Creel sacó pecho.
—Tercero de Caballería Acorazada, Tormenta del Desierto.
González se acarició la barbilla.
—¿Verdad que no forma parte de este grupo? Usted es el capataz de por aquí.
Creel asintió con la cabeza.
—George Creel, de Fairbanks.
—¿Ha cazado alguna vez?
El capataz esbozó una media sonrisa.
—Solo a seres humanos de uniforme.
—Con eso basta. ¿Quiere sumarse a la fiesta, señor Creel?
La sonrisa burlona de Creel se amplió.
—¿Y puedo hacerlo gratis? ¡No lo preguntará en serio!
—Muy bien.
Barbour oyó su propia voz casi antes de darse cuenta de que estaba hablando.
—Me parece un error.
González se volvió a mirarla.
—¿Qué le parece un error?
—Que salgan a cazarlo con tan poca información. Sully y Faraday están en el laboratorio, analizando su sangre y averiguando todo lo que pueden. Cuanto más sepan, más posibilidades tendrán de hacerle daño.
González contrajo los párpados.
—¿Y qué pueden averiguar que nos ayude?
—Pueden encontrar algún punto débil. Descubrir en qué es vulnerable. Hacer algunas observaciones.
—Que hagan todas las observaciones que quieran, pero de su cadáver. —González paseó la mirada por toda la sala de aclimatación—. Bueno, vamos, síganme.
Entraron en la zona de almacenamiento temporal, donde González se detuvo para formarles en fila de a tres. Después se abrió la puerta principal y marcharon hacia la tormenta. La desaliñada procesión iba muy junta, dando trompicones por la nieve que se amontonaba alrededor de sus tobillos.
González iba en cabeza, con su MI6 a punto. El último era el cabo Marcelin, que arrastraba un trineo improvisado con cajas de agua y provisiones de emergencia.
Barbour oyó el tráiler antes de verlo: el rugido de un motor diesel en punto muerto que llegaba hasta ella a través de la oscuridad. Siguió avanzando a trancas y barrancas en el mal tiempo, inclinando la cabeza, hasta que se estampó contra quien iba delante; al mirar hacia arriba vio que la comitiva se había parado. Ya se veía el camión, lleno de lucecitas amarillas, como un pastel de cumpleaños gigante, que penetraba la centelleante nieve con sus faros. Carradine ya había enganchado la caravana de Davis; su figura se recortaba en la ancha puerta, por la que arrojaba objetos a la nieve: cajas de sombreros, vestidos caros de alta costura, un tocador… Barbour vio que salía despedida por la puerta de la caravana una pequeña maleta de cuero, que se abrió al chocar contra el suelo, lanzando una explosión de productos de maquillaje. El viento hizo volar por los aires un delicado negligé que chasqueó y se onduló como una cometa de seda antes de engancharse un momento en la antena de la caravana; luego salió volando en el cielo oscuro hasta perderse de vista.
Carradine se frotó las manos con satisfacción.
—Así está mejor —dijo, haciéndose oír por encima del traqueteo del motor—. Vamos, suban ya.
González hizo el último recuento.
—Vayan entrando —dijo a la primera fila—. Busquen algún sitio cómodo.
—No se apiñen —añadió Carradine—. Distribuyan lo más posible el peso. —Saltó a la nieve—. He dejado una radio CB a pilas que me sobraba, para que puedan comunicarse con la cabina.
Alguien tendrá que cuidarse de ella.
Se levantó una mano tímida.
—Ya lo haré yo.
Era Fortnum.
Barbour miró cómo ayudaban a subir a los dos heridos: Toussaint, desmadejado y profundamente sedado, murmurando en voz baja, y Brianna, con la cabeza vendada, muda y con cara de miedo. Cuando la fila comenzó a avanzar, Barbour percibió el calor que salía por la puerta. Seguro que Carradine había subido la calefacción al máximo para calentar la caravana mientras aún se pudiera.
—Necesito a alguien delante —dijo el camionero—, para que me vaya indicando el camino si la cosa se pone peliaguda.
—Ya iré yo —dijo Barbour.
Carradine la miró.
—¿Sabe programar un GPS ?
—Soy ingeniera informática.
—Perfecto. Echo un vistazo a la lona de debajo y al evaporador de alcohol y nos vamos.
Barbour salió de la fila y trató de guarecerse al pie de la cabina. Cuando los últimos del grupo subieron a la caravana, Marcelin les dio las cajas de agua y las provisiones de emergencia.
Tras un último repaso al camión, Carradine entró en la caravana, inspeccionó de un vistazo el interior, enseñó a Fortnum el CB y cerró la puerta. Después fue al fondo y desenchufó el cable eléctrico. La caravana quedó inmediatamente a oscuras, salvo las luces de freno de detrás.
—¿Listo?—preguntó González.
El camionero levantó un pulgar.
—Entonces, buena suerte y buen viaje.
Carradine ayudó a Barbour a subir a la cabina, corrió al otro lado y trepó al asiento del conductor. Después de comprobar rápidamente la lista de material e instrumentos que había en la pared trasera, en un sujetapapeles, se abrochó el cinturón y cogió el receptor CB del salpicadero.
—¿Se me oye detrás? —dijo.
«Aquí estamos», fue la respuesta.
—Mensaje recibido. —Dejó la radio en su sitio y miró a Barbour—. ¿Preparada?
Ella asintió con la cabeza.
—Pues vámonos.
Carradine soltó el freno de aire, metió la marcha y pisó el embrague. El camión tembló y empezó a avanzar despacio.
Barbour vio cómo corría la nieve por la ventanilla. Mientras ponían rumbo al desierto, y a la oscuridad, lo último que vio de la base Fear fue a los tres militares (González, Marcelin y Phillips) junto al trineo vacío, con las armas a punto, mirando cómo se iban.
Durante la última hora, en el comedor de oficiales se había desarrollado una actividad frenética. Uno tras otro, se habían formado grupos que los militares, una vez realizadas las comprobaciones oportunas, habían ido llevando a la zona de almacenamiento temporal. En determinado momento, González había llamado a Conti por radio para pedirle por última vez que atendiera a razones y se fuera con los demás, pero Conti, que estaba mirando tomas todavía sin montar en la cámara de vídeo digital que se había dejado Fortnum, apenas le escuchaba. Al final, González había murmurado algo acerca de que Conti no valía ni el tiempo que emplearían en subirle a la fuerza al camión y le había advertido de que no se moviera de allí.
—¿Quiere filmar algo? Pues filme el comedor cuando lo hayamos matado.
Marcelin y Phillips volvieron para acompañar al último grupo de seis a la zona de almacenamiento temporal.
Se habían quedado los tres solos.
Kari Ekberg echó un vistazo a los otros dos ocupantes del comedor. Conti ya había acabado de mirar las tomas y escribía febrilmente en el sujetapapeles del que parecía que nunca se separara. Wolff se había agenciado dos pistolas de gran calibre del almacén militar y jugueteaba con ellas. Por su manera de introducir las balas con el pulgar en los cargadores suplementarios (como si rellenase un dispensador Pez mayor de lo normal), parecía que se pudiera contar con que supiera utilizarlas correctamente.
Aunque a Ekberg apenas la reconfortó. Cada vez estaba menos segura de su decisión de quedarse. Una cosa era mostrarse fiel a un proyecto, o ser ambiciosa, pero quedarse aislada con una máquina de matar era una decisión profesional que cada vez se le antojaba más cuestionable.
Intentó ahuyentar sus reservas. A fin de cuentas, ¿no había dos científicos que habían elegido quedarse con sus datos y sus muestras? También Logan había optado por permanecer con ellos, y Marshall… Marshall estaba en alguna parte, en plena tormenta, pero también volvería. Además, podían contar con el contingente militar, con formación de combate y pertrechado de un arsenal impresionante, a punto para dar caza al animal en cuanto se fuera el camión.
Se dijo que estaba más segura allí, bien calentita y seca, que corriendo por el hielo en un tráiler.
Conti dejó el bolígrafo, repasó sus apuntes y miró el reloj.
—Ya debe de haberse ido el camión —dijo—. Es la hora.
Wolff dejó las pistolas.
—¿La hora de qué?
—De filmar la caza, por supuesto. Empezará en cualquier momento y no puedo arriesgarme a perderles de vista.
Wolff frunció el ceño.
—No lo dirás en serio, Emilio.
Conti cogió la cámara de vídeo y examinó los ajustes.
—Me habría gustado filmar cómo se iba el camión, pero no quería arriesgarme.
González podría haberme obligado a subir.
Bueno, ya tendremos tiempo de escenificarlo. —Dejó la cámara—. En cambio la caza no se puede escenificar. Es el momento que estaba esperando, el desenlace de todo lo anterior.
—Pero es una locura…
A Ekberg le salieron las palabras casi antes de pronunciarlas.
El director se volvió hacia ella.
—¿Por qué lo dices? No pienso acercarme a los soldados.
Les seguiré sin que me vean, les escucharé. No sabrán que estoy cerca hasta que empiece la acción y ya sea demasiado tarde para impedírmelo.
—Pero no estarás a salvo… —empezó a protestar Ekberg.
—¿Acaso crees que aquí estoy más a salvo? Personalmente, prefiero estar cerca de las ametralladoras.
—Kari tiene razón —dijo Wolff—. Los soldados se meterán sin pensarlo en el peligro, o sea, que tú también lo correrás.
—Entonces venid conmigo. —Conti señaló las pistolas con la cabeza—. Y
coged eso. Será mejor que no nos separemos.
Wolff no contestó.
—Escuchadme —dijo Conti—. Hemos venido a filmar a ese animal. ¿No os dais cuenta de la oportunidad que nos han dado? Es una nueva historia, mucho mejor que la que nos esperábamos. ¿De verdad creéis que voy a quedarme en esta sala, mano sobre mano, mientras tengo a tiro de piedra la toma de mi vida, por no decir de la historia del cine?
En vista de que nadie contestaba, se levantó y empezó a pasear por la sala.
—Ya sé que hay cierto peligro. Y por eso será el documental más emocionante de la historia. Vivimos los hechos en directo; nos rodea la materia en estado puro. El documental somos nosotros tres: el director, la productora de campo y el representante de la cadena. Será algo vivido, como ninguna otra película hasta ahora. ¿No os dais cuenta? Estamos asistiendo al nacimiento de un género cinematográfico completamente nuevo.
Su cara se iba congestionando a medida que hablaba, y sus ojos brillaban cada vez más. Le temblaba la voz con una convicción casi mesiánica. A pesar del miedo, Ekberg empezó a sentir que despertaba su entusiasmo. Wolff escuchaba en silencio, siguiendo con la vista el ir y venir del director.
—Y hay algo más —dijo Conti—. Ashleigh está muerta. Ha dado la vida por este proyecto. Se lo debemos. Ahora seré yo el narrador.
Hubo un momento de silencio. Después habló Wolff.
—¿Crees que lo conseguirás? ¿Seguro?
—He estudiado fotografía, ¿no? Filmaré unos planos que harán que Fortnum se retire de vergüenza. —Conti se volvió hacia Ekberg—. Rodaré yo, pero la secuencia saldrá más fluida si manejas tú el equipo de sonido.
Ella respiró hondo.
—Voy a conectar el mezclador portátil.
Conti asintió con la cabeza.
—Yo prepararé el resto. Coge tú la radio, Kari. Salimos en cinco minutos.
Marshall surcaba la espuma de nieve y hielo con el SnoCat tan deprisa como se atrevía. Nevaba un poco menos que antes, pero el viento era peor y aullaba por las puertas y las ventanillas del gran vehículo. No podía faltar mucho para que amaneciera a medias. Sin embargo, en aquella tierra de nadie, con su gris monocromía, el tiempo parecía de una extraña irrelevancia. A veces era como bucear, como si la intensidad de la tormenta hubiera fundido la tierra con el cielo, formando un elemento extraño y nuevo, una suspensión química por la que se abría camino el Cat.