—Este es el escenario de la atrocidad —recitó—. Aquí es donde fueron sometidos al inefable punto final de la muerte; una muerte a manos de lo que solo puede describirse como un monstruo, cuyos secretos estamos decididos a desvelar… y contar.
Indicó a Ekberg que apagase el sonido. Después bajó la cámara y señaló con entusiasmo el suelo.
—Mirad, mirad las huellas. ¡Como mínimo hay tres distintas! Tienen que ser González y sus hombres. —Hizo una pausa para examinar el suelo con más detenimiento—. Dios mío… ¿Esto es el rastro del monstruo?
Volvió a levantar la cámara y filmó una toma del pasillo que tenían delante.
Mientras se acercaba, Ekberg evitó mirar la sala donde habían muerto Ahsleigh y el soldado, Fluke; prefirió centrarse en la mancha de sangre que hipnotizaba a Conti. No podía ser la huella de un animal. Imposible. Era demasiado grande, y su forma muy irregular. Por alguna razón, la perturbó profundamente. Apartó la vista.
—Precioso —murmuró Conti mientras filmaba—. Francamente precioso. Lo único que lo superaría sería que…
Se reprimió y guardó silencio. Después bajó la cámara y miró con disimulo a Wolff y a Ekberg.
La tenue iluminación del pasillo se redujo un poco, recuperó intensidad y volvió a debilitarse. Después se apagó del todo.
Ekberg se encontró completamente a oscuras. Oyó un siseo de sorpresa de Wolff. Pocos segundos después, la luz volvió a encenderse, aunque algo más débil que antes.
Conti se puso otra vez la cámara en el hombro.
—¿Listos?
—No estoy seguro de que sea buena idea —dijo Wolff.
—Pero ¿qué dices? Ahora ya sabemos adonde han ido. Es justo lo que buscábamos. Hay que darse prisa.
Se fue, medio corriendo. Al cabo de un momento, Wolff fue tras él. Ekberg se les sumó con una enorme reticencia.
El pasillo terminaba en un cruce; los rastros de sangre seguían claramente por la derecha. Después de varias puertas y de una escalera que bajaba al Nivel C, las huellas terminaban. Se pararon donde se veían los últimos restos en el suelo.
—¿Y ahora? —preguntó Wolff.
Conti señaló hacia delante.
—El pasillo termina en aquella sala del fondo.
Volvió a pegar el ojo a la cámara y siguió caminando.
Ekberg se quedó quieta, viendo cómo el director iba hacia una doble puerta donde ponía en letras de plantilla: SECTOR TÉCNICO DE RADARES. Estaba abierta. Lo sorprendente era que dentro había unas cuantas luces encendidas.
Ekberg vio entrar a Conti. El director miró primero a la derecha, y después a la izquierda. Luego se quedó muy quieto. Tardó un buen rato en moverse.
Finalmente encendió la cámara, filmó durante unos quince segundos y se volvió para mirar hacia el pasillo.
—Kari… —dijo con voz rara, pastosa—. ¿Puedes venir un momento?
Ekberg recorrió el pasillo hasta la puerta y la cruzó. Justo delante había una estantería enorme de metal, llena de material antiguo y cubierto de polvo. Al ver su mirada interrogante, Conti se limitó a señalar con la cabeza por encima del hombro de ella; Ekberg se volvió hacia donde indicaba. Al principio no vio nada. Luego miró el rincón donde se unían el suelo y las paredes adyacentes.
Una cabeza del revés la miraba fijamente con una expresión que casi parecía acusadora. Retrocedió, perdiendo el equilibrio por el doble impacto de la impresión y del horror.
A duras penas identificó la cabeza como la de Creel, el capataz del equipo de peones que habían contratado en Anchorage. Había sido arrancada brutalmente de los hombros y estaba rodeada de un gran halo de salpicaduras de sangre arterial. A un par de metros, dos pies con botas asomaban casi de forma traviesa por el borde de la estantería metálica.
Gimió, y al echarse hacia atrás chocó bruscamente con algo.
Se volvió y se encontró con el objetivo de la cámara de Conti.
La había estado filmando. Vio el reflejo de su cara en el cristal: una cara pequeña, pálida, vulnerable y asustada.
—¡Para! —se oyó gritar—. ¡Para ya, por Dios! ¡Para, para!
—Ya he acabado de analizar la sangre de las astillas de la cámara —dijo en voz baja Faraday.
Marshall le miró. El biólogo, que estaba delante de la centrifugadora de ángulo fijo, había levantado la cabeza. Llevaba varios minutos yendo y viniendo del microscopio stereozoom a la centrifugadora, y los oculares del microscopio le habían dejado marcas que recordaban un mapache.
—¿Y? —le animó Marshall.
—Nunca había visto nada parecido.
Sully suspiró de impaciencia. González no se había puesto en contacto con ellos y el climatólogo llevaba mal la espera.
—No estarían de más algunos detalles, Wright.
Faraday volvió a ponerse las gafas y le miró, parpadeando.
—Tiene que ver con el recuento de leucocitos, principalmente.
Sully hizo un gesto con la mano, como si dijera: «Estamos esperando».
—Ya sabéis que los leucocitos están relacionados con las infecciones, las inflamaciones y todo eso. Los neutrófilos, los linfocitos, los basófilos, etcétera.
Se encargan de las defensas y la curación de heridas. Pues resulta que este organismo tiene unos leucocitos hiperdesarrollados. Es como una máquina de curar con esteroides. Hay una concentración increíble de monocitos, y no de los habituales, sino enormes. Está claro que pueden transformarse en macrófagos y verter toneladas de citoquinas y otras sustancias químicas en el flujo sanguíneo, provocando una curación casi inmediata.
En vista de que nadie respondía, Faraday prosiguió.
—También hay algo más. Las pruebas detectan un compuesto químico en la sangre y el tejido celular muy parecido a la arilciclohexilamina.
—¿Puedes repetir? —pidió Marshall.
—Es el agente causante del PCP, y está presente en la sangre del animal con una concentración notablemente alta: más de cien nanogramos por milímetro.
Yo creo que es un antagonista de los receptores NMD A, que actúa a la vez de estimulante y de anestésico. Lo que no entiendo es cómo el animal produce esta sustancia. Nunca había visto nada parecido en la naturaleza, y menos con estas concentraciones. Suponiendo que no sea exógeno, es posible que la glándula pituitaria anterior lo libere en la sangre en respuesta al estrés. En todo caso, la presencia de todas estas sustancias químicas inusuales en el flujo sanguíneo explicaría que parezca inmune a las balas y otras heridas. No siente las heridas. Así de sencillo. Y…
—Todo esto es muy interesante —le interrumpió Sully—, pero no nos acerca al verdadero objetivo: encontrar el talón de Aquiles de ese bicho.
—Tiene razón —dijo Logan—. Lo más importante es averiguar cómo pararle los pies.
—Quizá ya se los hayan parado —dijo Marshall. Paseó la vista por el laboratorio de ciencias naturales, con los ojos enrojecidos por el largo viaje a través de la ventisca—. Puede que esté muerto. La última vez, la electricidad funcionó.
—La última vez era un animal mucho más pequeño —contestó Sully—. Ni siquiera sabemos si era de la misma especie.
—Sí era de la misma —afirmó Usuguk—. Los
kurrshuq
son
kurrshuq.
La diferencia es de tamaño, de potencia y de capacidad de hacer el mal.
Marshall echó un vistazo al tunit, sentado en el suelo del laboratorio con las piernas cruzadas. Había sacado de su bolsa de medicinas varios objetos que parecían fetiches y los había distribuido por el suelo. Cogía uno y le dirigía una especie de cantilena, llena de urgencia. Después lo dejaba en el suelo, lo giraba con delicadeza y repetía lo mismo con el siguiente.
—¿Qué hace? —preguntó Marshall.
—Una ceremonia —fue la respuesta.
—Ya me parecía. ¿De qué tipo?
—Esto se ha convertido en un lugar de desasosiego, de maldad. Estoy pidiendo ayuda a mis espíritus guardianes.
—¿Por qué no les pide que nos manden del cielo un par de bazokas, ya puestos ? —dijo Sully—. M20, si puede ser.
Se oyó algo fuera, en el pasillo. La velocidad a la que se volvieron todos, menos Usuguk, hizo que Marshall se diera cuenta de lo tensos que estaban los ánimos. El pomo giró un poco y se abrió la puerta. Aparecieron el sargento González y un soldado, el tal Phillips. Entraron despacio y cerraron.
—¿Qué? —quiso saber Sully.
González caminó con rigidez hasta el centro de la sala. Se bajó el M16 del hombro y lo dejó caer. Phillips se limitó a quedarse donde estaba, pálido.
—¿Está muerto? —preguntó Marshall.
González sacudió cansadamente la cabeza.
—¿Y la trampa? —preguntó Logan—. ¿Y la electricidad?
—La electricidad le ha puesto furioso —contestó González.
—¿Por qué no nos cuenta qué ha pasado? —pidió Marshall con serenidad.
La mirada del sargento se posó en el suelo. Estuvo casi un minuto sin decir nada, hasta que respiró profundamente.
—La hemos preparado tal como nos habían dicho: agua en el suelo sobre una placa metálica y una cortina de cables pelados colgando del techo, conectados a una fuente de alto voltaje. En un pasillo por donde tendría que pasar la bestia si quería llegar al resto de la base.
—¿Y? —dijo Marshall, animándole a seguir.
—Ha conseguido burlarnos. Se ha acercado por detrás. No sé cómo ha rodeado nuestra posición, pero lo ha hecho. Nosotros hemos podido replegarnos. Entonces se ha acercado, ha tocado los cables y ha recibido toda la descarga eléctrica.
El recuerdo hizo que González moviera hacia ambos lados la cabeza.
—¿Con qué voltaje? —preguntó Logan.
—Seis mil voltios.
—Imposible —dijo Faraday—. Debe de haber hecho mal algún empalme. No hay nada que tras recibir una descarga así pueda seguir vivo.
—No he hecho mal ningún empalme. La explosión ha sido de órdago.
—¿Y la criatura? —preguntó Marshall.
—Tenía el pelaje chamuscado en algunas zonas, pero nada más.
Siguió un breve silencio.
—¿Cómo han vuelto? —preguntó Sully.
—Marcelin estaba dentro de la subestación, controlando la corriente. Ha empezado a gritar y el animal ha ido a por él. Nosotros hemos podido huir corriendo mientras…
González no se molestó en terminar la frase.
Se hizo otro largo silencio en la sala. Marshall volvió a mirar las caras de decepción. Hasta ese momento (el de enfrentarse con la derrota) no había sido consciente de cuánto confiaba en que González y sus hombres tuvieran éxito.
Había depositado tanta fe en la historia del tunit, en que la electricidad fuera el modo de luchar contra la criatura, que aquel contratiempo le parecía casi insoportable. Sin embargo, lo que acababa de explicar González había despertado algo en su cabeza. Buscó la conexión en su memoria.
De repente, lo comprendió.
—Un momento —dijo en voz alta.
Los demás se volvieron hacia él.
—Quizá no le haya puesto furioso la electricidad.
—¿Qué está insinuando? —preguntó Logan.
—Para nosotros, este animal es un completo misterio, ¿verdad? Es un fenómeno de la naturaleza, una aberración genética.
Su sangre es totalmente anormal. No parece que le afecte demasiado el armamento convencional. Entonces, ¿por qué suponemos que entendemos sus motivos o sus emociones o cualquier cosa de él?
—¿Por qué lo dices? —preguntó Sully.
—Por lo siguiente: hemos supuesto desde el principio que lo único que le interesa es matarnos a todos. ¿Y si al principio no era así? ¿Os acordáis de lo que dijo Toussaint? Que juega con la gente. Quizá sea lo que ha estado haciendo: jugar.
—Usuguk ha dicho lo mismo —añadió Logan—. Sobre el otro: que jugaba como un cachorro de zorra con un pequeño topo.
—¿Jugar? —repitió Sully—. ¿Y también jugaba cuando mató al primero, al ayudante de producción, Peters?
—Quizá no supiera lo que hacía. O no le importase. Eso también puede formar parte del juego. Un gato no se compadece del sufrimiento de un ratón. La cuestión es que tal vez esa criatura no pretendía matar. Al principio no. Cuando dejaron el cadáver de Peters en la enfermería, fue a recuperarlo, como se hace con los juguetes. ¿Y Toussaint? Le colgó como un juguete.
Y hay algo más: ha matado, ha despedazado… pero no se ha comido a ninguna de sus víctimas. Ni a una sola.
—Se ha puesto furiosa por algo que hemos hecho —dijo Logan.
Marshall asintió con la cabeza.
—Y creo que ya sé qué es. ¿En qué coinciden todos los que han muerto hasta ahora? En que gritaron.
—Una reacción bastante normal cuando estás frente a un monstruo sediento de sangre —dijo Sully.
—Marcelin ha gritado —siguió reflexionando Marshall—. ¿Verdad que el sargento González ha dado a entender que es la razón de que la criatura no le haya atacado a él, sino a Marcelin?
—Y Ashleigh Davis —añadió Logan—. A ella los soldados también la oyeron gritar.
—Creel también gritaba —dijo González—. La bestia ha pasado por encima de mí para atacarle.
Marshall se volvió hacia Usuguk.
—Y usted ha dicho que la primera criatura, la más pequeña, no se enfadó hasta que le pusieron grabaciones de animales que sufrían. Conejos chillando.
El que no gritó, en cambio, fue Toussaint. Le hemos oído por la pista de audio de la cámara y solo murmuraba: «No, no, no».
—No son más que puras especulaciones —objetó Sully.
—Cuando todos los actos se ajustan a una pauta, dejan de ser especulaciones —sentenció Logan.
—Que nosotros sepamos, lo único que hicieron los gritos fue llamar su atención —añadió Sully.
—Está claro que todos sus sentidos tienen una agudeza extraordinaria —dijo Marshall—. No haría falta ningún ruido para llamar su atención.
Se hizo el silencio en la sala. Marshall vio que era el centro de todas las miradas. Usuguk había dejado el tótem en el suelo y le observaba atentamente.
—Yo creo que a esta criatura le duelen los sonidos, tal vez con mucha intensidad —dijo Marshall—. En concreto, los sonidos de determinada frecuencia y amplitud, como los gritos. Fíjense en sus orejas, en su similitud con las de los murciélagos. Es posible que el sonido le afecte de distinto modo que a nosotros.
Creo que percibe los gritos como amenazas y actos agresivos… y reacciona en consecuencia.
—Y cuando ya le han gritado demasiado —añadió Logan—, supone que somos hostiles… y se enfurece.
Marshall asintió con la cabeza.