—En vez de matarnos como efecto secundario del juego, empieza a matar en serio, para protegerse.
—Has perdido el juicio —dijo Sully—. ¿Qué propones, que lo matemos con sonidos?
—Sí, propongo investigar esa posibilidad —dijo Marshall—. O, como mínimo, hacerle el suficiente daño para que se vaya.
—¿Cómo lo haríamos, aunque pudiéramos? —insistió Sully—. Esta base está provista de radares. Los radares usan ondas electromagnéticas, no ondas sonoras.
Nadie contestó, hasta que intervino Logan.
—Tenemos el ala de ciencias.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Sully.
—Por el antiguo diario, sé que su función original tenía algo que ver con la tecnología sonar. Ignoro de qué se trataba, y Usuguk tan solo ha podido confirmarlo. Quizá fuera un nuevo accesorio para submarinos y necesitasen un lugar aislado para investigar sin molestias. Quizá debía complementar de alguna manera los radares de fase de la base. De todos modos, les recuerdo que la investigación se abandonó cuando apareció el animal y que se le dio un nuevo uso al ala norte.
—Ahora bien, por lo que sabemos, el equipo original ya estaba instalado antes de que se descubriera a esa criatura. —Marshall se volvió hacia Usuguk—. ¿Recuerda haber visto instrumentos, herramientas, en el ala norte?
El tunit asintió con la cabeza.
—Había muchas cosas tapadas con sábanas o con lonas. Otras aún estaban en las cajas. También había una sala grande y redonda, con las paredes forradas de algo como piel de caribú.
—Tal vez fuera algún tipo de cámara de eco —aventuró Faraday.
—Aunque hubiera instrumentos almacenados —repuso Logan—, ¿quién tiene experiencia en acústica para usarlos?
—El problema no es ese —dijo Sully—. Todos hemos cursado las asignaturas obligatorias de ingeniería eléctrica en la escuela de postgrado.
—Ya ha visto mi teclado —dijo Marshall—. En la universidad construí un sintetizador analógico.
—Yo he sido radioaficionado —añadió Faraday—. Aún tengo el permiso.
Logan se volvió hacia González.
—¿Qué le parece? ¿Nos dejará entrar o no?
—Hace cincuenta años que no entra nadie en el ala norte —contestó el sargento.
—No es una respuesta —dijo Logan.
González se quedó un momento callado. Después asintió con un gesto lacónico.
—¿Y Kari Ekberg y los demás? —preguntó Marshall.
González sacó la radio.
—González a Conti. Repito: González a Conti. Adelante.
La única respuesta fue la estática.
—Un momento —dijo Sully—. No estamos seguros de que sea verdad. Solo es una teoría.
—¿Prefieres esperar aquí a que nos mate esa cosa? —dijo Marshall—. No nos quedan más alternativas. —Se levantó—. Vamos, el tiempo se acaba.
Se encontraban en la entrada del sector técnico de radares, en el pasillo, casi a oscuras. Ekberg, con la vista apartada, las manos juntas y los dedos enlazados, tiritó a pesar del aire cálido. Wolff la miró, pero solo un momento.
Conti estaba algo más lejos, repasando las últimas tomas en la pequeña pantalla de la cámara.
—¿Por qué no me has dejado que contestara a la llamada de González? —preguntó ella.
—Lo más probable es que solo quiera sonsacarnos cuál es nuestra posición —murmuró el director—. Está claro que se ha retirado después del ataque y ahora quiere que también nos retiremos nosotros.
—Probablemente se haya refugiado en el laboratorio de ciencias naturales —contestó Wolff—. Con todos los demás. Si es listo, es lo que habrá hecho.
—Lo dudo. González es militar. No habría dejado que le detuviera un contratiempo así.
—¿Así lo llamas tú? —replicó Wolff—. ¿Un contratiempo?
Es cosa acaba de matar a otro de sus hombres.
Conti pulsó un interruptor de la cámara y la pantalla se apagó.
—González no se quedaría con los brazos cruzados. Ha debido de pillarlo por sorpresa. Ahora ya ha aprendido de su error: atacar a la bestia en su terreno ha sido un mal movimiento. Es mejor elegir el campo de batalla. Que el enemigo acuda a ti.
Wolff le miró con incredulidad.
—Emilio, ¿acaso crees que esto es una película y que tú, el guionista, puedes hacer que las cosas vayan por donde quieras?
Pareció que Conti ni siquiera le oyera.
—Vayamos a echar un vistazo a la escalera que hemos visto al pasar. Puede que González haya bajado con sus hombres y haya preparado una emboscada.
Volvió a cargar la cámara en el hombro y empezó a alejarse por el pasillo. Wolff le siguió entre protestas.
Ekberg vio cómo se iban. El pasillo era una trama de sombras que a cada minuto que pasaba parecían más agobiantes. No se le borraba de la cabeza la imagen de Creel: la cabeza arrancada, con la mirada fija, las salpicaduras de sangre, el cuerpo descuartizado… Empezó a seguir a Conti y a Wolff, con paso rígido.
—O llamamos a González por radio o volvemos al laboratorio de ciencias —decía Wolff—. Es una locura pasearse por aquí con esa máquina de matar suelta.
—Seguro que no dices lo mismo cuando recojamos el Osear al mejor documental. Además, vas armado.
—Creel también iba armado, con un arma enorme, y mira lo que le ha pasado.
—No sabemos qué ha pasado. Puede haber ocurrido cualquier cosa. Quizá se ha separado del grupo, o se ha acobardado y al irse corriendo ha caído en las fauces de la bestia.
Ya estaban cerca de la escalera. El hueco, con las paredes de metal, era una garganta negra, con un vago resplandor al fondo que a duras penas iluminaba los peldaños. Delante de ellos, el pasillo llevaba otra vez al cruce por donde se iba a la enfermería.
Conti se detuvo al principio de la escalera para ajustar el objetivo de la cámara y encender la luz suplementaria.
—No pienso dejarte bajar —dijo Wolff.
Conti siguió manipulando la cámara.
—¿No has entendido nada de lo que he dicho antes? Esto es demasiado importante. Si están abajo, tengo que filmarles.
—No deberíamos haber salido del comedor de oficiales.
Wolff miró a Ekberg, como si le exigiera una confirmación.
Ella no dijo nada. Estaba demasiado acongojada y aterrorizada.
Haber accedido en el comedor de oficiales a grabarle el sonido a Conti ya era un recuerdo antiguo. Ahora la idea de que llevar el documental a buen puerto pesara más que cualquier otra consideración le provocaba repugnancia.
—No tardaré mucho en ver si hay algo —dijo Conti. Volvió a ponerse la cámara en el hombro—. Si quieres, espera aquí.
Kari, necesitaré que me ayudes.
Ekberg sacudió la cabeza.
—Lo siento, Emilio, pero yo no voy.
Wolff puso una mano sobre la cámara.
—Tú te vuelves con nosotros. Ahora mismo.
—A mí no me das órdenes —dijo Conti, levantando bruscamente la voz a la vez que se giraba—. Es mi rodaje.
—Yo soy el representante de Blackpool…
Wolff enmudeció de golpe, gruñó un poco de dolor y se tapó las orejas con las manos. Poco después también Ekberg lo sintió: una presión dolorosa, que parecía irradiar desde el centro del cráneo.
—Esto no me gusta —dijo.
—Tenemos que irnos —contestó Wolff—; deprisa, antes de que…
Volvió a dejar la frase a medias. Tenía la mandíbula desencajada y una laxitud general en todo el cuerpo. Lo que miraba fijamente estaba en el pasillo, detrás de Conti. Ekberg se volvió con una enorme reticencia, siguiendo su mirada. Se le doblaban las rodillas de miedo; le asustaba aún más no mirar que mirar.
Delante, en el cruce de pasillos, la oscuridad tramada había empezado a moverse.
Fueron bajando los niveles en un silencio absoluto. En cabeza iba González, con el Mi6 colgado en la espalda y una linterna potente con la que alumbraba el camino entre los trastos. Llevaba una gran llave inglesa colgando de una anilla de tela cosida al uniforme de campaña. Detrás iban Logan y los científicos: Sully, con un arma en cada mano, y Marshall y Faraday con unos talegos de color caqui llenos de herramientas reunidas a toda prisa y de material, que tanto podía servirles como no. Les seguía Usuguk, sin ninguna expresión en su cara tatuada. El último era Phillips, que miraba a menudo por encima del hombro.
Cruzaron los espacios de almacenamiento del Nivel D, con repisas llenas de instrumentos antiguos e hileras de sensores redundantes que en la penumbra parecían centinelas montando guardia. A cada arco que trazaba el haz de la linterna de González, en el que se reflejaban nuevos objetos, surgían sombras que se les lanzaban bruscamente encima por las puertas abiertas y desde las estanterías empotradas.
La oscuridad y el silencio empezaron a poner nervioso a Marshall. En el fondo habría preferido no dejar atrás a Ekberg, Conti y "Wolff, pero la posibilidad de fabricar un arma que pudiera hacer daño al animal hacía que valiera la pena arriesgarse. Caminó un poco más despacio y se fue quedando rezagado, hasta ponerse a la altura del tunit.
—Usuguk —dijo, solo por pensar en otra cosa—, ¿por qué dice que esta montaña es un lugar maligno?
El tunit tardó un poco en contestar.
—Es una historia muy antigua, transmitida de padres a hijos y de generación en generación durante más tiempo del que pueda recordarse.
—Me gustaría oírla.
Usuguk hizo otra pausa antes de continuar.
—Mi gente cree en dos grupos de dioses, los de la luz y los de la oscuridad. De la misma manera que todo tiene su contrario (la alegría y la pena; el día y la noche), hicieron falta dos grupos de dioses para crear nuestro mundo. Los de la luz son los dioses supremos. Son los antiguos: los dioses del bien y la sabiduría. Bendicen la caza y llenan el mar de peces. Velan por el orden natural. Los dioses de la oscuridad son distintos. Ellos controlan la enfermedad y la muerte, y las pasiones humanas. Viven en los sueños y las pesadillas. Con el paso del tiempo, empezó a envenenarles su propio velo de oscuridad y sintieron envidia de los dioses de la luz. Les sedujo el mal, que era su instrumento y su fuente de poder. Y se volvieron malvados.
Doblaron una esquina y dejaron atrás una serie de talleres de reparación.
—Los dioses de la oscuridad intentaron debilitar a los dioses de la luz, desviar sus acciones hacia el mal, contaminar la tierra y oscurecer el sol que todo lo cura, pero al ver que no lo conseguían, intentaron usar su maldad para corromper a los dioses de la luz y volverlos en contra de sí mismos. Aunque los dioses de la luz eran benévolos, estaban preocupados y enfadados. Fue entonces cuando habló Anataq.
—¿Anataq?
—El dios bromista. No es de la luz ni de la oscuridad; es el equilibrio entre las dos. Había visto las acciones de los dioses oscuros y sabía que eran negativas y perjudiciales para el orden de la naturaleza, así que acudió a los dioses de la oscuridad y les habló de una cueva secreta tunit. Les contó que era donde estaban prisioneras las cincuenta mujeres más bellas y puras de la tribu. Dijo que su belleza era tan extraordinaria, que no debían ser tomadas por ningún varón, sino admiradas y reverenciadas. Su cueva estaba en lo más profundo de una montaña. Esta historia despertó el interés y la lascivia de los dioses oscuros y les encendió la sangre.
Seguían a González por una escalera que llevaba al Nivel E, el más bajo del ala central; los peldaños metálicos resonaban suavemente bajo sus pasos.
—Los dioses de la oscuridad le preguntaron a Anataq dónde estaba la montaña, pero el dios bromista no quiso decírselo.
Solo les explicó que él visitaba la montaña una vez al año, en el solsticio de verano, cuando los guardianes de las mujeres se ausentaban para ir a la ceremonia de la purificación. Aquel año, al llegar el solsticio, fue a la montaña hueca y, tal como había previsto, le siguieron los dioses de la oscuridad.
Cuando estuvieron en la cueva más profunda, Anataq vertió encima de ellos fuego líquido y les dejó encerrados.
—Lava —murmuró Marshall.
—La ira de los dioses de la oscuridad fue terrible. Bramaban, aullaban, y la montaña escupía fuego sin cesar. Fue tal su violencia, que el cielo se puso rojo de un horizonte al otro y el firmamento sangró. Rabiaron durante miles de años, pero Anataq les había encerrado muy bien y al final se cansaron. La montaña dejó de escupir fuego rojo. El firmamento ya no lloraba.
«Hasta ahora», pensó Marshall. Si una leyenda así formaba parte de sus creencias, no era de extrañar que a Usuguk le hubiera preocupado tanto la reaparición de aquella aurora boreal, tan extraña, de color rojo. Parecía increíble que hubiera sido capaz de trabajar en aquella base (y encima con una criatura tan aterradora y peligrosa). Pero Marshall pensó que Usuguk, en aquel entonces, era joven y tenía muchas dudas sobre las tradiciones de su pueblo.
Lástima que hubiera hecho falta un episodio tan traumático para transformarle.
—¿Y el
kurrshuq}
—preguntó—. Usted lo ha llamado guardián de la montaña prohibida.
—Después de encerrar en la montaña a los dioses de la oscuridad, Anataq apeló a los
kurrshuq
para que la vigilasen y se asegurasen de que no huyera nadie. Los
kurrshuq
son seres del mundo espiritual; no son dioses, sino seres poderosos que no se dignan participar en las costumbres y vidas de la Gente.
Durante muchos años, la montaña estuvo vigilada por un grupo de estos seres, pero la oscuridad de los dioses cautivos los fue corrompiendo poco a poco y al final se convirtieron en malvados.
—Devoradores de almas —dijo Marshall.
Los ojos del tunit se posaron un momento en él y luego volvieron a desviarse.
El Nivel E estaba aún más abarrotado de residuos que las plantas superiores y, dado que además la oscuridad era total, su avance quedó considerablemente entorpecido. Encabezados por González, pasaron junto a varios espacios mecánicos y una sala de control auxiliar. Justo después había una instalación eléctrica, que fue donde se pararon. González entró tras hacer señas a los demás de que le esperasen. Marshall vio cómo abría un cuadro eléctrico, enroscaba una serie de fusibles grandes, cerraba el cuadro y accionaba una palanca de seguridad. Con un gruñido de satisfacción, el sargento salió otra vez al pasillo.
—Ahora debería haber corriente en el ala norte —dijo.
Después de una serie de habitaciones más pequeñas, giraron a la derecha en un cruce. El pasillo se acababa al fondo, interrumpido por una compuerta maciza con cierres y candados. Marshall miró con cierta inquietud la bombilla roja de encima, que estaba apagada, y el aviso que prohibía el paso a quien no contase con la debida autorización.