Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
Y eso incluía aquel sitio llamado Lamuella, donde su madre la había dejado tirada. Y también a aquella persona que le había otorgado el precioso y mágico don de la vida a cambio de un asiento mejor y más caro. Menos mal que había resultado ser muy amable y simpático, pues si no habría habido lío. De los buenos. En el bolsillo llevaba una piedra especialmente afilada con la que podía dar un montón de problemas.
Puede ser muy peligroso ver las cosas bajo el punto de vista de otros sin el adecuado entrenamiento.
Se sentaron en el sitio que más le gustaba a Arthur, en la ladera que daba al valle. El sol iba a ponerse sobre el pueblo.
Lo que a Arthur no le gustaba tanto era mirar un poco más allá, al siguiente valle, donde un surco profundo, negro y desolado indicaba el lugar del bosque donde se había estrellado su nave. Pero quizá era por eso por lo que seguía yendo allí. El frondoso y ondulado paisaje de Lamuella podía contemplarse desde muchos sitios, pero Arthur se sentía atraído por aquél, con su insistente sombra de miedo y dolor acechando justo en el límite de su visión.
Nunca había vuelto desde que lo sacaron de los restos de la nave.
Ni volvería.
No podría soportarlo.
En realidad, intentó volver al día siguiente, aún atontado y con la cabeza dándole vueltas por la conmoción. Tenía una pierna y varias costillas rotas, aparte de algunas quemaduras serias, y aunque no pensaba de forma coherente insistió en que los aldeanos le llevaran, lo que ellos hicieron no sin cierta inquietud. Pero no logró llegar al sitio exacto donde la tierra ardió y se disolvió, y finalmente, cojeando, se alejó para siempre del horror.
Pronto corrió el rumor de que toda la zona estaba encantada, y desde entonces nadie se aventuró hasta allá. La comarca estaba llena de magníficos y deliciosos valles verdes, no tenía sentido dirigirse a uno que causaba tanta zozobra. Que el pasado se ocupara del pasado y que el presente siguiese su camino hacia el futuro.
Random mecía el reloj entre las manos, volviéndolo despacio para dejar que los largos rayos del sol poniente arrancaran cálidos destellos a los rasguños y arañazos del grueso cristal. La fascinaba ver el recorrido de la fina manilla del segundero. Siempre que describía un círculo completo, la más larga de las otras dos manecillas se situaba en la siguiente de las sesenta pequeñas divisiones que rodeaban la esfera. Y cuando la manilla larga completaba su propio círculo, la pequeña se adelantaba al siguiente número.
—Hace una hora que lo estás mirando— observó Arthur.
—Lo sé— repuso ella—. Una hora es cuando la manecilla grande ha recorrido un círculo completo, ¿no?
—Eso es.
—Entonces lo llevo mirando desde hace una hora y diecisiete... minutos.
Sonrió con un placer hondo y enigmático y se movió un poco, lo justo para apoyarse ligeramente contra el brazo de su padre. Arthur sintió que se le escapaba un pequeño suspiro que le reptaba por el pecho desde hacía semanas. Sintió deseos de rodear los hombros de su hija con el brazo, pero pensó que aún era demasiado pronto y que ella se apartaría. Sin embargo, algo estaba haciendo efecto. Algo se ablandaba en el interior de Random. El reloj tenía para ella un significado como nada lo había tenido en su vida hasta ahora. Arthur no estaba seguro todavía de haber comprendido realmente lo que era, pero estaba profundamente contento y aliviado de que algo hubiera hecho mella en ella.
—Explícamelo otra vez— le pidió Random.
—No tiene nada de especial— contestó Arthur—. El mecanismo de relojería es algo que se fue desarrollando a lo largo de cientos de años...
—Años terrestres.
—Sí. Se fue haciendo cada vez más fino y complejo. Era un trabajo delicado que requería un alto grado de especialización. Tenía que ser muy pequeño y seguir funcionando con precisión por mucho que se moviera o se cayese.
—Pero ¿sólo en un planeta?
—Bueno, allí es donde se inventó, ¿entiendes? Nunca se pensó que pudiera llevarse en otra parte y que funcionase en diferentes soles, lunas, campos magnéticos y esas cosas. Quiero decir que ese reloj todavía marcha perfectamente bien, pero eso no significa mucho tan lejos de Suiza.
—¿De dónde?
—Suiza. Ahí es donde los hacían. Un país pequeño y montañoso. Aburridamente limpio. La gente que los fabricaba no sabía que hay otros mundos.
—Qué cosa tan tremenda, no saberlo.
—Pues, sí.
—¿Y de dónde era esa gente?
—La gente, es decir, nosotros..., nos desarrollamos allí, como si dijéramos. Evolucionamos en la Tierra. No sé a partir de dónde, del barro o algo así.
—Como este reloj.
—Humm. No creo que el reloj se formara del barro.
—¡No entiendes!
Random se puso en pie de un salto, gritando.
—¡No entiendes! ¡No me entiendes, no entiendes nada! ¡Te odio por ser tan estúpido!
Echó a correr frenéticamente colina abajo, sin soltar el reloj y gritando que le odiaba.
Arthur se incorporó bruscamente, sorprendido y sin saber qué hacer. Echó a correr tras ella por la alta y tupida hierba. Le resultaba difícil y penoso. En el accidente se rompió una pierna que no se le soldó bien porque no había sido una fractura limpia. Daba traspiés y respingos al correr.
Random se dio la vuelta de pronto y se encaró con él, el semblante ensombrecido de cólera.
—¡No ves que esto es de algún sitio!— gritó, blandiendo el reloj—. ¡De algún sitio donde funciona! ¡De algún sitio donde encaja!
Se dio la vuelta de nuevo y siguió corriendo. Estaba en forma y era ligera de pies. Arthur no era ni remotamente capaz de seguirle el paso.
No era que no esperase que ser padre fuera tan difícil, sino que no esperaba ser padre en absoluto, sobre todo en un planeta extraño y de forma tan repentina e inesperada.
Random se volvió a gritarle otra vez. Por alguna razón, siempre se paraba para hacerlo.
—¿Quién te crees que soy?— preguntó con rabia—. ¿Tu billete de primera clase? ¿Por quién supones que me tomaba mamá? ¿Por un billete para la vida que no tenía?
—No sé qué quieres decir con eso— contestó Arthur, jadeante y lleno de dolores.
—¡Tú no sabes lo que nadie quiere decir con nada!
—¿Qué quieres decir?
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!.
—¡Dímelo! ¡Dímelo, por favor! ¿Qué quiere decir ella con eso de la vida que no tuvo?
—¡Deseaba haberse quedado en la Tierra! ¡Se arrepentía de haberse largado con el imbécil de Zaphod, ese estúpido subnormal! ¡Cree que su vida habría sido diferente!
—¡Pero entonces habría muerto!— objetó Arthur—. ¡Habría muerto cuando destruyeron el mundo!
—Eso habría sido una vida diferente, ¿no?
—Eso es...
—¡No tenía que haberme tenido! ¡Me odia!
—¡Eso no lo dices en serio! Cómo es posible que alguien, humm, quiero decir...
—Me tuvo porque yo estaba destinada a hacer que las cosas le fueran bien. Ése era mi cometido. ¡Pero a mí me fueron aún peor que a ella! Así que se ha deshecho de mí para continuar con su absurda vida.
—¿Qué hay de absurdo en su vida? Tiene un éxito fabuloso, ¿no? Se mueve por todo el tiempo y el espacio, en todas las redes de televisión Sub-Etha...
—¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido! ¡Estúpido!
Random se volvió y echó a correr de nuevo. Arthur no pudo seguirla y acabó sentándose un poco para calmar el dolor de la pierna. En cuanto al tumulto que tenía en la cabeza, no tenía la menor idea de qué hacer.
Una hora después entró renqueando en el pueblo. Estaba oscureciendo. Los aldeanos con los que se cruzaba lo saludaban, pero había en el aire una sensación de nerviosismo, de no saber exactamente qué pasaba ni de qué hacer al respecto. Habían visto al Anciano Thrashbarg tirarse de la barba y mirar a la luna durante bastante tiempo, y eso tampoco era buena señal.
Arthur entró en su cabaña.
Random estaba en silencio, encogida sobre la mesa.
—Lo siento— dijo—. Lo siento mucho.
—Está bien— repuso Arthur en el tono más suave que pudo—. No viene mal tener..., bueno, una pequeña charla. Hay tantas cosas que tenemos que conocer y entender el uno del otro, y la vida no es..., bueno, no todo es té y bocadillos...
—Lo siento tanto— repitió Random entre sollozos.
Arthur se acercó a ella y le rodeó los hombros con el brazo. Ella no se resistió ni se apartó. Entonces vio Arthur qué era lo que tanto sentía.
En el círculo de luz arrojado por un quinqué lamuellano yacía el reloj de Arthur. Random había forzado la tapa trasera con el cuchillo de untar la mantequilla, y todas las ruedecillas dentadas, los muelles y palancas estaban desperdigados en una caótica confusión justo en el sitio donde los había estado manipulando.
—Sólo quería ver cómo funcionaba— explicó Random— , cómo encajaba todo. ¡Lo siento tanto! No sé volver a montarlo. Lo siento, lo siento, lo siento. No sé qué hacer. ¡Haré que lo arreglen! ¡De verdad! ¡Lo llevaré a arreglar!
Al día siguiente apareció Thrashbarg y empezó a decir toda clase de cosas sobre Bob. Trató de ejercer una influencia conciliadora invitando a Random a recrearse la mente en el inefable misterio de la tijereta gigante, pero Random replicó que no existían tijeretas gigantes y Thrashbarg se quedó muy parado y silencioso y afirmó que acabaría siendo arrojada a la oscuridad exterior. Random dijo que muy bien, que ella había nacido allí, y al día siguiente llegó el paquete.
Estaban empezando a ocurrir demasiadas cosas.
En realidad, cuando llegó el paquete, entregado por una especie de robot que cayó del cielo con un zumbido de abejón, se suscitó la impresión, que poco a poco empezó a cundir por el pueblo entero, de que aquello ya casi pasaba de castaño oscuro.
La culpa no fue del robot abejón. Lo único que le hacía falta para marcharse era la firma o la huella del pulgar de Arthur Dent. Se quedó esperando, sin saber exactamente a qué venía todo aquel resentimiento. Mientras, Kirp había pescado otro pez con una cabeza en cada extremo, pero al examinarlo con más detenimiento resultó que en realidad eran dos peces cortados por la mitad y cosidos de mala manera, de modo que Kirp no sólo no logró reanimar el interés por los peces de dos cabezas, sino que además arrojó serias dudas sobre la autenticidad del primero. únicamente los pájaros pikka parecían pensar que todo era absolutamente normal.
El robot abejón recibió la firma de Arthur y salió a escape. Arthur llevó el paquete a su cabaña, se sentó y lo observó.
—¡Vamos a abrirlo!— exclamó Random, que aquella mañana se sentía más animada, ya que todo lo que la rodeaba se había vuelto absolutamente extraño, pero Arthur dijo que no.
—¿Por qué no?
—No viene dirigido a mí.
—Sí, es para ti.
—No, no lo es. Viene a mi dirección, pero para entregar a... bueno, es para Ford Prefect.
—¿Ford Prefect? ¿No es ése el que...?
—Sí— contestó Arthur en tono agrio.
—He oído hablar de él.
—Supongo que sí.
—Abrámoslo de todos modos. ¿Qué vamos a hacer si no?
—No sé— confesó Arthur, que en realidad no estaba seguro.
Había llevado a la fragua los cuchillos estropeados a primera hora de aquella radiante mañana, y Strinder los había mirado y había dicho que vería lo que podía hacer.
Habían hecho lo de siempre, agitar los cuchillos por el aire para determinar el contrapeso, la flexión y esas cosas, pero faltaba alegría y Arthur tuvo la triste sensación de que sus días como Hacedor de Bocadillos estaban probablemente contados.
Agachó la cabeza.
La próxima aparición de los Animales Completamente Normales era inminente, pero Arthur pensó que las habituales celebraciones de la caza y los festines iban a ser más bien apagados y problemáticos. Algo había pasado en Lamuella, y Arthur tuvo la horrible sensación de que él tenía la culpa.
—¿Qué crees que será?— insistió Random, dando vueltas al paquete entre las manos.
—No sé— contestó Arthur—. Pero será algo malo y preocupante.
—¿Cómo lo sabes?— protestó Random.
—Porque todo lo que tiene que ver con Ford Prefect acaba siendo peor y más preocupante que cualquier cosa que no tenga nada que ver con él. Créeme.
—Estás preocupado por algo, ¿verdad?
Arthur suspiró.
—Sólo estoy un poco inquieto y nervioso.
—Lo siento— dijo Random, volviendo a dejar el paquete. Comprendía que, si lo abría, le preocuparía verdaderamente. No tenía más remedio que abrirlo cuando él no mirase.
Arthur no estaba del todo seguro de qué había echado en falta primero. Cuando notó que una de las dos cosas no estaba, pensó inmediatamente en la otra y en seguida comprendió que faltaban las dos y que, en consecuencia, iba a ocurrir algo muy malo y de difícil arreglo.
Random no estaba. Y el paquete tampoco.
Lo había dejado todo el día en un estante, a la vista. Como en prueba de confianza.
Era consciente de que una de sus obligaciones de padre era dar muestras de confianza en su hija, crear una sensación de franqueza y responsabilidad en el fundamento de su mutua relación. Había tenido la desagradable impresión de que hacer una cosa así era una imbecilidad, pero lo había hecho de todas formas, y desde luego ése había sido el resultado, vivir para ver. En cualquier caso, se vive.
Y también se tiene miedo.
Arthur salió corriendo de la cabaña. Era a media tarde, la luz se iba amortiguando y se preparaba una tormenta. No vio a Random por parte alguna, ni rastro de ella. Preguntó. Nadie la había visto. Todos volvían a recogerse a sus hogares. A las afueras del pueblo soplaba un poco de viento, levantando cosas a su paso y lanzándolas peligrosamente por todos lados.
Se encontró con Thrashbarg y le preguntó. El Anciano lo miró impasible y señaló en la dirección que Arthur más temía, la que le había indicado su instinto.
Pero ahora estaba seguro.
Random había ido a donde pensaba que él no la seguiría.
Miró al cielo, que estaba sombrío, cárdeno y veteado, y se le ocurrió que era la clase de cielo por donde los Cuatro jinetes del Apocalipsis cabalgarían sin sentirse un puñado de perfectos imbéciles.
Lleno del más negro presentimiento, acometió la senda que llevaba al bosque del siguiente valle. Las primeras gotas de lluvia empezaron a salpicar el suelo mientras él intentaba correr arrastrando la pierna.
Random llegó a la cresta de la colina y miró al siguiente valle. La ascensión había sido más larga y penosa de lo que había pensado. Le preocupaba un poco que no fuese buena idea hacer aquella excursión de noche, pero su padre se había pasado todo el día cerca de la cabaña, haciendo como que no vigilaba el paquete. Al fin tuvo que ir a la fragua a hablar con Strinder de los cuchillos, y Random había aprovechado la ocasión para salir corriendo con el paquete.