Read Informe sobre la Tierra: Fundamentalmente Inofensiva Online
Authors: Douglas Adams
Además se sentía en casa con el número de soles y lunas que tenía Lamuella— uno de cada-, a diferencia de otros planetas a los que había ido a parar de vez en cuando, que tenían una cantidad ridícula de ellos.
El planeta tardaba trescientos días en completar la órbita de su único sol, y ese número estaba muy bien porque significaba que el año no se alargaba demasiado. La luna giraba en torno a Lamuella unas nueve veces al año, con lo que un mes tenía algo más de treinta días, lo que era absolutamente perfecto porque le daba a uno un poco más de tiempo para hacer las cosas. No es que se pareciese simplemente a la Tierra, sino que en realidad era mejor.
Por su parte, Random creía estar atrapada en una pesadilla recurrente. Tenía accesos de llanto y pensaba que la luna quería cogerla. Allí la tenía todas las noches, y luego, cuando desaparecía, salía el sol y la perseguía. Una y otra vez.
Trillian le había advertido de que Random podría tener ciertas dificultades para habituarse a una vida más regular de la que había llevado hasta entonces, pero en realidad Arthur no estaba preparado para ladrar a la luna.
No estaba preparado para nada de aquello, por supuesto.
¿Su hija?
¿Su hija? Trillian y él nunca habían ni siquiera... ¿nunca?. Tenía la absoluta seguridad de que lo hubiese recordado. ¿Y qué pasaba con Zaphod?
—No es la misma especie, Arthur— le contestó Trillian—. Cuando decidí tener un hijo me hicieron toda clase de pruebas genéticas y sólo encontraron una pareja que me fuese bien. No caí en la cuenta hasta más tarde. Lo comprobé y tenía razón. Normalmente no les gusta decirlo, pero yo insistí.
—¿Quieres decir que fuiste a un banco de DNA?— preguntó Arthur, con los ojos saltones.
—Sí. Pero la niña no salió tan al azar como su nombre indica, porque desde luego tú eras el único homo sapiens donante. Aunque debo añadir que, según parece, volabas con muchísima frecuencia.
Arthur miraba con los ojos en blanco a la niña de infeliz aspecto que, en una postura desgarbada, le miraba tímidamente desde el marco de la puerta.
—Pero ¿cuándo... cuánto tiempo...?
—¿Te refieres a qué edad tiene?
—Sí.
—La que no debiera.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que no tengo ni idea.
—¿Cómo?
—Bueno, pues según mis cálculos creo que la tuve hace unos diez años, pero está claro que es mucho mayor. Me paso la vida yendo hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, ¿sabes? El trabajo. Solía llevarla conmigo cuando podía, pero no siempre era posible. Luego la dejaba en guarderías de zonas temporales, pero ya no te puedes fiar de cómo calculan el tiempo. Las dejas por la mañana y sencillamente no tienes ni idea de la edad que tendrán por la tarde. Te quejas hasta desgañitarte pero no consigues nada. Una vez la dejé unas horas en uno de esos sitios y cuando volví ya había pasado la pubertad. He hecho lo que he podido, Arthur, ahora te toca a ti. Tengo que cubrir una guerra.
Los diez segundos que pasaron tras la marcha de Trillian fueron los más largos de la vida de Arthur Dent. El tiempo, como sabemos, es relativo. Se puede hacer un viaje espacial de ida y vuelta que dure años luz, pero si se va a la velocidad de la luz al volver se puede haber envejecido simplemente unos segundos mientras tu hermano o hermana gemela habrá envejecido veinte, treinta, cuarenta o los años que sean, depende de lo lejos que se haya viajado.
Eso puede causar una profunda conmoción personal, sobre todo si uno ignora que tiene un hermano gemelo. Los segundos que se ha estado ausente no bastarán para prepararle a uno al sobresalto de la vuelta, cuando se vea ante una familia nueva y extrañamente aumentada.
Diez segundos de silencio no fue tiempo suficiente para que Arthur volviera a rehacer toda la idea que tenía de sí mismo y de su vida para incluir de pronto en ella a una hija de cuya mera existencia no había tenido el menor indicio de sospecha al levantarse por la mañana. Unos lazos familiares profundos y efectivos no pueden establecerse en diez segundos, por muy lejos y muy deprisa que se viaje en busca de ellos, y Arthur no pudo menos que sentirse incapaz, perplejo y aturdido mientras miraba a la niña, que seguía de pie en la puerta con la vista fija en el suelo de su casa.
Suponía que no tenía sentido hacer como si no se sintiera incapaz.
Se acercó a ella y la abrazó.
—No te quiero— le dijo—. Lo siento. Ni siquiera te conozco todavía. Pero dame unos minutos.
Vivimos en una época extraña.
También vivimos en sitios extraños: cada uno en su propio universo. La gente con quien poblamos nuestros universos son sombras de otros mundos que se cruzan con el nuestro. El hecho de advertir esa pasmosa complejidad del infinito retorno y decir cosas como: «¡Ah, hola, Ed! Qué moreno estás. ¿Cómo está Carol?», requiere una buena dosis de trascendencia, capacidad que todos los seres conscientes han de desarrollar con objeto de protegerse a sí mismos de la contemplación del caos por el que tropiezan y caen. Así que déle a su hijo una oportunidad, vale?
Fragmento de Paternidad práctica en un universo fractalmente enloquecido
—¿Qué es esto?
Arthur casi había renunciado. Es decir, no iba a renunciar. No abandonaría de ninguna manera. Ahora no. Ni nunca.
Pero si hubiera sido de las personas que renuncian, ése era probablemente el momento en que lo hubiera hecho.
No satisfecha con ser arisca, tener mal genio, querer marcharse a jugar a la era paleozoica, no comprender por qué tenían puesta la gravedad todo el tiempo y gritar al sol para que dejara de perseguirla, Random además había utilizado el cuchillo de trinchar de Arthur para arrancar piedras del suelo y lanzarlas contra los pájaros pikka por mirarla de aquel modo.
Arthur ni siquiera sabía si en Lamuella había habido era paleozoica. Según el Anciano Thrashbarg, el planeta se había descubierto plenamente formado en el ombligo de un gigantesco tijereta un viernes a las cuatro y media de la tarde, y pese a que Arthur, curtido viajero galáctico con buenas notas en Física y Geografía, albergaba sobre ello dudas bastante serias, discutir con el Anciano Thrashbarg era más bien una pérdida de tiempo y nunca había tenido mucho sentido.
Suspiró mientras acariciaba el cuchillo torcido y mellado. Iba a quererla aunque le costara la vida, a él, a ella o a los dos. No era fácil ser padre. Era consciente de que nadie había dicho nunca que fuese fácil, pero no se trataba de eso porque en primer lugar él nunca había pedido ser padre.
Hacía lo que podía. Pasaba con ella cada momento que podía sustraer a los bocadillos, hablaba, se sentaba con ella en la colina para ver la puesta de sol sobre el valle en que se asentaba el pueblo, intentando averiguar cosas de su vida, tratando de explicarle la suya. Tarea difícil. Lo que tenían en común, aparte del hecho de tener genes casi idénticos, era del tamaño de un guijarro. O mejor dicho, la divergencia de sus puntos de vista equivalía a la diferencia de tamaño entre Trillian y ella.
—¿Qué es esto?
De pronto comprendió que le estaba hablando y él no se había dado cuenta. O más bien no había reconocido su voz.
En lugar de dirigirse a él en su tono habitual, amargo y truculento, le estaba haciendo una simple pregunta.
Volvió la cabeza, sorprendido.
Estaba sentada en un taburete en un rincón de la cabaña, en aquella postura suya de hombros encogidos, rodillas juntas, pies extendidos hacia afuera, con el pelo negro colgándole sobre la cara mientras miraba algo que tenía entre las manos.
Con cierto nerviosismo, Arthur se acercó a ella.
Sus cambios de humor eran imprevisibles, pero hasta entonces todos habían oscilado entre distintos tipos de mal genio. Crisis de amarga recriminación daban paso sin previo aviso a un absoluto desprecio de sí misma, seguido de largos accesos de sombría desesperación marcados por repentinos actos de absurda violencia contra objetos inanimados y exigencias de que fueran a clubs electrónicos.
En Lamuella no sólo no había clubs electrónicos, sino que no había clubs de ninguna clase ni, en realidad, tampoco electricidad. Había una fragua y una panadería, unos cuantos carros y un pozo, pero aquél era el nivel más alto de la técnica lamuellana, y una buena parte de los inextinguibles accesos de cólera de Random iba dirigida contra el atraso absolutamente incomprensible del planeta.
Cogía televisión Sub-Etha en un diminuto Panel-O-Flex que le habían implantado quirúrgicamente en la muñeca, pero eso no la animaba lo más mínimo porque no daban más que noticias demenciales y apasionantes de cosas que ocurrían en cualquier otra parte de la Galaxia menos allí. También le daba frecuentes noticias de su madre, que la había abandonado para cubrir alguna guerra que, según parecía ahora, jamás había ocurrido, o al menos que había salido muy mal en algún sentido por falta de una adecuada recopilación de datos. Además, le daba acceso a montones de programas de espectaculares aventuras con toda clase de naves espaciales fantásticamente lujosas que se estrellaban unas contra otras.
Los aldeanos estaban completamente hipnotizados por aquellas maravillosas imágenes que le salían de la muñeca. Sólo una vez habían visto estrellarse a una nave espacial, y había sido algo tan aterrador, violento y espantoso, y había producido tan horribles estragos, incendios y muertes que, estúpidamente, no comprendían que se trataba de un pasatiempo.
El Anciano Thrashbarg se quedó tan pasmado que en seguida vio a Random como emisaria de Bob, pero muy poco después decidió que en realidad había sido enviada para probar su fe, si no su paciencia. También estaba alarmado por el número de accidentes de naves espaciales que debía incorporar a sus historias religiosas si es que quería antener la atención de los aldeanos para que no se precipitaran continuamente a ver la muñeca de Random.
En aquel momento, Random no se miraba la muñeca, que estaba apagada. Sin decir nada, Arthur se puso en cuclillas a su lado para ver qué estaba mirando.
Era su reloj. Se lo había quitado para ir a ducharse en la cascada del pueblo, Random lo había encontrado y trataba de averiguar para qué servía.
—Sólo es un reloj— le explicó—. Sirve para saber la hora.
—Ya lo sé— repuso ella—. Pero a pesar de que no dejas de manipularlo, sigue sin decirte la hora exacta. Ni siquiera de forma aproximada.
Descubrió la ventanilla de lectura del panel de la muñeca, que automáticamente mostró la hora local. El panel de su muñeca se había dedicado tranquilamente a medir la gravedad y el impulso orbital del planeta, observando la situación del sol y siguiendo su trayectoria celeste, todo ello a los pocos minutos de la llegada de Random a Lamuella. Luego recogió rápidamente datos del entorno para averiguar las convenciones de medida locales y volver a programarse de forma adecuada. Hacía esas cosas continuamente, lo que era especialmente valioso si se emprendían muchos viajes tanto en el tiempo como en el espacio.
Random frunció el ceño ante el reloj de su padre, que no hacía nada de aquello.
Arthur le tenía mucho cariño al reloj. Era mejor del que él hubiera podido adquirir jamás. Se lo había regalado en su vigesimosegundo cumpleaños un padrino rico y abrumado de sentimientos de culpa que hasta entonces se había olvidado de todos sus aniversarios, aparte de no acordarse ni de su nombre. Decía el día, la fecha, las fases de la luna; tenía las palabras «Para Albert en su vigesimoprimer cumpleaños» grabadas en la abollada y arañada parte de atrás en letras que aún eran visibles.
El reloj había pasado en los últimos años por multitud de pruebas, la mayoría de las cuales ni entraban en la garantía. Claro que él no pensaba que la garantía mencionase especialmente que el reloj sólo era exacto dentro del particular campo gravitatorio y magnético de la Tierra, y siempre que el día tuviese veinticuatro horas y el planeta no estallase y esas cosas. Eran suposiciones tan fundamentales que hasta los juristas las habrían pasado por alto.
Afortunadamente, el reloj era de cuerda, o al menos de cuerda automática. En ninguna parte de la Galaxia habría encontrado pilas del tamaño, dimensiones y especificaciones de potencia que eran perfectamente normales en la Tierra.
—¿Y qué son todos esos números?— preguntó Random.
Arthur le cogió el reloj.
—Los números del borde de la esfera indican las horas. En la ventanita de la derecha dice ju, que significa jueves, y ese número catorce quiere decir que hoy es el 14 de MAYO, mes que aparece en esta otra ventanita de aquí.
—Y esa ventanita semicircular de ahí arriba te dice las fases de la luna. En otras palabras, te indica qué parte de la luna está iluminada de noche por el sol, lo que depende de las respectivas posiciones del Sol, de la Luna y, bueno..., de la Tierra.
—La Tierra— repitió Random.
—Sí.
—Y de ahí eres tú, y mami también.
—Sí.
Random cogió el reloj de nuevo y volvió a mirarlo, claramente desconcertada por algo. Luego se lo llevó a la oreja y lo escuchó asombrada.
—¿Qué es ese ruido?
—El tictac. La maquinaria que hace andar al reloj. Se llama mecanismo de relojería. Se compone de una serie de ruedecillas dentadas y muelles entrelazados que hacen girar las manecillas a la velocidad justa para que indiquen las horas, los minutos, los días, etcétera.
Random continuó mirándolo.
—Hay algo que te tiene perpleja. ¿Qué es?— preguntó Arthur.
—Sí— contestó Random, al cabo—. ¿Por qué es todo de metal?
Arthur propuso dar un paseo. Pensaba que debían hablar de algunas cosas y parecía que Random, si no precisamente dócil y bien dispuesta, al menos por una vez no gruñía.
Desde el punto de vista de Random, eso también era muy extraño. No es que pretendiera ser difícil porque sí, sino que no sabía ser de otra manera.
¿Quién era aquel individuo? ¿Qué era esa vida que ella debía llevar? ¿Y qué era aquel universo que no dejaba de entrarle por los ojos y los oídos? ¿Para qué era? ¿Qué pretendía?
Había nacido en una nave espacial que iba de alguna parte a otro sitio, y cuando tenía que ir a otro sitio, ese otro sitio resultaba ser simplemente alguna parte de la cual había que volver a ir a otro sitio, y así sucesivamente.
Para ella era normal suponer que estaba en otro sitio. Era normal pensar que estaba en el sitio menos indicado.
No se daba cuenta de que sentía eso porque eso era lo único que siempre había sentido, igual que nunca le parecía extraño que en casi todos los sitios adonde iba necesitara llevar pesos o trajes antigravedad, y normalmente también algún aparato especial para respirar. Los únicos sitios en que se encontraba a gusto eran mundos que uno concebía para habitarlos personalmente: realidades virtuales en los clubs electrónicos. Jamás se le había ocurrido que el Universo real era algo donde se podía encajar de verdad.