Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (15 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Más tarde, todas esas anomalías pudieron explicarse perfectamente. El fuego no respondió al agua lanzada en la cocina porque no estaba en la cocina. Era silencioso porque el suelo atenuaba el ruido. El salón estaba muy caliente porque el fuego estaba debajo, y el calor tiende a subir. Pero durante el incendio, el teniente no estableció estas asociaciones de forma consciente. Todo su pensamiento se elaboró detrás de la puerta cerrada del inconsciente. Es un excelente ejemplo de selección de datos significativos. El ordenador interno del bombero descubrió sin esfuerzo y en un instante un patrón en el caos. Aunque lo más llamativo de aquella jornada fue, sin duda, lo cerca que estuvo de convertirse en catástrofe. Si el teniente se hubiese parado a discutir la situación con sus hombres; si les hubiese dicho: «Vamos a hablar de esto y a tratar de averiguar lo que está pasando»; si, en otras palabras, hubiese hecho lo que solemos pensar que hacen los líderes para resolver problemas difíciles, quizá habría destruido su perspicacia, que fue lo que les salvó la vida.

En el caso de Millennium Challenge, ése fue precisamente el error que cometió el equipo Azul. Tenían un sistema que obliga a los mandos a detenerse, hablar y conjeturar sobre lo que estaba ocurriendo. Nada que objetar si el problema que afrontaban exigía lógica. Pero Van Riper siguió otro camino. El equipo Azul pensó que podría escuchar las comunicaciones de Van Riper, pero éste empezó a enviar mensajeros en moto. Pensaron que sus aviones no podrían despegar. Pero él resucitó una técnica olvidada de la II Guerra Mundial y utilizó códigos de luces. Pensaron que no podría seguir a sus barcos. Pero llenó el Golfo de pequeñas lanchas torpederas. Y a continuación, sobre la marcha, cuando vieron un momento favorable, los mandos de Van Riper atacaron y, súbitamente, lo que el equipo Azul consideró un «incendio en la cocina» se convirtió en algo que no había forma de incorporar a sus ecuaciones. El problema exigía perspicacia, pero sus aptitudes para ella se habían agotado.

«Me dijeron que los del equipo Azul sostenían largas discusiones», afirma Van Riper. «Estaban tratando de determinar cuál era la situación política. Tenían gráficos con flechas hacia arriba y hacia abajo. Recuerdo que pensé: "Un momento, ¿pero es que hacían eso mientras luchaban?". Manejaban innumerables siglas, por ejemplo, los elementos del poder nacional eran diplomáticos, informativos, militares y económicos, es decir, DIME, por la letra inicial de cada palabra. Siempre hablaban del DIME Azul. También había instrumentos políticos, militares, económicos, sociales, de infraestructura y de información: PMESI. Así que mantenían unas conversaciones horrorosas en las que se preguntaban dónde estaría nuestro DIME en relación con su PMESI. Me daban ganas de vomitar. ¿De qué estáis hablando? Os habéis dejado atrapar por formas, matrices, programas de ordenador, y ahora todo eso os absorbe. Estaban tan concentrados en la mecánica y en los procesos, que eran incapaces de ver el problema desde una perspectiva holística. Cuando se descompone una cosa, se pierde su significado».

«La Evaluación de Red Operativa era un instrumento que, en teoría, iba a permitirnos verlo todo y saberlo todo», admitiría más tarde el general Dean Cash, uno de los oficiales de mayor categoría del JFCOM y participante activo en el juego de guerra. «Es evidente que ha fallado».

Crisis en urgencias

En la calle West Harrison de Chicago, a unos tres kilómetros hacia el oeste del centro de la ciudad, se alza un edificio muy ornamentado que ocupa una manzana completa y que se construyó en los primeros años del siglo XX. Durante casi cien años fue el hospital del condado de Cook. Aquí se abrió el primer banco de sangre, aquí se hicieron los primeros tratamientos con radiación de cobalto, aquí se reimplantaron cuatro dedos amputados y aquí funcionó una sección de traumatología tan famosa —y tan ocupada con las heridas y lesiones que causaban los gángsteres de la zona— que inspiró la serie de televisión
Urgencias
. Pero a finales de la década de 1990, el hospital del condado de Cook inició un programa que podría dar a la institución tanto prestigio como todos sus éxitos anteriores. El hospital modificó la forma en que los médicos diagnosticaban a los pacientes que llegaban a urgencias quejándose de dolor torácico; la forma en que lo hicieron y los motivos que les movieron a hacerlo proporcionan otra forma de entender la inesperada victoria de Paul van Riper en Millennium Challenge.

El gran experimento del hospital de Cook empezó en 1996, un año después de que un hombre notable, llamado Brendan Reilly, llegase a Chicago para ocupar la presidencia del departamento médico del centro. La institución que heredó Reilly era un caos. Como principal hospital público de la ciudad, el Cook era el último recurso de cientos de miles de ciudadanos sin seguro médico. Los medios se estiraban hasta el límite. Las enormes salas del hospital se había construido para otro siglo. No había habitaciones privadas y los pacientes estaban separados por delgados paneles de madera contrachapada. No había cafetería ni teléfono privado, sólo un teléfono público en un extremo del vestíbulo. Según se decía, los médicos enseñaron en cierta ocasión a un mendigo a hacer análisis de laboratorio porque no tenían a nadie más.

«En los viejos tiempos», recuerda un médico del hospital, «si tenías que examinar a un paciente en plena noche, tenías que encender la única luz que había, que iluminaba toda la habitación. Hasta mediados de la década de 1970 no hubo luces individuales en las camas. Como no había aire acondicionado, se instalaron unos ventiladores enormes, y es fácil imaginar el ruido que hacían. Había policías por todas partes, porque al hospital del condado de Cook es adonde trasladaban a los enfermos de las cárceles, y había presos encadenados a la cama. Los pacientes llevaban televisores y radios, y el estruendo era tremendo; la gente se sentaba en los pasillos, como si estuviese en el porche de su casa en una noche de verano. Sólo había un baño para todos esos pasillos llenos de enfermos, y la gente iba de un lado a otro con sus perchas para los sueros intravenosos. Teníamos también timbres para llamar a las enfermeras pero, por supuesto, no había enfermeras suficientes, de modo que los timbres no paraban de sonar. Intente escuchar los ruidos del corazón o de los pulmones en un sitio así. Era una locura».

Reilly había empezado su carrera en el centro médico de Dartmouth College, un hermoso y próspero hospital de vanguardia, resguardado del viento por las redondeadas colinas de New Hampshire. La calle West Harrison era otro mundo. «Mi primer verano aquí fue el de 1995, que trajo a Chicago una ola de calor que mató a cientos de personas y, por supuesto, el hospital no tenía aire acondicionado», recuerda Reilly. «Dentro del hospital había casi cincuenta grados. Teníamos pacientes —pacientes muy enfermos— luchando por vivir en ese entorno. Una de las primeras cosas que hice fue agarrar a una de las responsables de administración y obligarla a sentarse en una de las salas. No permaneció allí ni ocho segundos».

La lista de dificultades a las que se enfrentaba Reilly era inacabable. Pero el departamento de urgencias pedía a gritos una atención especial. Como muy pocos pacientes del Cook tenían seguro médico, casi todos ingresaban por urgencias, y los más listos acudían a primera hora de la mañana provistos de comida y cena. En los pasillos había unas colas interminables. Las habitaciones estaban atestadas. Cada año pasaban por urgencias nada menos que 250.000 pacientes.

«Muchas veces», cuenta Reilly, «era difícil incluso abrirse paso por la sala de urgencias. Las camillas estaban unas sobre otras. La presión para atender a toda esa gente era constante. Los enfermos debían ser ingresados en el hospital, y ahí es donde empezaba lo interesante. Es un sistema con recursos limitados. ¿Cómo determinar lo que necesita cada cual? ¿Cómo dirigir los recursos a quienes más los necesitan?». Muchas de esas personas sufrían asma, porque en Chicago la concentración de asmáticos es una de las más elevadas de Estados Unidos. Por tanto, Reilly trabajó junto con su personal para desarrollar un protocolo especial de tratamiento eficaz de los pacientes asmáticos y un conjunto de programas para atender a los vagabundos.

Ahora bien, desde el principio ocupó un lugar central la forma de abordar los ataques cardíacos. Un número considerable de quienes acudían a urgencias —alrededor de treinta diarios— se quejaban de estar sufriendo un ataque al corazón. Y esos treinta acaparaban un número desproporcionado de camas, enfermeras y médicos, además de permanecer en el centro más tiempo que otros pacientes. Quienes se quejaban de dolor en el tórax acaparaban muchos recursos. El protocolo de tratamiento era largo y complicado y, para colmo, desesperadamente infructuoso.

Llega un paciente con la mano aferrada al pecho. Una enfermera le toma la tensión. Un médico le coloca el estetoscopio en el tórax para tratar de detectar el crujido característico que indica presencia de líquido en los pulmones, un signo infalible de que el corazón no bombea con la eficacia necesaria. Le hace algunas preguntas: ¿Desde cuándo tiene ese dolor en el pecho? ¿Dónde le duele? ¿Se agudiza el dolor cuando hace ejercicio? ¿Ha tenido antes afecciones cardiacas? ¿Cuál es su nivel de colesterol? ¿Toma medicamentos? ¿Es diabético? (hay una estrecha asociación entre la diabetes y las patologías cardiacas). A continuación llega una técnica empujando un carrito con un pequeño aparato del tamaño de una impresora de ordenador. Le coloca unas pequeñas pegatinas de plástico en distintos puntos de los brazos y el tórax, conecta un electrodo a cada una de ellas para «leer» la actividad eléctrica del corazón e imprime un gráfico en un papel rosa. Esto se llama electrocardiograma (ECG). En teoría, el corazón de un paciente sano produce un gráfico característico y constante parecido al perfil de una cadena montañosa. Si el paciente sufre alguna alteración cardiaca, el gráfico presentará deformaciones: líneas que suelen ir hacia arriba van hacia abajo; otras normalmente curvadas aparecen planas, o alargadas o puntiagudas; además, si el paciente está a punto de sufrir un ataque cardíaco, el ECG se supone que forma dos trazados muy especiales e identificables. Las palabras clave son en este caso «se supone que». El ECG dista de ser perfecto. A veces, alguien con un ECG completamente normal se encuentra en una situación grave, mientras que quien presenta un gráfico espeluznante puede estar completamente sano. Hay formas de determinar con certeza absoluta cuándo alguien sufre un ataque al corazón, pero se trata de pruebas enzimáticas que tardan horas en dar el resultado. Y el médico de urgencias que se enfrenta a un paciente agónico y que debe atender a varios cientos más que hacen cola en recepción no dispone de horas. Por tanto, cuando alguien se presenta con dolor torácico, el doctor recoge toda la información que puede y hace una estimación.

El problema de las estimaciones es que no son muy exactas. Una de las cosas que Reilly hizo poco después de llegar al Cook fue reunir veinte historias clínicas muy típicas de pacientes que habían acudido quejándose de dolor en el pecho y entregárselas a un grupo de médicos —cardiólogos, internistas, médicos de urgencias, médicos residentes— cuya característica común era su abundante experiencia en la estimación de la causa del dolor torácico. Quería ver qué grado de coincidencia había entre ellos en el diagnóstico de un ataque cardíaco. Y descubrió que no había ninguna. Las respuestas eran completamente dispares. Un mismo paciente podía ser devuelto a casa por un médico e ingresado en cuidados intensivos por otro. «Pedimos a los médicos que evaluasen en una escala de cero a cien la probabilidad de que cada uno de los pacientes tuviese un infarto de miocardio agudo y de que sufriese una complicación con riesgo de muerte en los tres días siguientes», dice Reilly. «En todos y cada uno de los casos, las respuestas iban desde cero hasta cien. Era extraordinario».

Los médicos pensaban que habían hecho un juicio razonado. Pero en realidad habían hecho algo muy parecido a una conjetura aleatoria, y las conjeturas conducen a errores, naturalmente. En los hospitales de Estados Unidos hay entre un 2 y un 8 por ciento de pacientes con infarto que son enviados a casa porque los médicos que los examinan piensan por algún motivo que están sanos. Pero lo normal es que los médicos corrijan la incertidumbre inclinándose decididamente hacia la prudencia. Si hay alguna probabilidad de que alguien sufra un infarto, ¿por qué correr el más mínimo riesgo?

«Imagínese que llega un paciente a urgencias quejándose de dolor intenso en el pecho», dice Reilly. «Es mayor, fuma y tiene hipertensión. Son muchas cosas, y hacen pensar que, en efecto, es el corazón. Pero después de evaluar al paciente descubre que el ECG es normal. ¿Qué hace? Probablemente se dirá que se trata de un hombre mayor con muchos factores de riesgo y que nota un dolor en el tórax, y no se fiará del ECG». En los últimos años la situación se ha agravado, porque los médicos han sabido enseñar tantas cosas sobre los ataques cardíacos que ahora los pacientes acuden al hospital al primer indicio de dolor en el pecho. Al mismo tiempo, el temor a ser acusados de negligencia ha hecho a los médicos más renuentes a correr riesgos, de modo que ahora sólo alrededor del 10 por ciento de los ingresados con sospecha de infarto realmente lo tiene.

Y éste era el problema de Reilly. No estaba en Dartmouth ni en uno de los prósperos hospitales privados del norte de Chicago, en los que el dinero no es ningún problema. Estaba en el hospital del condado de Cook. Dirigía el departamento médico con muy poco dinero, pero cada año el centro dedicaba más tiempo y más dinero a personas que en realidad no padecían ninguna crisis cardiaca. Una cama en la unidad coronaria del Cook, por ejemplo, cuesta unos 2.000 dólares por noche, y un paciente típico con sospecha de infarto la ocupa durante tres días; pero ese paciente típico podría estar sano en ese momento. ¿Es así como se lleva un hospital?, se preguntaron los médicos del Cook.

«Todo empezó en 1996», comenta Reilly. «Sencillamente, no teníamos el número de camas necesario para tratar a los pacientes con dolor torácico. Estábamos luchando continuamente por lo que necesitaba cada paciente». Por entonces, el Cook tenía ocho camas en la unidad de atención coronaria, y otras doce en lo que se llamaba atención coronaria intermedia, un servicio algo menos intensivo y más económico (alrededor de 1.000 dólares por noche en lugar de 2.000), atendido por enfermeras en lugar de por cardiólogos. Pero no era suficiente. Así que abrieron otra sección, a la que llamaron unidad de observación, en la que los pacientes permanecían alrededor de medio día con la atención básica. «Creamos una tercera opción de nivel inferior para ver si servía de ayuda. Pero lo que ocurrió fue que en muy poco tiempo nos peleábamos por ver quién ocuparía la unidad de observación», continúa Reilly. «Me llamaban por teléfono a cualquier hora de la noche. Estaba claro que no había una forma normalizada ni racional de tomar esa decisión».

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