Read Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? Online
Authors: Malcolm Gladwell
Tags: #Ensayo
¿Se trata de un prejuicio intencionado? Desde luego que no. Nadie dice desdeñosamente, al referirse a un posible candidato a director ejecutivo, que es demasiado bajo. No cabe duda de que es el tipo de parcialidad inconsciente que el TAI detecta. La mayoría de nosotros asocia de forma automática, sin que tenga plena conciencia de ello, la capacidad de liderazgo con una estatura física imponente. Tenemos una idea del aspecto que se supone debe tener un líder, y ese estereotipo es tan poderoso que, cuando alguien se ajusta a él, sencillamente, no vemos otros aspectos. Y la cuestión no se limita a los altos cargos. No hace mucho tiempo, unos investigadores que analizaron los datos de cuatro grandes estudios en los que se había hecho un seguimiento de millares de personas desde su nacimiento hasta la edad adulta, calcularon que 2,54 centímetros de estatura, una vez corregidos según variables como la edad, el sexo y el peso, equivalen a 789 dólares anuales en sueldo. Es decir, que una persona que mide 1,83, pero idéntica en lo demás a otra persona que mide 1,68, ganará una media de 5.525 dólares más al año. Como señala Timothy Judge, uno de los autores del estudio sobre la estatura y el salario: «Aplique este criterio al curso de una carrera profesional de 30 años, y multiplique: estamos hablando de que una persona alta tiene una ventaja en sus ganancias de cientos de miles de dólares, literalmente». ¿Se han preguntado alguna vez por qué tantas personas mediocres ascienden a puestos de autoridad en compañías y organizaciones? Se debe a que, cuando se trata incluso de los puestos más importantes, nuestros criterios de selección son bastante menos racionales de lo que pensamos. Vemos a una persona alta y nos derretimos.
El director de ventas del concesionario de Nissan que hay en la ciudad de Flemington, en el centro de Nueva Jersey, se llama Bob Golomb. Es un hombre de unos cincuenta y tantos años, de pelo corto, oscuro y ralo, que lleva unas gafas de montura metálica. Viste el clásico traje oscuro, que le da aspecto de director de banco o agente de bolsa. Desde que empezó en el sector de los automóviles, hace ya más de una década, Golomb ha vendido una media de unos veinte coches al mes, es decir, más del doble que un vendedor normal. Golomb tiene sobre su escritorio una fila de cinco estrellas doradas que le dio su concesionario como reconocimiento a su labor. En el mundo de los vendedores de automóviles, Golomb es un maestro.
Ser un próspero vendedor como Golomb es una tarea que requiere una extraordinaria habilidad para seleccionar los datos clave. Supongamos que en su concesionario entra alguien a quien no han visto nunca, tal vez a realizar una de las compras más caras que haya hecho en su vida. Algunas personas se muestran inseguras. Otras, nerviosas. Algunos saben exactamente lo que quieren. Otros no tienen ni idea. Algunos saben mucho de coches y se ofenderán si el vendedor adopta un tono condescendiente. Y otros están deseando que alguien les lleve de la mano y les oriente en un recorrido que a ellos les parece abrumador. Un vendedor, si desea tener éxito, tiene que recopilar toda esa información acerca del cliente —fijándose, por ejemplo, en la dinámica que existe entre el marido y la mujer, o entre el padre y la hija—, procesarla y adaptar su comportamiento en consecuencia. Y todo eso debe hacerlo en unos pocos minutos tras el encuentro con el cliente.
No cabe duda de que Bob Golomb es de las personas a las que parece no costarles esfuerzo alguno ese tipo de selección de los datos significativos. Es como Evelyn Harrison, pero en el ámbito de la venta de automóviles. Tiene una inteligencia serena y despierta, y un encanto muy refinado. Es considerado y atento. Es una persona que sabe escuchar muy bien. Según dice, tiene tres reglas sencillas por las que se rige en cualquier acción: «Cuidar al cliente, cuidar al cliente y cuidar a cliente». Si le compraran un coche a Bob Golomb, él se ocuparía de llamarles por teléfono al día siguiente para asegurarse de que todo va a la perfección. Si vinieran al concesionario y al final no compraran nada, les llamaría igualmente al día siguiente para agradecerles su visita. «Has de mostrar siempre la mejor cara, aunque tengas un mal día. Eso no tiene que notarse», afirma Golomb. «Aunque la situación en casa sea horripilante, al cliente le ofreces lo mejor de ti».
Cuando conocí a Golomb, me enseñó una gruesa carpeta de tres anillas con una montaña de cartas que había recibido en el transcurso de los años de clientes satisfechos. «Cada una de ellas tiene su historia», dijo. Al parecer, se acordaba de todas. Conforme iba pasando las hojas, señaló al azar una carta breve escrita a máquina. «Eso fue un sábado por la tarde, a finales de noviembre de 1992. Una pareja. Entraron aquí con cara de aturdimiento. Yo les dije: "Señores, ¿a que llevan todo el día intentando comprar un coche?". Me dijeron que así era. Nadie les había tomado en serio. Al final, yo les vendí un coche, que, todo hay que decirlo, hubo que traer desde Rhode Island. Enviamos a un conductor a casi 650 kilómetros para que lo recogiera. ¡Se pusieron tan contentos!». Señaló otra carta. «A este caballero le hemos mandado ya seis coches desde 1993, y cada vez que le entregamos uno nuevo, nos escribe una carta. Hay muchos así. Este es un tipo que vive en Keyport, Nueva Jersey, a sesenta y cinco kilómetros de aquí. Me trajo una fuente de vieiras».
En cualquier caso, el éxito de Golomb tiene otra causa aún más importante. Él afirma que sigue otra regla sencilla. Puede formular un millón de juicios rápidos acerca de las necesidades y el estado de ánimo del cliente, pero nunca intenta juzgar a nadie por su aspecto. Golomb da por sentado que todo el que entra por la puerta tiene exactamente las mismas posibilidades de comprar un coche.
«En este negocio no se puede prejuzgar a las personas», dijo una y otra vez cuando nos conocimos, y en todas las ocasiones su cara reflejaba pura convicción. «El prejuicio es el beso de la muerte. Uno ha de hacerlo lo mejor que puede con todos los clientes. Un vendedor inexperto mira a un cliente y dice: "Esta persona no tiene aspecto de poder pagar un coche", y eso es lo peor que se puede hacer, ya que hay ocasiones en que la persona que menos parece cumplir los requisitos es la que tiene dinero», afirma Golomb. «Tengo un cliente agricultor, a quien he vendido todo tipo de vehículos a lo largo de los años. Nuestros tratos los sellamos con un apretón de manos: él me pasa un billete de cien dólares y dice: "Llévamelo a la granja". No necesitamos ni hacer el pedido por escrito. Ahora bien, si vieran ustedes a este hombre, con su mono de trabajo y lleno de estiércol de vaca, pensarían que no es un cliente respetable. Pero, en realidad, como decimos en el oficio, "está forrado". Hay otras veces en que los comerciantes ven a un adolescente y le dejan escapar. Bien, pues esa misma tarde, el adolescente vuelve con papá y mamá, y son ellos quienes recogen el coche, y otro el vendedor que se apunta la venta».
A lo que se refiere Golomb es a que la mayoría de los vendedores es propensa a cometer un típico «error de Warren Harding». Al ver a alguien, dejan que, de alguna manera, la primera impresión que les causa el aspecto de esa persona ahogue cualquier otra información que logren recopilar en ese primer instante. Golomb, por el contrario, intenta ser más selectivo. Saca sus antenas para captar si alguien está seguro o inseguro, si sabe mucho o poco, si es confiado o desconfiado. Ahora bien, de ese aluvión de datos significativos, él trata de suprimir las impresiones basadas exclusivamente en el aspecto físico. El secreto del éxito de Golomb es que ha decidido luchar contra el «error de Warren Harding».
¿Por qué funciona tan bien la estrategia de Bob Golomb? Porque resulta que los «errores de Warren Harding» desempeñan una función enorme y en buena parte no reconocida en el sector de la venta de automóviles. Consideremos, por ejemplo, un notable experimento social llevado a cabo en la década de 1990 por Ian Ayres, profesor de derecho en Chicago. Ayres reunió a un equipo de treinta y ocho personas compuesto por dieciocho hombres blancos, siete mujeres blancas, ocho mujeres negras y cinco hombres negros. El profesor puso mucho esmero en que el aspecto de todos ellos fuera lo más parecido posible. Todos tenían veintitantos años. Todos eran medianamente atractivos. A todos se les indicó que fueran vestidos con ropa clásica deportiva: blusa, falda recta y zapato plano para las mujeres; camisa polo o abotonada en el cuello, pantalones de deporte y mocasines para los hombres. A todos se les dijo que contaran la misma historia. Se les pidió que fueran a un total de 242 concesionarios de automóviles de la zona de Chicago y se presentaran como jóvenes profesionales con formación universitaria (la profesión que se dio como referencia fue la de analista de sistemas en un banco) y residentes en Streeterville, un elegante barrio de la ciudad. Las instrucciones que recibieron en relación con lo que debían hacer fueron mucho más específicas. Debían entrar en el concesionario. Debían esperar a que algún dependiente les atendiera. Debían decir, señalando el coche más barato en exposición: «Estoy interesado en comprar ese coche». A continuación, después de escuchar la oferta inicial del vendedor, debían regatear y regatear hasta que el dependiente aceptara la oferta o bien se negara a continuar con el regateo, una operación que en casi todos los casos llevó unos cuarenta minutos. Lo que Ayres intentaba hacer era centrarse en una cuestión muy concreta: en igualdad de condiciones, ¿cómo influye el color de la piel o el sexo en el precio que ofrece el vendedor del concesionario de automóviles?
Los resultaron fueron apabullantes. Los hombres blancos recibieron ofertas iniciales del dependiente que superaban en 725 dólares el precio de coste (es decir, lo que el concesionario había pagado por el coche al fabricante). Las mujeres blancas recibieron ofertas iniciales que superaban en 935 dólares el precio de coste. A las mujeres negras se les dio un precio que, por término medio, superaba en 1.195 dólares el coste. ¿Y los hombres negros? Su oferta inicial superaba en 1.687 dólares el coste. Incluso después de los cuarenta minutos de regateo, la rebaja en el precio que consiguieron de media los hombres negros aún superaba en 1.551 dólares el coste. Tras largas negociaciones, los hombres negros acabaron con un precio superior en casi 800 dólares al que les ofrecieron a los hombres blancos sin tener que decir ni una palabra.
¿Qué conclusiones se pueden extraer? ¿Los vendedores de Chicago son increíblemente sexistas y racistas? Sin duda, ésa es la explicación más radical de lo que pasó. En el sector de la venta de automóviles, si se puede convencer a alguien de que pague lo que marca la etiqueta (el precio que figura en la ventana del coche en exposición), y si además se le persuade para que se lleve todo lo que incluye el lote (los cinturones de cuero, el sistema de sonido y las ruedas de aluminio), la comisión que se puede ganar con un cliente tan fácil de embaucar puede ser igual a la que se podría obtener con media docena de clientes que sean buenos negociadores. En otras palabras, para un vendedor, la tentación de «cazar al primo» es enorme. Los vendedores de automóviles tienen incluso un término específico para referirse a los clientes que pagan el precio de la etiqueta. Los llaman «pringados».
Una interpretación del estudio de Ayres es que los vendedores de coches lo único que hicieron es adoptar la decisión global de que las mujeres y los negros eran de los pringados que mordían el anzuelo. Cuando vieron a alguien que no era un hombre blanco, pensaron: «¡Ajá! Esta persona es tan estúpida e ingenua que le puedo sacar un montón de dinero».
Tal explicación, sin embargo, no tiene mucho sentido. Después de todo, los compradores de coches de Ayres pertenecientes al grupo «negro/femenino» no hicieron más que dejar patente una y otra vez que no eran estúpidos ni ingenuos. Eran profesionales con formación universitaria. Tenían unos trabajos prominentes. Vivían en barrios adinerados. Su manera de vestir reflejaba éxito. Eran lo suficientemente avispados para pasar cuarenta minutos regateando. ¿Alguna de estas características sugiere que se tratara de «primos»? Si el estudio de Ayres da prueba de la discriminación consciente, los vendedores de automóviles de Chicago serían o los más atroces racistas (lo que parece improbable) o tan burros que no advirtieron ninguna de esas características (igual de improbable). Lo que yo creo es que se trata de algo mucho más sutil. ¿Y si ellos, por el motivo que sea —experiencia, tradición en la venta de automóviles, lo escuchado a otros vendedores— establecieran una asociación automática entre la candidez y las mujeres y minorías? ¿Y si relacionaran esos dos conceptos en su mente inconscientemente, al igual que millones de estadounidenses relacionan las palabras «maldad» y «criminal» con «afroamericano» en el TAI de la raza, de forma que cuando ven entrar a una mujer o a un negro piensan de modo instintivo en «un primo»?
Estos vendedores bien pueden tener un fuerte compromiso consciente con la igualdad racial y de sexo, y seguro que mantendrían insistentemente que los precios que ofrecieron se basaban en la más sofisticada lectura del carácter de los clientes. Pero las decisiones que tomaron sin pensárselo dos veces al ver entrar a los clientes fueron otras. Fue una reacción inconsciente. Se fijaron en silencio en uno de los hechos más inmediatos y obvios de los compradores de Ayres —el sexo y el color— y se aferraron a ese juicio, aunque tuvieran delante todo tipo de pruebas nuevas y contradictorias. Se estaban comportando como lo hicieron los votantes de las elecciones presidenciales de 1920 cuando, con una sola mirada a Warren Harding, llegaron a una conclusión y dejaron de pensar. En el caso de los votantes, el error les hizo padecer a uno de los peores presidentes de Estados Unidos. En el caso de los vendedores de automóviles, la decisión de dar unos precios escandalosamente altos a las mujeres y a los negros sirvió para enemistar a unas personas que, de no suceder así, podrían haber comprado el coche.
Golomb intenta dar idéntico trato a todos los clientes porque sabe el peligro que entrañan los juicios instantáneos cuando se trata de cuestiones de raza, sexo y aspecto exterior. Sucede a veces que el granjero de pinta desagradable que viste un mono mugriento es en realidad un hombre inmensamente rico, dueño de una finca de casi dos mil hectáreas, y otras veces el adolescente vuelve al rato con papá y mamá. A veces resulta que el joven negro ha realizado un MBA [Master of Business Administration], y otras que es la mujer rubita la que toma las decisiones en la familia acerca de qué coche comprar. Y hay veces en que el hombre de pelo plateado, espalda ancha y mandíbula poderosa es alguien de poco peso. Así pues, Golomb no intenta cazar al primo. A todos les da el mismo precio, sacrificando los altos márgenes de beneficio de un único coche en favor de las ganancias por volumen, y su imparcialidad ha ido circulando de boca en boca hasta el punto de que un tercio de sus ventas procede de las referencias de otros clientes satisfechos. «¿Es que se puede afirmar, con sólo mirar a alguien: "Esta persona va a comprar un coche?"», pregunta Golomb. «Hay que ser muy, pero que muy bueno para eso; yo no podría hacerlo de ningún modo. Hay casos en que me dejan totalmente sorprendido. Hay veces en que entra un tipo talonario en mano y dice: "He venido a comprarme un coche. Si me ofrece un buen precio, me lo compro hoy mismo". ¿Y sabe una cosa? Nueve de cada diez, nunca compran».