Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (14 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Una de las principales reglas que posibilitan la improvisación es, por ejemplo, la idea de acuerdo, que se basa en que una forma muy sencilla de elaborar una historia o una creación humorística es hacer que los personajes acepten lo que les ocurre. En palabras de Keith Johnstone, uno de los fundadores del teatro de la improvisación: «Si dejas de leer por un momento y piensas en algo que no quisieras que te ocurriese ni que le ocurriese a quienes quieres, ya tienes algo que merece la pena representar en un escenario o ante una cámara de cine.

A nadie le gusta entrar en un restaurante y recibir una tarta en la cara o ver a la abuela rodar a toda velocidad en su silla de ruedas hacia el borde de un acantilado, pero estamos dispuestos a pagar por ver la representación de estas cosas. Todos somos muy hábiles para inhibir acciones. Todo lo que tiene que hacer un profesor de improvisación para convertir a sus alumnos en improvisadores con talento es invertir esa habilidad. Los malos improvisadores bloquean la acción, a menudo con mucha habilidad. Los buenos improvisadores desarrollan la acción».

Veamos un diálogo improvisado entre dos actores en una clase de Johnstone:

A: Tengo molestias en la pierna.

B: Me temo que hay que amputar.

A: No puede hacer eso, doctor.

B: ¿Por qué?

A: Porque estoy muy unido a ella.

B:
(Abatido)
.
Anímese, hombre.

A: También me ha crecido esa cosa en el brazo, doctor.

La situación se convirtió enseguida en frustrante para los dos actores, incapaces de sacar adelante la escena. El actor A había hecho un chiste bastante bueno («Porque estoy muy unido a ella»), pero la escena no resultaba divertida. Johnstone detuvo la representación e identificó la causa: el actor A había violado la regla del acuerdo. Su oponente había hecho una sugerencia y él no la había aceptado («No puede hacer eso, doctor»).

Por tanto, empezaron de nuevo, aunque esta vez con un compromiso de acuerdo reforzado:

A: ¡Ay!

B: ¿Dónde le duele?

A: En la pierna, doctor.

B: Tiene mala pinta; voy a tener que amputar.

A: Pero es la que me amputó la última vez, doctor.

B: ¿Nota el dolor en la pata de palo?

A: Sí, doctor.

B: ¿Y sabe ya cuál es la causa?

A: ¡No me diga que tengo carcoma!

B: Pues sí, y tendremos que acabar con ella antes de que se le extienda por todas partes.

(La silla de A se rompe)
.

B: ¡Dios mío! ¡Se ha extendido al mobiliario!

Aquí tenemos a los mismos actores con el mismo talento que antes, representando los mismos papeles y empezando casi exactamente de la misma forma. Pero en el primer caso la escena acabó prematuramente, mientras que en el segundo está cargada de posibilidades. Siendo fieles a una regla sencilla, A y B hicieron algo divertido. «Los buenos improvisadores parece que tienen telepatía, dan la impresión de que siguen un guión», escribe Johnstone. El secreto está en que aceptan todo lo que se les propone, algo que no haría una persona "normal"».

Veamos otro ejemplo tomado de un taller dirigido por Del Close, otro de los padres de la improvisación. Uno de los actores representa a un policía y persigue al otro, que hace de ladrón.

Poli
(sin aliento):
Mira tío, tengo 50 años y peso algo más de la cuenta. ¿No podríamos descansar un ratito?

Ladrón
(sin aliento):
¿No me atraparás si descansamos?

Poli: No, prometido. Sólo durante unos segundos, mientras cuento hasta tres. Una, dos, tres.

¿Hace falta un ingenio muy rápido o mucha agudeza o ser muy ligero de pies para representar esta escena? Nada de eso. Es una conversación muy corriente. El humor surge de la adherencia estricta de los participantes a la regla de no rechazar ninguna sugerencia. Una vez construido el marco adecuado, enhebrar el diálogo improvisado, fluido y sin esfuerzo propio del buen teatro de la improvisación se convierte, súbitamente, en algo mucho más fácil. Esto es lo que Paul van Riper comprendió en el caso del Millennium Challenge: no se limitó a sacar a su equipo a escena y a rezar para que se les ocurriese un buen diálogo, sino que creó las condiciones necesarias para la espontaneidad.

Los peligros de la introspección

En su primer viaje al sureste asiático, Paul van Riper estaba en la selva actuando como asesor para los survietnamitas y empezó a escuchar disparos a lo lejos. Era un teniente joven sin experiencia de combate, y su primera idea fue llamar por radio y preguntar a los soldados qué estaba pasando. Pero después de varias semanas de hacer lo mismo, se dio cuenta de que quienes le respondían por radio no sabían más que él del origen de los disparos. Eran sólo eso, disparos. Eran el principio de algo, pero ese algo todavía no estaba claro. Así que Van Riper dejó de preguntar. En su segundo viaje a Vietnam, cuando escuchaba disparos, esperaba. «Miraba el reloj», recuerda Van Riper, «porque mi intención era no hacer nada durante cinco minutos. Si necesitaban ayuda, ya gritarían. Y pasados los cinco minutos, si las cosas se habían calmado, seguía sin hacer nada. Hay que dejar a la gente que se haga con la situación y que averigüe lo que está pasando. El inconveniente de llamar es que te dirán lo primero que se les ocurra para que les dejes en paz, y si tomas eso al pie de la letra, puedes cometer un error. Además los distraes. Haces que miren hacia arriba en lugar de hacia abajo. Estás impidiendo que resuelvan la situación».

Van Riper aprovechó esta lección cuando tomó el mando del equipo Rojo. «Lo primero que dije a nuestro personal es que estaríamos al mando y fuera de control», afirma Van Riper, repitiendo las palabras del experto en gestión Kevin Kelly. «Con eso quería decir que la orientación general y el propósito los daríamos los jefes superiores y yo, pero las fuerzas que estaban en el campo de batalla no dependerían de órdenes complicadas enviadas desde arriba. Tendrían que usar su iniciativa y ser innovadores. Al jefe de la fuerza aérea del equipo Rojo se le ocurrían casi a diario ideas nuevas sobre cómo iba a organizar todo el asunto, mediante la utilización de todas esas técnicas generales para hostigar al equipo Azul desde distintas direcciones. Pero yo nunca le di instrucciones concretas sobre cómo tenía que hacerlo. Sólo el propósito».

Una vez iniciada la lucha, Van Riper no quiso saber nada de introspección, ni largas reuniones ni explicaciones. «Dije a mi personal que no usaríamos la terminología que estaba usando el equipo Azul. No quería escuchar la palabra "efectos", salvo en conversaciones normales. No quería ni oír hablar de "Evaluación de la Red Operativa". No íbamos a dejarnos atrapar en ninguno de esos métodos mecánicos. Utilizaríamos la sabiduría, la experiencia y el sentido común de nuestra gente».

Esta forma de dirección tiene sus riesgos, por supuesto. Van Riper no tuvo en ningún momento una idea clara de la situación en la que se encontraban sus tropas y tenía que depositar en sus subordinados una confianza enorme. Se trata, según él mismo admite, de una forma «turbia» de tomar decisiones. Pero tiene una ventaja enorme: dejar que la gente actúe sin necesidad de dar explicaciones continuamente ha resultado ser algo parecido a la regla del acuerdo en el teatro de la improvisación. Permite la cognición rápida.

Permítanme que les muestre un ejemplo sencillo. Traten de imaginar la cara del camarero que les atendió la última vez que estuvieron en un restaurante o de quien se ha sentado hoy a su lado en el autobús. O la de cualquier otro desconocido a quien hayan visto recientemente. ¿Serían capaces de localizarlo en una rueda de identificación policial? Creo que sí. Reconocer la cara de alguien es un ejemplo clásico de cognición inconsciente. No hace falta pensar nada. La cara, sencillamente, aparece en nuestro pensamiento. Pero supongamos que ahora les pido que tomen lápiz y papel y escriban con el mayor detalle posible el aspecto de ese desconocido.

Describan su rostro. ¿De qué color tenía el pelo? ¿Qué llevaba puesto? ¿Llevaba anillos o algún pendiente? Lo crean o no, después de este ejercicio les resultaría mucho más difícil diferenciar a su desconocido de otros, pues el acto de describir un rostro tiene como consecuencia la merma de la capacidad de identificarlo sin esfuerzo.

El psicólogo Jonathan W. Schooler, el primero en investigar este efecto, lo llama «dominio verbal». El cerebro tiene una parte (el hemisferio izquierdo) que piensa con palabras y otra (el derecho) que piensa con imágenes, y cuando se describe un rostro con palabras, la memoria visual es desplazada. El pensamiento se ve empujado del hemisferio derecho al izquierdo. La segunda vez que acudieran a la rueda de reconocimiento, lo que tendrían en la memoria no es lo que vieron, sino su descripción escrita del aspecto del camarero. Y eso es un problema, porque cuando se trata de identificar rostros, nuestra capacidad de reconocimiento visual es mucho mejor que la de descripción verbal. Si les muestro una fotografía de Marilyn Monroe y otra de Albert Einstein, identificarán a ambos en una fracción de segundo. Estoy seguro de que en este momento están «viendo» a los dos en una representación mental casi perfecta. ¿Pero podrían describirlos con exactitud? Si escriben un párrafo sobre la cara de Marilyn Monroe y no me dicen nada sobre el personaje descrito, ¿creen que yo podría identificarlo? Todos tenemos una memoria instintiva para las caras, pero si les obligo a poner en palabras el contenido de esa memoria, si les obligo a explicarse, les aparto del instinto.

La identificación de rostros parece un proceso muy específico, pero Schooler ha demostrado que las consecuencias del domino verbal afectan a la forma en que resolvemos problemas de carácter mucho más general. Piensen en el siguiente acertijo:

Un hombre y su hijo sufren un accidente de coche grave. El padre muere, y el hijo es trasladado urgentemente a un hospital. Cuando entra en el quirófano, alguien de los que forman el cuadro de cirujanos lo mira y exclama «¡Es mi hijo!» ¿Quién es esta persona?

Es un acertijo que exige perspicacia. No es un problema de lógica o matemático que pueda resolverse de forma sistemática, con lápiz y papel. La respuesta sólo puede presentarse súbitamente, en un abrir y cerrar de ojos. Hay que prescindir de la suposición automática según la cual todos los cirujanos son hombres. Se trata de una suposición falsa: el cirujano que lanza la exclamación es la madre del niño. Veamos otro ejemplo:

Una enorme pirámide de acero está invertida en equilibrio exacto sobre el vértice. Bastará el más leve movimiento para que se caiga. Bajo la pirámide hay un billete de 100 euros. ¿Cómo se apoderarían de él sin tocar la pirámide?

Piensen un poco en el problema. Después de uno o dos minutos, escriban con el mayor detalle posible cómo se las arreglarían para resolverlo: la estrategia, la forma de enfocarlo o las soluciones en las que hayan pensado. Cuando Schooler hizo este experimento con una página llena de rompecabezas similares, descubrió que, si pedía a los sujetos que explicasen su planteamiento, éstos resolvían un 30 por ciento menos problemas que si no se lo pedía. En resumen: cuando escriben sus pensamientos, las probabilidades de recibir el destello de perspicacia necesario para dar con la solución son claramente inferiores, igual que describir por escrito un rostro dificulta su identificación posterior en una rueda de reconocimiento. Por cierto, la solución al problema de la pirámide es destruir en parte el billete, rasgándolo o quemándolo.

En el caso de un problema de lógica, solicitar una explicación no merma la capacidad para dar con la respuesta sino que, por el contrario, en algunos casos resulta útil. Pero los problemas que exigen un destello de perspicacia se rigen por otras reglas. «Es similar a la paralización que el análisis provoca en el ámbito deportivo», afirma Schooler. «Cuando se empieza a reflexionar sobre el proceso, se socava la propia capacidad. Se pierde fluidez. Hay ciertos tipos de experiencia fluida, intuitiva, no verbal, que son vulnerables a este proceso». Como humanos, somos capaces de realizar hazañas extraordinarias de perspicacia e instinto. Podemos retener un rostro en la memoria y resolver un problema en un instante. Lo que Schooler afirma es que todas estas capacidades son increíblemente frágiles. La perspicacia no es como una bombilla que se apaga en el interior de la cabeza: es como una vela vacilante que cualquier cosa puede apagar.

Gary Klein, experto en toma de decisiones, entrevistó en cierta ocasión al jefe de un departamento de bomberos de Cleveland como parte de un proyecto que reunía exposiciones hechas por profesionales de momentos en los que se ven obligados a adoptar decisiones en una fracción de segundo. El caso que contó el bombero se refería a una llamada en apariencia rutinaria a la que había acudido años antes, cuando era teniente. El fuego se había iniciado en la cocina de una casa de una planta de una zona residencial. El teniente y sus hombres tiraron abajo la puerta de entrada, colocaron la manguera y ahogaron con agua las llamas de la cocina. Algo debió de ocurrir en ese momento, porque el fuego tendría que haberse extinguido, pero seguía activo. Así que volvieron a echar agua, pero sin apenas resultado. Los bomberos se retiraron hacia el salón y el teniente pensó que algo iba mal. Se volvió hacia sus hombres: «¡Fuera de aquí!». Un instante después de que saliesen, el suelo que habían estado pisando se hundió. Luego se descubrió que, en realidad, el fuego se había iniciado en el sótano.

«Él no sabía por qué había ordenado salir a todo el mundo», recuerda Klein. «Creía que tenía percepción extrasensorial. Hablaba en serio. Pensaba que tenía percepción extrasensorial y que ese poder le había protegido durante toda su carrera».

Klein investiga el proceso de toma de decisiones y tiene el título de doctor; es un hombre muy inteligente y reflexivo, y no aceptó semejante respuesta. Durante las dos horas siguientes obligó al bombero a volver una y otra vez sobre los acontecimientos de aquel día, con el fin de documentar con la mayor exactitud lo que sabía y lo que no. «La primera observación fue que el fuego no se estaba comportando según lo previsto», afirma Klein.

Los incendios que se inician en una cocina responden al agua, pero éste no. «Luego retrocedieron hacia el salón», continúa Klein. «Me explicó que siempre llevaba las orejeras levantadas para notar el calor provocado por el incendio, y que le sorprendió la elevada temperatura que éste había causado. Un incendio en una cocina no debería generar tanto calor. "¿Y qué más?", le pregunté. Con frecuencia, la experiencia se manifiesta en la identificación de algo que falta, y la otra cuestión que sorprendió al teniente fue que el incendio no era ruidoso. Era silencioso, y eso no cuadraba con la elevada temperatura».

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