Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (16 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Reilly es un hombre alto, con la constitución delgada propia del corredor. Se crió en Nueva York y es el producto de una formación clásica con los jesuítas: fúe al instituto Regis, donde estudió latín y griego, y a la Universidad de Fordham, donde lo leyó todo, desde los clásicos hasta Wittgenstein y Heidegger, y pensó en seguir una carrera académica en el campo de la filosofía antes de decidirse por la medicina. Cuando era profesor adjunto en Dartmouth, a Reilly le frustraba la falta de un texto sistemático que recogiese los trastornos que el médico suele encontrar en la consulta ambulatoria, como mareos, dolores de cabeza o dolores abdominales. Así que aprovechó las tardes libres y los fines de semana para escribir un manual de ochocientas páginas, lo que le obligó a estudiar con detalle todo lo que se sabía de los trastornos comunes con los que puede encontrarse el médico generalista. «Siempre está estudiando las cosas más variadas, desde filosofía o poesía escocesa hasta historia de la medicina», comenta su amigo y colega Arthur Evans, que colaboró con Reilly en el programa del dolor torácico. «Suele leer cinco libros al mismo tiempo, y aprovechó un año sabático que se tomó mientras estaba en Dartmouth para escribir una novela».

Sin duda, Reilly podría haberse quedado en la Costa Este escribiendo artículos diversos en un cómodo despacho con aire acondicionado. Pero le atrajo el hospital del condado de Cook. La peculiaridad de un hospital que sólo atiende a los más pobres y necesitados es que atrae a los médicos y enfermeras que quieren atender a los más pobres y necesitados, y Reilly era uno de ellos. Otra característica del Cook es que, por su relativa pobreza, permitía intentar algo radical. ¿Qué más podría querer alguien interesado en el cambio?

La primera medida de Reilly fue acudir a la obra de un cardiólogo llamado Lee Goldman. En la década de 1970, Goldman trabajó con un grupo de matemáticos muy interesado en desarrollar normas estadísticas para diferenciar partículas subatómicas. A Goldman no le atraía mucho la física, pero comprendió que algunos de los principios matemáticos que estaba usando ese grupo podrían ser útiles para determinar si alguien sufría un infarto de miocardio. Así que introdujo cientos de casos en un ordenador para ver qué elementos servían para predecir un ataque cardíaco; obtuvo así un algoritmo, una especie de ecuación, que, a su juicio, eliminaría muchas de las conjeturas del tratamiento del dolor torácico. Llegó a la conclusión de que los médicos debían combinar la prueba del ECG con lo que llamó tres factores de riesgo urgente: 1) ¿corresponde el dolor del paciente a una angina inestable?, 2) ¿tiene el paciente líquido en los pulmones?, y 3) ¿tiene el paciente una presión arterial sistólica inferior a 100?

Para cada combinación de factores de riesgo, Goldman elaboró un árbol de decisión que recomendaba un tratamiento. Así, un paciente con ECG normal y respuesta positiva a los tres factores urgentes de riesgo iría a la unidad intermedia; un paciente con isquemia aguda (falta de riego sanguíneo en el músculo) según el ECG, pero con un solo factor de riesgo o sin ninguno, se consideraría de bajo riesgo e iría a la unidad de estancia corta; otro con isquemia según el ECG y dos o tres factores de riesgo entraría directamente a la unidad de cuidado cardíaco, y así sucesivamente.

Goldman dedicó años de trabajo a su árbol de decisión, lo refino y perfeccionó sin cesar. Pero sus publicaciones científicas terminaban siempre adoleciendo de la enorme cantidad de trabajo e investigación prácticos que faltaban por hacer para que su árbol de decisión encontrara aplicación en la práctica clínica. Los años pasaron, y nadie se interesó por esa clase de investigación, ni siquiera la facultad de medicina de Harvard, donde Goldman empezó su trabajo, o en la igualmente prestigiosa Universidad de California en San Francisco, donde lo completó. A pesar del rigor de sus cálculos, nadie quería creer en lo que decía: que una ecuación podía diagnosticar mejor que un médico.

Paradójicamente, buena parte de la financiación inicial del trabajo de Goldman no vino del campo de la medicina, sino de la marina. Un hombre trataba de dar con una forma de salvar vidas, de mejorar la calidad de la atención en todos los hospitales del país y de ahorrar miles de millones de dólares en atención médica y su propuesta sólo interesó al Pentágono. ¿Por qué? Por el más insospechado de los motivos: si uno está en un submarino en el fondo del mar, vigilando silenciosamente en aguas enemigas, y un marinero empieza a quejarse de dolor en el pecho, lo que uno desea saber realmente es si hay que salir a la superficie (y descubrir así nuestra posición) para enviarlo rápidamente a un hospital, o si es posible quedarse bajo el agua y mandar al enfermo a su litera con un par de pastillas para el ardor de estómago.

Pero Reilly no tenía las reservas que tenía el mundillo de la medicina ante las observaciones de Goldman. Se encontraba en una crisis. Así que tomó el algoritmo de Goldman, lo presentó ante los médicos de urgencias y del departamento médico, y anunció que pensaba probarlo. Durante los primeros meses, el personal aplicaría su criterio para evaluar el dolor torácico, como había hecho hasta entonces. A continuación aplicarían el algoritmo de Goldman y se compararían los diagnósticos y resultados obtenidos con cada uno de los métodos. Se recogieron datos durante dos años y, al final, las valoraciones obtenidas apenas se parecían. El algoritmo de Goldman ganó en dos sentidos: se mostró nada menos que un 70 por ciento superior al método tradicional de diagnóstico para identificar a los pacientes que no sufrían infarto. Y, al mismo tiempo, era más seguro. El objeto principal del diagnóstico del dolor torácico es garantizar que los pacientes que sufren complicaciones importantes son asignados inmediatamente a las unidades coronaria o intermedia. Librados a su criterio, los médicos diagnosticaban correctamente a los pacientes más graves entre el 75 y el 89 por ciento de las veces. El algoritmo acertaba más del 95 por ciento. Era todo lo que Reilly necesitaba, así que cambió las normas de urgencias. En 2001, el hospital del condado de Cook fue la primera institución médica de Estados Unidos en aplicar siempre el algoritmo de Goldman para diagnosticar el dolor torácico, y si entran en urgencias, verán un cartel con el árbol de decisión del infarto clavado en la pared.

Cuando menos es más

¿Por qué es tan importante el experimento del hospital de Cook? Porque damos por sentado que cuanta más información tengan los responsables que han de tomar decisiones, tanto mejores resultados obtendrán. Si el especialista dice que tiene que hacernos más pruebas, pocos pensaremos que eso no es buena idea.

En Millennium Challenge, el equipo Azul dio por sentado que, al disponer de más información que el equipo Rojo, tenían también una ventaja considerable. Éste fue el segundo pilar en que los miembros del equipo Azul basaron su creencia de ser invencibles. Eran más lógicos y sistemáticos que Van Riper y sabían más. Pero ¿qué nos dice el algoritmo de Goldman? Precisamente lo contrario: que toda la información extra no supone ninguna ventaja. Que, en realidad, hace falta saber muy pocas cosas para detectar la huella característica de un fenómeno complicado. Todo lo que hace falta es el ECG, la presión arterial, la presencia de líquido en los pulmones y la angina inestable.

Es una afirmación radical. Supongamos, por ejemplo, que un hombre acude a urgencias quejándose de un dolor intermitente en el lado izquierdo del tórax que nota ocasionalmente cuando sube escaleras y que dura entre cinco minutos y tres horas. La radiografía de tórax, la auscultación y el ECG son normales y la tensión sistólica es de 165, lo que significa que no hay factor de urgencia. Pero es sexagenario y se trata de un ejecutivo con muchas responsabilidades y sometido a presión constante. Además fuma, no hace ejercicio y tiene la tensión alta desde hace años. Pesa más de la cuenta, hace dos años se sometió a una intervención de corazón y está sudando. Da la impresión de que debería ingresar inmediatamente en la unidad coronaria. Pero el algoritmo dice lo contrario. Por supuesto, todos los factores mencionados influyen a la larga. El estado del paciente, la dieta y su estilo de vida lo exponen a un riesgo elevado de desarrollar una patología cardiaca en los próximos años. Incluso es posible que se combinen de alguna forma imprevista y compleja y aumenten las probabilidades de que le ocurra algo en las siguientes setenta y dos horas. Pero lo que indica el algoritmo de Goldman es que la influencia de esos otros factores es tan reducida desde la perspectiva de lo que le va a ocurrir al paciente en este momento, que es posible establecer un diagnóstico exacto sin tenerlos en cuenta. De hecho, y esto es un punto clave para explicar el hundimiento del equipo Azul en la mencionada jornada en el Golfo, esa información extra es algo más que inútil. Es perjudicial. Confunde. Lo que perjudica a los médicos cuando tratan de predecir el riesgo de infarto es que tienen en cuenta demasiada información.

El problema del exceso de información se plantea también cuando se estudian los motivos que llevan a los médicos a pasar por alto un infarto, a no identificar que un paciente está a punto de sufrir una complicación cardiaca grave o que la está sufriendo. Se ha observado que los médicos tienen más probabilidades de cometer estos errores cuando diagnostican a mujeres o a pacientes de algún grupo minoritario. ¿Por qué? El sexo y la raza no son consideraciones irrelevantes cuando nos hallamos ante una patología cardiaca. Los negros presentan un perfil de riesgo distinto al de los blancos, y las mujeres tienden a sufrir infartos a una edad mucho más avanzada que los hombres. El problema surge cuando al diagnosticar a un paciente determinado se tiene en cuenta la información relativa al sexo y la raza, pues sólo sirve para abrumar aún más al médico, que se desenvolvería mejor si supiese menos sobre sus pacientes, si no tuviese la menor idea de si está diagnosticando a un blanco o a un negro, a un hombre o a una mujer.

No es de extrañar que las ideas de Goldman hayan encontrado tanta oposición. No tiene sentido pensar que sea preferible desestimar una información perfectamente válida. «Esto es lo que expone la regla de decisión a las críticas», afirma Reilly. «Es precisamente lo que hace desconfiar a los médicos. "Ha de ser más complicado que mirar un ECG y hacer unas pocas preguntas", se dicen. "¿Por qué no se tiene en cuenta la diabetes? ¿Y la edad? ¿O si el paciente ha sufrido ya algún infarto?". Son preguntas obvias que hacen pensar que se trata de algo absurdo, de un modo disparatado de tomar decisiones». Arthur Evans sostiene que los médicos tienden a pensar automáticamente que una decisión de vida o muerte ha de ser por fuerza difícil. «Los médicos consideran una frivolidad seguir directrices», comenta. «Es mucho más gratificante elaborar una decisión propia. Cualquiera puede seguir un algoritmo. Tienden a pensar que pueden hacerlo mejor, de manera más sencilla y eficaz; ¿por qué iban a pagarles tanto si no fuese así?». El algoritmo no parece un método sensato.

Hace muchos años, un investigador llamado Stuart Oskamp dirigió un célebre estudio en el que reunió a un grupo de psicólogos y les pidió que examinasen el caso de un veterano de guerra de 29 años llamado Joseph Kidd. En la primera parte del experimento les proporcionó sólo información básica sobre Kidd. A continuación les dio página y media escrita a un espacio sobre su infancia. En una tercera fase les entregó otras dos páginas sobre los años de enseñanza superior y universitaria de Kidd. Por último, les proporcionó una exposición detallada sobre el tiempo que Kidd pasó en el ejército y sobre sus actividades posteriores. Después de cada fase pidió a los psicólogos que respondiesen a una prueba de 25 preguntas con respuestas múltiples sobre Kidd. Oskamp descubrió que a medida que les iba proporcionando más información sobre Kidd, su confianza en la exactitud del diagnóstico aumentaba de manera espectacular. ¿Pero era en realidad más exacto? En absoluto. Después de cada nueva ronda de datos, volvían sobre la prueba y cambiaban la respuesta a ocho, nueve o diez preguntas, pero la exactitud se mantenía en torno al treinta por ciento aproximadamente.

«A medida que recibían más información», concluyó Oskamp, «la confianza en sus propias decisiones perdió toda proporción con respecto a su exactitud». Lo mismo que les pasa a los médicos en urgencias. Reúnen y tienen en cuenta mucha más información de la realmente precisa, porque así se sienten más seguros. Y cuando está en juego la vida de alguien, necesitan sentirse seguros. Pero lo paradójico es que ese deseo de confianza es justo lo que termina por socavar la exactitud de su decisión. Añaden la información extra a la ecuación sobredimensionada que están construyendo en su mente, y se confunden cada vez más.

Lo que Reilly y su equipo del hospital de Cook trataban de hacer era, en resumidas cuentas, estructurar de alguna manera la espontaneidad de la sala de urgencias. El algoritmo es una regla que protege a los médicos de enfangarse en un exceso de información, del mismo modo que la regla del acuerdo protege a los actores del teatro de la improvisación cuando salen a escena. El algoritmo libera a los médicos para que puedan prestar atención a todas las demás decisiones que deben adoptar en el momento: si el paciente no está sufriendo un infarto, ¿qué le pasa?; ¿debo dedicarle más tiempo o tengo que prestar atención a alguien que se encuentra en una situación más grave?; ¿cómo debo hablarle y tratar con él?, ¿qué necesita de mí para encontrarse mejor?

«Una de las cosas que Brendan trata de comunicar al personal de la casa es la atención al hablar a los pacientes y al escucharles, así como la necesidad de someterles a un reconocimiento médico riguroso y completo, aspectos que se han descuidado en muchos programas de formación», afirma Evans. «Está convencido de que esas actividades tienen un valor intrínseco para conectar con el paciente. Considera que es imposible cuidar de alguien si no se conocen sus circunstancias, su casa, su barrio, su vida. Piensa que la medicina abarca muchos aspectos sociales y psicológicos a los que los médicos no prestan suficiente atención». Reilly cree que el médico ha de entender al paciente como persona, y si se cree en la importancia de la empatia y el respeto en la relación médico-paciente, es preciso crear espacio para que se desarrolle. Y para ello hay que aliviar la presión de la toma de decisiones en otros terrenos.

Esto encierra, creo, dos lecciones importantes. La primera es que una toma de decisiones realmente acertada se basa en un equilibrio entre pensamiento deliberado e instintivo. Bob Golomb es un excelente vendedor de coches porque es capaz de intuir en un momento las intenciones, las necesidades y las emociones de sus clientes.

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