Read Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? Online
Authors: Malcolm Gladwell
Tags: #Ensayo
No hace mucho tiempo, en una fresca noche de primavera, dos docenas de hombres y mujeres se reunieron en el reservado de un bar de Manhattan para participar en un rito peculiar llamado «cita rápida». Todos eran profesionales veinteañeros, una mezcla de gente de Wall Street, estudiantes de medicina y profesores, además de cuatro mujeres que venían de la sede central de la joyería Anne Klein, que no estaba lejos de allí. Todas las mujeres llevaban jersey rojo o negro y pantalones vaqueros o de color oscuro. En cuanto a los hombres, con una o dos excepciones, vestían el uniforme de trabajo de Manhattan, con camisa azul oscuro y pantalones negros. Al principio se desenvolvieron con cierta torpeza, aferrados a sus bebidas, hasta que llegó la coordinadora, una mujer alta y llamativa llamada Kailynn, que impuso orden en el grupo.
Cada uno de los hombres, explicó, dispondría de seis minutos para hablar con cada una de las mujeres. Durante toda la velada, éstas permanecerían sentadas en los largos sofás bajos que bordeaban las paredes del local, y los hombres pasarían de una a la siguiente cuando Kailynn tocase una campana al final de cada periodo de seis minutos. Cada participante recibiría una pegatina, un número y un formulario breve; si alguien le gustaba después de los seis minutos de charla, debía marcar en este formulario una casilla situada junto a su número. Y si la persona elegida en esta casilla marcaba también la correspondiente al número de quien la había elegido, veinticuatro horas después se comunicaría a cada uno la dirección de correo electrónico del otro. A la explicación le siguió un murmullo de expectación. Varios de los asistentes hicieron una visita de última hora al cuarto de baño, y Kailynn tocó la campana.
Hombres y mujeres ocuparon sus puestos, y el sonido de las conversaciones llenó inmediatamente la sala.
Las sillas de los hombres estaban lo bastante separadas de los sofás de las mujeres como para que unos y otros tuviesen que inclinarse hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas. Una o dos de las mujeres hasta daban brincos en sus asientos. El hombre que hablaba con la mujer de la mesa número 3 le derramó la cerveza en el regazo. En la mesa 1, una morena llamada Melissa se esforzaba desesperadamente por hacer hablar a su interlocutor, al que hacía preguntas en sucesión rápida: «¿Cuáles son tus tres mayores deseos? ¿Tienes hermanos? ¿Vives solo?». En otra mesa, David, un hombre rubio muy joven, preguntaba a la mujer que tenía enfrente por qué había acudido allí. «Tengo veintiséis años», le respondió ella. «Muchas de mis amigas tienen novios a los que conocen desde el instituto y están ya comprometidas o casadas, mientras que yo sigo soltera y…».
Kailynn estaba de pie, junto a la barra que recorría una de las paredes del local. «Si disfrutas del encuentro, el tiempo pasa volando. Pero si no, son los seis minutos más largos de tu vida», comentó mientras observaba la charla nerviosa de las parejas. «A veces pasan cosas curiosas. Nunca olvidaré a un chaval de Queens que se presentó en el mes de noviembre pasado con una docena de rosas rojas, una para cada chica con la que habló. Llevaba traje». Y añadió con media sonrisa: «Estaba lanzado».
En los últimos años, la cita rápida ha alcanzado una popularidad enorme en todo el mundo, y no es de extrañar: es un destilado que reduce la cita a un juicio instantáneo. Todos los que acuden intentan responder una pregunta muy sencilla: «¿Quiero volver a ver a esta persona?». Aunque para responder a eso no hace falta una noche entera, sino que bastan unos minutos. Velma, por ejemplo, una de las cuatro mujeres de Anne Klein, dijo que no escogió a ninguno de los hombres, y que se hizo una idea de cada uno de ellos al instante. «Los descarté en cuanto me dijeron "hola"», comentó haciendo un gesto de desdén. Ron, analista financiero en un banco de inversiones, eligió a dos de las mujeres, a una de ellas después de cerca de minuto y medio de conversación, y a la otra —Lillian, en la mesa dos—, nada más sentarse. «Llevaba un
piercing
en la lengua», dijo con admiración. «En un sitio de éstos, uno espera encontrarse con un montón de abogadas, pero ella era totalmente distinta». A Lillian también le gustó Ron. «¿Sabe por qué?», preguntó, «porque es de Louisiana, y el acento me encantó. Dejé caer un lápiz, para ver cómo reaccionaba, y lo recogió de inmediato». Al final de la sesión se observó que a muchas de las mujeres les había gustado Ron en cuanto lo vieron, y lo mismo les había pasado con Lillian a muchos de los hombres. Los dos tenían una especie de chispa contagiosa. «Las chicas son muy listas», comentó al final de la velada Jon, un estudiante de medicina con traje azul. «Saben lo que quieren al primer instante. ¿Me gusta este tipo? ¿Puedo presentárselo a mis padres? ¿O es un memo de sólo una noche?». Jon tiene toda la razón, salvo que las chicas no son las únicas listas. Cuando se trata de tomar decisiones sobre posibles candidatos a partir de unos cuantos datos significativos, todos son listos.
Ahora bien, supongamos que varío, sólo un poco, las reglas de la cita rápida. ¿Qué tal si intento mirar detrás de la puerta cerrada y hacer que todos expliquen sus decisiones? Naturalmente, sabemos que eso no puede hacerse, pues la maquinaria de nuestro pensamiento inconsciente está oculta siempre. ¿Pero qué ocurriría si arrojase por la borda todas las precauciones y obligase a la gente a explicar sus primeras impresiones y juicios instantáneos a pesar de todo? Eso es lo que hicieron dos profesores de la Universidad de Columbia, Sheena Iyengar y Raymond Fisman, y descubrieron que cuando se obliga a la gente a explicarse, ocurren cosas muy extrañas y perturbadoras. Lo que en principio parecía el ejercicio más transparente y puro de deducción a partir de unos cuantos datos significativos se convierte en algo muy confuso.
Iyengar y Fisman forman una pareja un tanto singular: Iyengar es de origen indio, y Fisman, judío; Iyengar es psicóloga, y Fisman, economista. El único motivo que les condujo a estudiar las citas rápidas es la conversación que mantuvieron en una fiesta acerca de las ventajas de los matrimonios pactados y los matrimonios por amor. «Se supone que nosotros hemos alimentado un romance a largo plazo», me dijo Fisman. Es un hombre delgado, que parece un adolescente y tiene un sentido del humor irónico. «Me siento orgulloso. Según parece, para entrar en el paraíso judío basta con tres, así que llevo un buen trecho avanzado». Los dos profesores organizan sus veladas de citas rápidas en la parte trasera del bar West End de Broadway, situado frente al campus de Columbia. Son idénticas a las demás veladas de este tipo que se celebran en otros sitios de Nueva York, con una excepción: los participantes no se limitan a hablar y marcar una casilla con un sí o un no. Tienen que responder a un cuestionario en cuatro ocasiones: antes de la sesión de citas, después de la sesión, un mes más tarde y a los seis meses. Se les pide que puntúen en una escala de 1 a 10 lo que buscan en una pareja. Las categorías que deben calificar son: atractivo, intereses comunes, simpatía/sentido del humor, sinceridad, inteligencia y ambición. Además, al final de cada cita, califican a la persona con quien acaban de hablar en función de las mismas categorías. Cuando la velada concluye, Iyengar y Fisman tienen un cuadro increíblemente detallado de lo que cada uno dice que ha sentido durante la cita. Lo raro empieza cuando se examina ese cuadro.
Veamos un ejemplo: en la sesión de Columbia, me fijé en una joven de piel clara y cabello rubio y rizado, y en un hombre alto, de ademanes enérgicos, ojos verdes y pelo largo castaño. Desconozco sus nombres, así que los llamaremos Mary y John. Los observé durante su conversación, y enseguida me pareció evidente que a Mary le gustaba John y a John le gustaba Mary. John se sentó a la mesa de Mary y sus miradas se cruzaron. Ella bajó la vista con timidez y parecía un poco nerviosa. Se inclinó hacia adelante y, visto desde fuera, parecía un caso perfectamente claro de atracción instantánea. Pero vamos a escarbar un poco y a hacer algunas preguntas sencillas. Ante todo, ¿cuadraba la evaluación que Mary había hecho de la personalidad de John con el perfil que, según había dicho antes de la cita, buscaba en un hombre? En otras palabras: ¿es capaz Mary de predecir lo que le va a gustar en un hombre? Iyengar y Fisman pueden responder a esta pregunta muy fácilmente, y lo que descubren al comparar lo que los participantes en la velada de citas dicen que buscan con lo que realmente les atrae es que no casa. Que Mary dijese al principio de la noche que buscaba a alguien inteligente y sincero no significaba que se sintiese atraída sólo por hombres inteligentes y sinceros, ni mucho menos. Y por la misma razón, John, que es quien más gustó a Mary, podía resultar atractivo y simpático, aunque no particularmente sincero o inteligente. Y en segundo lugar: si todos los hombres que acaban gustando a Mary en las citas rápidas son más atractivos y simpáticos que inteligentes y sinceros, al día siguiente, cuando se le pida que describa al hombre perfecto, dirá que ha de ser atractivo y simpático. Pero sólo al día siguiente. Porque si se le pregunta lo mismo un mes más tarde, volverá a decir que busca inteligencia y sinceridad.
Es comprensible que el párrafo anterior les resulte confuso, porque es confuso: Mary dice que busca cierta clase de persona. A continuación se le ofrece una sala llena de opciones y coincide con alguien que de verdad le gusta, y en ese momento cambia por completo su idea del tipo de persona que busca. Pero pasa un mes y vuelve a lo que inicialmente decía que buscaba. ¿Qué es lo que realmente busca Mary en un hombre?
«No lo sé», me respondió Iyengar cuando se lo pregunté. «¿Es el verdadero yo el que describí antes de la cita?».
Hizo una pausa, y Fisman intervino: «No, el verdadero yo es el que revelan mis actos. Eso diría un economista».
Iyengar le miró desconcertada. «No sé si eso es lo que diría un psicólogo».
No lograron ponerse de acuerdo, aunque se debe a que no hay una respuesta correcta. Mary tiene una idea de lo que busca en un hombre, y la idea no es falsa. Sólo incompleta. La descripción inicial es su ideal consciente, lo que ella cree que quiere cuando se sienta y lo piensa. Pero de lo que no puede estar tan segura es de los criterios que aplica para conformar sus preferencias en ese primer instante de verse con alguien cara a cara. Esa información está detrás de la puerta cerrada.
Braden ha tenido una experiencia similar en su trabajo con atletas profesionales. A lo largo de los años, se ha esforzado por hablar con el mayor número posible de los mejores tenistas del mundo, les ha preguntado por qué juegan como juegan y siempre se ha sentido decepcionado. «Después de todas las investigaciones que hemos realizado con los mejores jugadores, no hemos encontrado a uno solo que sepa y explique exactamente lo que hace», comenta Braden. «Dan respuestas distintas en momentos diferentes o dan respuestas que, sencillamente, no tienen sentido». Una de sus técnicas consiste en grabar en vídeo a los tenistas, digitalizar los movimientos que hacen y descomponerlos cuadro por cuadro en un ordenador para ver con toda precisión, por ejemplo, cuántos grados gira el hombro Pete Sampras al responder con un revés.
Una de las grabaciones digitalizadas corresponde al gran tenista Andre Agassi lanzando un
drive
. Se ha eliminado la superficie de la imagen y Agassi ha quedado reducido al esqueleto; de este modo pueden seguirse claramente y medirse los movimientos de todas las articulaciones mientras el jugador se coloca para golpear la pelota. La cinta de Agassi es una ilustración perfecta de nuestra incapacidad para describir cómo nos comportamos en momentos concretos: «Casi todos los profesionales del mundo afirman que utilizan la muñeca para desplazar la raqueta sobre la pelota en el momento de lanzar un
drive»
, afirma Braden. «¿Por qué? ¿Qué están mirando? Fíjese» —continúa Braden señalando la pantalla—. «¿Ve el momento en que golpea la pelota? Con la imagen digitalizada, podemos determinar si la muñeca se mueve con una precisión de un octavo de grado. Aunque los jugadores casi nunca mueven la muñeca. Observe lo rígida que está. No mueve la muñeca hasta un buen rato después de haber golpeado la pelota. Cree que la mueve en el momento del impacto, pero en realidad la mueve bastante después. ¿Por qué son tantos los que se confunden? Contratan entrenadores y pagan cientos de dólares para que les enseñen a girar la muñeca sobre la pelota, y el único resultado es la multiplicación del número de lesiones de brazo».
Braden observó el mismo problema en el jugador de béisbol Ted Williams. Tal vez el mejor bateador de su tiempo, Williams era un hombre reverenciado por la profundidad de su saber sobre el arte de batear. Decía que era capaz de ver la pelota en el bate, que podía seguirla hasta el momento en que hacía contacto. Pero Braden sabía, por el trabajo que había realizado en el tenis, que eso era imposible. Durante los seis últimos metros de su trayectoria hacia el jugador, la pelota está demasiado cerca y se mueve demasiado deprisa como para ser visible. En ese momento, el jugador está ciego. Y lo mismo puede afirmarse en el caso del béisbol. Nadie puede ver la pelota chocando contra el bate. «Me reuní con Ted Williams una vez», recuerda Braden. «Los dos trabajábamos para Sears y coincidimos en un acto público. Así que le dije: "Ted, acabamos de hacer un estudio que demuestra que el ser humano no puede seguir la pelota hasta el bate. Ese momento dura tres milésimas de segundo". Me respondió con honradez: "Bueno, supongo que lo que ocurre es que me da la impresión de que puedo verla"».
Ted Williams era capaz de lanzar una pelota de béisbol mejor que nadie y también de explicar con la mayor confianza cómo lo hacía. Ahora bien, su explicación no coincide con sus movimientos, del mismo modo que la explicación de Mary sobre lo que buscaba en un hombre no coincide necesariamente con lo que le atraía en el momento de la verdad. Los seres humanos tenemos el problema de querer dar respuesta a todo. Tenemos una tendencia excesiva a dar explicaciones de cosas para las que en realidad no tenemos ninguna explicación.
Hace muchos años, el psicólogo Norman R. F. Maier colgó dos largas cuerdas del techo de una sala llena de toda clase de herramientas, objetos y muebles. La separación entre las cuerdas era tal que, si se sujetaba el extremo de una, era imposible alcanzar la otra. A todos los que entraban en la sala se les hacía la misma pregunta: ¿Cuántas formas de atar los extremos de las dos cuerdas puede usted imaginar? Este problema tiene cuatro soluciones posibles: una, estirar una de las cuerdas lo más posible hacia la otra, atarla a una silla u otro objeto similar y, a continuación, ir a por la segunda cuerda; otra es atar un cable alargador u otro objeto largo al extremo de una de las cuerdas de modo que llegue hasta la otra; una tercera estrategia consiste en agarrar una cuerda con la mano y usar un palo suficientemente largo para alcanzar la otra. Maier observó que casi todo el mundo descubría estas tres soluciones enseguida. Pero la cuarta solución —hacer que una de las cuerdas se balanceara como un péndulo y entonces agarrar la otra— sólo se les ocurrió a unos pocos. Los demás no sabían qué respuesta dar. Maier les dejó dar vueltas al asunto durante diez minutos y luego, sin decir palabra, cruzó la sala hacia una de las ventanas y rozó como por casualidad una de las cuerdas, que empezó a oscilar. A la vista de eso, casi todos exclamaron de repente: ¡Ajá!, y propusieron la solución del péndulo. En todo caso, cuando Maier les pidió que describiesen cómo se les había ocurrido, sólo uno dio el motivo correcto. En palabras de Maier: «Decían cosas como: "Se me ocurrió sin más", "Era lo único que quedaba por probar", "Me di cuenta de que la cuerda oscilaría si se le colgaba un peso", "Quizá me lo sugirió alguna clase de física", "Me esforcé por pensar alguna forma de llevar la cuerda hasta allí, y la única era balancearla". Un profesor de psicología dijo lo siguiente: "Después de haber agotado todos los demás recursos, sólo quedaba balancearla. Pensé en la forma de cruzar un río colgado de una cuerda e imaginé unos monos lanzándose desde los árboles. Y al tiempo que esta imagen, vi la solución. La idea estaba completa"».