Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (2 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Un grupo de científicos de la Universidad de Iowa hizo este experimento hace algunos años y descubrió que, después de haber puesto boca arriba cerca de cincuenta cartas, casi todo el mundo comienza a intuir en qué consiste el juego. Los apostantes no saben por qué prefieren los naipes azules, pero están bastante seguros de que es mejor apostar por ellos. Después de sacar alrededor de ochenta cartas, la mayor parte de los participantes ha descubierto cómo funciona el juego y es capaz de explicar con exactitud por qué los dos primeros mazos de cartas son tan poco recomendables. Es lógico: adquirimos cierta experiencia, reflexionamos sobre ella, elaboramos una teoría y, por último, sacamos nuestras conclusiones. Así funciona el aprendizaje.

Ahora bien, los científicos de Iowa hicieron algo más, y ahí es donde empieza la parte más extraña del experimento. Conectaron a cada uno de los jugadores a una máquina que medía la actividad de las glándulas sudoríparas de la palma de la mano. Como casi todas las glándulas de este tipo, las de la palma de la mano responden tanto al estrés como a la temperatura, y por eso nos sudan cuando estamos nerviosos. Así descubrieron los investigadores que los jugadores empezaban a generar respuestas de estrés a las cartas rojas cuando habían sacado diez, es decir, cuarenta cartas antes de ser capaces de afirmar que intuían que en esos dos montones había algo malo. Y, lo que es más importante, observaron también que casi al mismo tiempo que empezaban a sudarles las manos, su comportamiento comenzaba a cambiar; mostraban preferencia por las cartas azules y sacaban cada vez menos naipes de los mazos rojos. En otras palabras: los jugadores habían descubierto el juego antes de darse cuenta de que lo habían hecho; empezaban a hacer los ajustes necesarios mucho antes de ser conscientes de cuáles eran esos ajustes.

Por supuesto, el experimento de Iowa no es más que eso: un sencillo juego de cartas en el que participan unos pocos sujetos y un detector de estrés. Pero ilustra de forma muy convincente el modo en que funciona nuestra mente. Reproduce una situación en la que las apuestas son altas, las cosas cambian con rapidez y los participantes tienen muy poco tiempo para sacar algo en limpio de una información abundante, nueva y contradictoria. ¿Qué nos dice el experimento de Iowa? Que en tales circunstancias, nuestro cerebro utiliza dos estrategias muy diferentes para entender la situación. La primera es la que nos resulta más familiar: la estrategia consciente. Pensamos en lo que hemos aprendido y terminamos por elaborar una respuesta. Se trata de una estrategia lógica y contundente. Ahora bien, necesitamos ochenta cartas para elaborarla. Es lenta y exige mucha información. Claro que hay una segunda estrategia que actúa con mucha mayor rapidez. Entra en acción después de sacar diez cartas y es realmente inteligente, pues capta la trampa de las cartas rojas casi al instante. Pero tiene un inconveniente, y es que, al menos al principio, actúa por completo debajo de la superficie de la consciencia. Envía mensajes por canales endiabladamente indirectos, como la sudoración de la palma de la mano. Se trata de un sistema por el que nuestro cerebro saca conclusiones sin decirnos enseguida que lo está haciendo.

La segunda estrategia fue el camino seguido por Evelyn Harrison, Thomas Hoving y los especialistas griegos. No sopesaron todas y cada una de las pruebas, sino que tuvieron en cuenta sólo aquello que podía captarse con un vistazo. Esa forma de pensar pertenece al orden de lo que el psicólogo del conocimiento Gerd Gigerenzer gusta describir como «rápido y frugal». Se limitaron a mirar la estatua, y una parte de su cerebro hizo una serie de cálculos instantáneos; antes de que tuviese lugar ningún tipo de pensamiento consciente, sintieron algo, igual que la súbita aparición del sudor en la palma de la mano de los jugadores. En el caso de Thomas Hoving fue la palabra «reciente», totalmente inapropiada, la que le vino de súbito a la mente. En el de Angelos Delivorrias fue una oleada de «rechazo instintivo».

Georgios Dontas sintió como si hubiese un cristal entre la obra y él. ¿Sabían por qué sabían? Ni mucho menos. Pero
sabían
.

El ordenador interno

La parte del cerebro que se lanza a extraer esta clase de conclusiones se llama inconsciente adaptativo, y el estudio de esta forma de tomar decisiones es uno de los nuevos campos más importantes de la psicología. El inconsciente adaptativo no debe confundirse con el subconsciente descrito por Sigmund Freud, un lugar oscuro y tenebroso ocupado por deseos, recuerdos y fantasías, tan perturbadores que no podemos pensar en ellos de forma consciente. Por el contrario, esta nueva noción del inconsciente adaptativo se concibe como una especie de ordenador gigantesco que procesa rápida y silenciosamente muchos de los datos que necesitamos para continuar actuando como seres humanos. Cuando empiezan a cruzar una calle y de repente se dan cuenta de que un camión se les viene encima, ¿tienen tiempo para pensar en todas las opciones posibles? Naturalmente que no. Si los seres humanos hemos logrado sobrevivir tanto tiempo como especie ha sido sólo gracias a que hemos desarrollado otra clase de aparato de decisión capaz de elaborar juicios muy rápidos a partir de muy poca información. Como el psicólogo Timothy D. Wilson escribe en su libro
Strangers to Ourselves
[Extraños a nosotros mismos]:

La mente actúa con más eficacia relegando al inconsciente gran cantidad de pensamientos elaborados de alto nivel, igual que un reactor moderno vuela sirviéndose del piloto automático, con escasa o nula intervención del piloto humano «consciente». El inconsciente adaptativo se las arregla estupendamente para hacerse una composición de lugar de lo que nos rodea, advertirnos de los peligros, establecer metas e iniciar acciones de forma elaborada y eficaz.

Wilson afirma que cambiamos entre los modos consciente e inconsciente de pensar en función de la situación. La decisión de invitar a cenar a un compañero de trabajo es consciente. Se le da vueltas, se llega a la conclusión de que será divertido y se invita al interesado. La decisión espontánea de discutir con ese mismo compañero es inconsciente y la toma una parte del cerebro diferente motivada por una parte distinta de su personalidad.

Cuando nos reunimos con alguien por primera vez, cuando entrevistamos a alguien para un empleo, cuando reaccionamos ante una idea nueva, cuando tenemos que tomar una decisión rápidamente y estamos sometidos a estrés, utilizamos esa segunda parte del cerebro. ¿Recuerdan cuánto tiempo necesitaban en el colegio para decidir si un profesor era bueno o no? ¿Una clase? ¿Dos? ¿Un semestre? El psicólogo Nalini Ambady mostró en cierta ocasión a unos estudiantes tres grabaciones en vídeo, de diez segundos cada una y sin sonido, de unos profesores, y descubrió que no les costaba en absoluto puntuar su valía. Acto seguido, Ambady redujo la duración a cinco segundos, y las puntuaciones obtenidas fueron las mismas. Y siguieron siendo muy similares cuando mostró a los estudiantes sólo dos segundos de grabación. A continuación, Ambady comparó estos juicios instantáneos sobre la calidad de los profesores con evaluaciones realizadas por sus alumnos después de un semestre de clases, y descubrió que eran esencialmente iguales. Una persona que ve una grabación muda de dos segundos de un profesor al que jamás ha visto antes llega a conclusiones sobre la valía de éste muy similares a las de los alumnos que han asistido a sus clases durante un semestre completo. Aquí se observa el poder del inconsciente adaptativo.

Ustedes hicieron lo mismo, tanto si se dieron cuenta como si no, la primera vez que tomaron este libro en sus manos. ¿Cuánto tiempo lo tuvieron? ¿Dos segundos? En ese instante, el diseño de la cubierta, las asociaciones que les haya suscitado mi nombre y las primeras frases sobre el kurós habrán compuesto una impresión —un caudal de pensamientos, imágenes e ideas preconcebidas— que ha determinado de manera fundamental el modo en que han leído esta parte de la introducción. ¿No sienten curiosidad por saber lo que ha ocurrido en esos dos segundos?

Creo que, por naturaleza, desconfiamos de esta clase de cognición rápida. Vivimos en un mundo que da por sentado que la calidad de una decisión está directamente relacionada con el tiempo y el esfuerzo dedicados a adoptarla. Cuando a un médico le resulta difícil establecer un diagnóstico, pide más pruebas, y cuando el paciente no ve claro lo que le explica el doctor, solicita una segunda opinión. ¿Y qué les decimos a nuestros hijos? La prisa es mala consejera. Mira antes de cruzar. Párate y piensa. No juzgues un libro por la portada. Creemos que obtendremos mejores resultados recopilando la mayor cantidad de información y deliberando sobre ella durante todo el tiempo posible. Sólo confiamos en las decisiones conscientes. Pero en ocasiones, sobre todo en situaciones de estrés, la prisa no es mala consejera y los juicios instantáneos y las primeras impresiones constituyen medios mucho mejores de comprender el mundo. La primera labor de
Inteligencia intuitiva
será convencerles de un hecho sencillo: las decisiones adoptadas a toda prisa pueden ser tan buenas como las más prudentes y deliberadas.

Ahora bien, este libro no es sólo una celebración del golpe de vista. También me interesan esos momentos en los que el instinto nos traiciona. ¿Por qué, por ejemplo, si el kurós del Getty era tan claramente falso o, al menos, tan dudoso, lo compró el museo? ¿Por qué sus expertos no sintieron ningún rechazo instintivo durante los catorce meses que dedicaron a estudiar la obra? He aquí lo más desconcertante del caso del Getty, y la respuesta está en que, por el motivo que fuere, esos sentimientos se bloquearon. Se explica en parte por la fuerza de convicción que tienen los datos científicos (el geólogo Stanley Margolis estaba tan convencido del valor de su propio análisis, que publicó su método por extenso en la revista
Scientific American)
. Pero la razón más importante es que el Museo Getty quería por encima de todo que la escultura fuese auténtica. Era un museo joven, ansioso por reunir una colección de gran categoría, y el kurós era un hallazgo tan extraordinario que los expertos no hicieron caso a su instinto. Ernst Langlotz, uno de los expertos en escultura arcaica más importantes del mundo, preguntó en cierta ocasión al historiador del arte George Ortiz si quería comprar una estatuilla de bronce. Ortiz fue a ver la pieza y se quedó desconcertado, pues era, en su opinión, una falsificación manifiesta, llena de elementos contradictorios y chapuceros. ¿Por qué Langlotz, que entendía de escultura griega más que nadie, resultó engañado? La explicación de Ortiz fue que Langlotz había comprado la pieza cuando era muy joven, antes de adquirir la formidable experiencia que llegaría a tener. «Supongo», comentó Ortiz, «que Langlotz se enamoró de la pieza; de joven siempre te enamoras de la primera compra, y quizá ése era su primer amor. A pesar de sus extraordinarios conocimientos, fue totalmente incapaz de poner en tela de juicio su primera apreciación».

No es una explicación caprichosa. Capta un aspecto esencial del modo en que pensamos. Nuestro inconsciente es una fuerza poderosa, pero falible. Nuestro ordenador interno no siempre se abre paso en las tinieblas ni descubre al instante la «verdad» de una situación. Puede ser derrotado, distraído y neutralizado. Nuestras reacciones instintivas tienen que competir muchas veces con toda clase de intereses, emociones y sentimientos. ¿Cuándo debemos confiar en nuestro instinto y cuándo nos conviene desconfiar de él? Responder a esta pregunta es la segunda tarea de este libro. Cuando nuestra facultad de cognición rápida fracasa, lo hace por razones muy concretas y sólidas, y esas razones pueden identificarse y conocerse. Es posible aprender cuándo conviene escuchar a nuestro potente ordenador de a bordo y cuándo desconfiar de él.

La tercera tarea del presente libro, y la más importante, es convencerles de que pueden educar y controlar sus juicios rápidos y sus primeras impresiones. Sé que cuesta creerlo. Harrison, Hoving y los demás expertos en arte que examinaron el kurós del Getty reaccionaron con convicción y sutileza ante la escultura, pero ¿no brotaron espontáneamente esas reacciones desde su inconsciente? ¿Es posible controlar esa clase de reacciones misteriosas? En verdad es posible. Así como podemos aprender a pensar de manera lógica y deliberada, también podemos aprender a hacer mejores juicios instantáneos. En este libro comprobarán que hay médicos, generales, entrenadores, diseñadores de muebles, músicos, actores, vendedores de coches y muchos otros profesionales que son muy buenos en lo suyo y que deben su éxito, al menos en parte, a las cosas que han hecho para conformar, controlar y educar sus reacciones inconscientes. El poder de saber en los primeros dos segundos no es un don otorgado mágicamente a unos pocos afortunados: es una capacidad que todos podemos cultivar en nuestro favor.

Un mundo diferente y mejor

Hay muchos libros que abordan temas generales, que analizan el mundo desde elevadas cimas. Este no es uno de ellos.
Inteligencia intuitiva
trata de los aspectos más sencillos de nuestra vida cotidiana: el contenido y el origen de esas impresiones y conclusiones instantáneas que afloran de forma espontánea cuando conocemos a alguien, cuando afrontamos una situación difícil o cuando tenemos que decidir algo en condiciones de estrés. Creo que, cuando se trata de conocernos y de conocer el mundo, prestamos demasiada atención a los grandes temas y muy poca a los detalles de los momentos fugaces. ¿Qué pasaría si tomásemos en serio nuestro instinto? ¿Si dejásemos de explorar el horizonte con un telescopio y empezásemos a examinar nuestra manera de decidir y de comportarnos con el más potente de los microscopios? Creo que cambiarían la forma de librar las guerras, los productos que vemos en las estanterías, las películas, la manera de formar a los agentes de policía, los consejos que se dan a las parejas, las entrevistas de trabajo y muchas otras cosas. Y, combinando todos esos pequeños cambios lograríamos crear un mundo diferente y mejor. Creo —y espero que cuando terminen este libro también lo crean ustedes— que la tarea de conocernos y conocer nuestro comportamiento exige ser conscientes de que vale tanto lo percibido en un abrir y cerrar de ojos como en meses de análisis racional. «Siempre he considerado la opinión científica más objetiva que el juicio estético», dijo Marion True, la conservadora de la sección de antigüedades del Museo Getty, cuando por fin quedó clara la naturaleza del kurós. «Ahora sé que estaba equivocada».

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