Read Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? Online
Authors: Malcolm Gladwell
Tags: #Ensayo
¿Mentían todos? ¿Les daba vergüenza admitir que no habían logrado resolver el problema hasta haber recibido un empujoncito? En absoluto. Lo que ocurrió fue que el empujoncito de Maier había sido tan leve que no pasó del nivel inconsciente. Se procesó detrás de la puerta cerrada y, cuando se les pidió una explicación, lo único que pudieron hacer los sujetos del experimento fue proponer la que les parecía más admirable.
Éste es el precio que pagamos por las muchas ventajas de la puerta cerrada. Cuando pedimos a la gente que explique su pensamiento —en particular, el que procede del inconsciente—, hemos de interpretar sus respuestas con prudencia. En el caso del amor, lo sabemos bien. Sabemos que no podemos describir racionalmente la clase de persona de la que nos enamoraremos, y por eso organizamos citas, para poner a prueba nuestras teorías sobre lo que nos atrae. Todos sabemos también que es mejor que un especialista nos enseñe —y no sólo nos explique— cómo se juega al tenis o al golf o cómo se toca un instrumento musical. Aprendemos mediante el ejemplo y a partir de la experiencia directa, porque la utilidad de las instrucciones habladas tiene un límite real. Pero en otros aspectos de nuestra vida, no estoy tan seguro de que respetemos siempre el misterio de la puerta cerrada ni de que seamos conscientes del peligro que entraña nuestro problema de dar una respuesta a todo. A veces exigimos una explicación que, en realidad, no es posible dar y, como veremos en los próximos capítulos, esto tiene consecuencias graves. El psicólogo Joshua Aronson recuerda: «Después de la sentencia de O. J. Simpson, uno de los miembros del jurado apareció en televisión y declaró, completamente convencido: "La raza no ha tenido absolutamente nada que ver con mi decisión". ¿Pero cómo iba a saberlo? Mi investigación sobre la predisposición en relación con la raza y el rendimiento en un test, al igual que la de Bargh con los alumnos que debían interrumpir la conversación o el experimento de Maier con las cuerdas, demuestran que la gente ignora las cosas que influyen en sus acciones, aunque raramente se siente ignorante. Necesitamos aceptar nuestra ignorancia y decir "No lo sé" con más frecuencia».
El experimento de Maier encierra una segunda lección igualmente valiosa. A los participantes no se les ocurría una solución. Estaban frustrados. Permanecieron sentados durante diez minutos y, sin duda, muchos de ellos sintieron que estaban fracasando en una prueba importante y que todo el mundo vería que eran tontos. Pero no lo eran. ¿Por qué? Porque quienes entraban en esa sala no tenían una mente, sino dos, y mientras su mente consciente estaba bloqueada, la inconsciente exploraba la sala, buscaba posibilidades y escrutaba hasta las claves más insignificantes. Y en el momento en que descubrió la respuesta, les orientó —en silencio y con seguridad— hacia la solución.
A primeras horas de una mañana de 1899, dos hombres coincidieron en el jardín trasero del Hotel Globe de Richwood, Ohio, mientras les limpiaban los zapatos. Uno de ellos era abogado y miembro de un grupo de presión de Columbus, la capital del Estado de Ohio. Se llamaba Harry Daugherty. Fornido, rubicundo, de pelo oscuro y liso, era una persona brillante, el Maquiavelo de la política de Ohio, el típico urdidor entre bastidores, un juez astuto y perspicaz del carácter o, al menos, de la oportunidad política. El segundo hombre era un editor de un periódico de la pequeña ciudad de Marion, Ohio, a quien en ese momento le faltaba una semana para ganar las elecciones al Senado de ese Estado. Se llamaba Warren Harding. Daugherty miró a Harding y se quedó sobrecogido al instante por lo que vio. En palabras del periodista Mark Sullivan, que escribió acerca de ese momento en el jardín:
Merecía la pena mirar a Harding. Rondaba por entonces los 3 5 años. Tenía la cabeza, los rasgos, los hombros y el torso de un tamaño tal que llamaban la atención; las proporciones que guardaban entre sí provocaban un efecto que justificaría sobradamente aplicar el término de «apuesto» a cualquier varón de cualquier lugar que las tuviera: años más tarde, cuando su fama sobrepasó los límites de su localidad, algunas descripciones se refirieron a él con la palabra «romano». Cuando bajó las piernas de la caja del limpiabotas, se confirmaron las sorprendentes y gratas proporciones de su cuerpo y la ligereza de sus pies; su talle erguido y su porte aumentaron la impresión de garbo y virilidad. Su flexibilidad, en combinación con la magnitud de su estructura; sus enormes ojos radiantes, algo separados entre sí; su abundante pelo oscuro y su tez marcadamente broncínea le conferían una belleza similar a la de los hindúes. La cortesía de la que hizo gala al ceder su asiento al otro cliente daba a entender una auténtica cordialidad hacia todo el género humano. Tenía una voz notoriamente profunda, masculina, cálida. El placer que mostró en el cuidado con que el limpiabotas le pasaba el cepillo reflejaba un interés por el atuendo poco corriente en un hombre de una ciudad pequeña. Su ademán al dejar una propina denotaba la afabilidad y generosidad que había detrás, el deseo de complacer, basados en un saludable estado físico y una sincera bondad de corazón.
En ese instante, mientras examinaba a Harding, a Daugherty se le ocurrió una idea que iba a cambiar el curso de la historia de Estados Unidos: ¿no sería ese hombre un magnífico presidente?
Warren Harding no era un hombre especialmente inteligente. Le gustaba jugar al póquer y al golf, y también beber, pero, sobre todo, le gustaban las mujeres; de hecho, su apetito sexual era ya legendario. Conforme fue ascendiendo de un despacho político a otro, nunca se significó por nada. Era impreciso y ambivalente en materia de política. En una ocasión se aludió a sus discursos como «un ejército de frases pomposas que avanzan en busca de una idea». Tras ser elegido senador de Estados Unidos en 1914, se ausentó de los debates sobre el derecho al voto de las mujeres y la Ley Seca, dos de las cuestiones políticas más importantes de la época. Fue ascendiendo sin cesar desde el ámbito político local de Ohio movido sólo porque lo empujaba su mujer, Florence, por las intrigas de Harry Daugherty, y porque, según se fue haciendo viejo, su aspecto se fue haciendo más y más irresistiblemente distinguido. Una vez, en un banquete, uno de sus partidarios gritó: «¡Vaya, si el cabrón parece un senador!». Y así fue. Francis Russell, biógrafo de Harding, escribe de los primeros años de madurez: «El contraste entre sus pobladas cejas negras y su pelo gris acero producía un efecto de fuerza; sus enormes hombros y su tez morena daban la impresión de salud». Harding, según Russell, podría haberse puesto una toga y aparecer sin problemas en el escenario de una obra sobre Julio César. Daugherty se encargó de que Harding pronunciara un discurso ante la convención presidencial republicana de 1916, pues sabía que bastaba con que la gente lo viera y oyera su magnífica voz profunda para que se convencieran de que merecía un puesto en las altas esferas. En 1920, Daugherty persuadió a Harding para que se presentara como candidato a la Casa Blanca, aunque éste sabía que era un error. Y Daugherty no lo decía en broma. Iba en serio.
«Desde que se conocieron, Daugherty había alimentado la idea de que Harding sería un "magnífico presidente"», escribe Sullivan. «Para ser más exactos, lo que dijo Daugherty alguna vez, sin darse cuenta, fue: "un presidente con un aspecto magnífico"». En la convención republicana de ese verano, Harding ocupaba el sexto lugar, el último. Daugherty no mostró preocupación. Se produjo un empate entre los dos candidatos principales, de manera que, según predijo Daugherty, los delegados se verían forzados a buscar una alternativa. ¿A quién se iban a dirigir, en tal momento de desesperación, sino al hombre que irradiaba sentido común, dignidad y todos los atributos presidenciales? De madrugada, reunidos en las salas llenas de humo del Hotel Blackstone de Chicago, los jefes del Partido Republicano tiraron la toalla y preguntaron si no había algún candidato sobre el que pudieran ponerse de acuerdo. Y hubo un nombre que les vino a la mente de inmediato: ¡Harding! ¿No tenía, precisamente, aspecto de candidato a la presidencia? Así es como el senador Harding se convirtió en el candidato Harding; y en otoño de ese mismo año, tras una campaña realizada desde el porche de su casa en Marion, Ohio, el candidato Harding se convirtió en el presidente Harding. Estuvo dos años en el puesto, hasta que murió de repente a consecuencia de un derrame cerebral. Fue, como reconocen casi todos los historiadores, uno de los peores presidentes en la historia de Estados Unidos.
Hasta este momento me he referido al extraordinario poder que pueden tener las conclusiones extraídas a partir de unos cuantos datos reveladores, y lo que hace esto posible es nuestra capacidad para meternos con rapidez bajo la superficie de una situación. Thomas Hoving y Evelyn Harrison, así como los expertos en arte, pudieron ver de inmediato lo que había detrás del artificio del falsificador. Susan y Bill parecían, al principio, la encarnación de una pareja feliz y enamorada. Pero cuando escuchamos con más atención sus conversaciones y medimos la proporción de emociones positivas y negativas, la historia cambió. La investigación de Nalini Ambady reveló hasta qué punto podemos conocer las probabilidades que tiene un cirujano de que le demanden si, más allá de los diplomas que exhibe en la pared y la bata blanca, nos centramos en su tono de voz. Ahora bien, ¿qué sucede si esa cadena rápida de pensamientos se interrumpe de alguna forma? ¿Qué pasa si llegamos a elaborar un juicio instantáneo sin llegar a meternos nunca debajo de la superficie?
En el capítulo anterior hablaba sobre los experimentos realizados por John Bargh, en los que mostraba que tenemos unas asociaciones tan poderosas con ciertas palabras (por ejemplo, «Florida», «gris», «arrugas» y «bingo»), que el mero hecho de verlas puede hacernos cambiar de comportamiento. En mi opinión, hay ciertos factores relacionados con el aspecto de las personas —su tamaño, forma, color o sexo— que pueden desencadenar una serie de asociaciones con un poder parecido. Muchas de las personas que miraron a Warren Harding, ante lo extraordinariamente apuesto y distinguido que era, llegaron de inmediato, y sin justificación alguna, a la conclusión de que se trataba de un hombre con coraje, inteligencia e integridad. No escarbaron por debajo de la superficie. Las connotaciones que tenía su aspecto eran tan poderosas que detenían bruscamente el ciclo normal de pensamiento.
El error cometido con Warren Harding es el lado oscuro de la cognición rápida. Está en la raíz de buena parte de los prejuicios y discriminaciones. Es la causa de la dificultad que entraña encontrar al candidato adecuado para un puesto de trabajo y, en más ocasiones de las que estamos dispuestos a admitir, de que personas totalmente mediocres acaben ocupando posiciones de enorme responsabilidad. En parte, tomar en serio la selección de datos significativos y las primeras impresiones es aceptar el hecho de que a veces podemos saber más de alguien en un abrir y cerrar de ojos que tras meses de estudio. Pero también tenemos que reconocer y entender las circunstancias en que la cognición rápida nos lleva por el camino equivocado.
Durante los últimos años, varios psicólogos han comenzado a estudiar más detenidamente la función que esos tipos de asociaciones inconscientes —o, como a ellos les gusta llamarlas, implícitas— desempeñan en nuestras creencias y nuestro comportamiento, y gran parte de su trabajo se ha centrado en una herramienta fascinante denominada Implicit Association Test (IAT) [Test de Asociación Implícita (TAI)]. Creado por Anthony G. Greenwald, Mahzarin Banaji y Brian Nosek, el TAI se basa en una observación aparentemente obvia, aunque muy profunda. Las conexiones entre pares de ideas que ya están relacionadas en nuestra mente las hacemos con mucha mayor rapidez que entre pares de ideas que no nos son familiares. ¿Qué significa eso? Permítanme ofrecerles un ejemplo. A continuación aparece una lista de palabras. Tomen lápiz y papel y asignen cada uno de los nombres a la categoría a la que pertenece poniendo una marca a la izquierda o a la derecha de la palabra. También pueden señalar con el dedo la columna apropiada. Háganlo lo más deprisa que puedan. No se salten ninguna palabra. Y no se preocupen si se equivocan.
Muy fácil, ¿no? Y la razón de que haya sido fácil es que cuando leemos u oímos el nombre de «Juan» o «Roberto» o «Susana», no necesitamos siquiera pensar si es un nombre masculino o femenino. Todos tenemos unas potentes asociaciones previas entre un nombre de pila como Juan y el sexo masculino, o un nombre como Isabel y cosas femeninas.
Pero esto no ha sido más que un precalentamiento. Ahora, realicemos un TAI de verdad. Funciona como un ejercicio de precalentamiento, salvo que esta vez voy a mezclar categorías totalmente distintas. De nuevo, hagan una marca a la derecha o a la izquierda de cada palabra según la categoría a la que pertenezcan.