Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (7 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Sin duda, esto explica en parte por qué George Soros es tan bueno en lo suyo: es consciente del valor del producto de su razonamiento inconsciente. Ahora bien, si ustedes o yo invirtiésemos nuestro dinero según los consejos de Soros, nos pondría nerviosos saber que sus decisiones se basan únicamente en el dolor de espalda. Jack Welch, un directivo de gran éxito, ha titulado sus memorias
Jack: Straight from the Gut [Hablando claro
, Suma de Letras, 2003], pero en el interior nos aclara que lo que hace que hable claro no es su instinto, sino también una serie de teorías laboriosamente elaboradas sobre gestión, sistemas y principios. Nuestro mundo exige respaldar las decisiones con citas y notas al pie, y si decimos cómo nos sentimos, hemos de estar también dispuestos a explicar por qué nos sentimos así. Por eso al Museo Getty le costó tanto, al menos al principio, aceptar la opinión de personas como Hoving, Harrison o Zeri; resulta mucho más fácil escuchar a los científicos y abogados, que saben apoyar sus conclusiones con páginas y páginas de documentación. Creo que este planteamiento es un error, y que si queremos mejorar la calidad de nuestras decisiones hemos de aceptar la naturaleza misteriosa de nuestros juicios instantáneos. Necesitamos aceptar que es posible saber sin saber por qué y que, a veces, éste es el mejor camino.

Predispuestos para actuar

Imaginen que soy profesor y que les pido que vengan a mi despacho. Recorren un largo pasillo, abren la puerta y se sientan ante una mesa. Delante de ustedes hay un papel con una lista de grupos de cinco palabras.

Tienen que formar una frase de cuatro palabras gramaticalmente correcta a partir de cada grupo. Se llama «el test de las palabras revueltas». ¿Listos?

1. le estaba preocupada ella siempre

2. de son Florida naranjas temperatura

3. pelota la arroja lanza silenciosamente

4. zapatos da cambia viejos los

5. la observa ocasionalmente gente mira

6. sentirán sudor se solos ellos

7. cielo el continuo gris está

8. deberíamos ahora olvidadizos retirarnos

9. nos bingo cantar jugar deja

10. sol produce temperatura arrugas el

Parece sencillo, ¿no? Pues no lo es. Lo crean o no, cuando terminen la prueba saldrán de mi despacho al pasillo andando más despacio que cuando entraron. Con esta prueba he influido en su comportamiento. ¿Cómo? Miren de nuevo la lista. Verán las palabras «preocupada», «Florida», «viejos», «solos», «gris», «bingo» y «arrugas». Ustedes creen que se trataba sólo de un ejercicio de lenguaje aunque, en realidad, también estaba haciendo que el ordenador de su cerebro —su inconsciente adaptativo— pensase en la vejez. No informó al resto del cerebro sobre esta obsesión repentina, pero se tomó tan en serio todos estos términos sobre la vejez que, cuando terminaron el ejercicio, avanzaron por el pasillo comportándose como ancianos: andando despacio.

Este test lo ideó un psicólogo muy inteligente llamado John Bargh. Es un ejemplo de lo que se llama «experimento de predisposición», y Bargh y otros colegas han elaborado numerosas variaciones aún más sugestivas sobre el mismo que demuestran en todos los casos lo mucho de nuestro inconsciente que se oculta tras esa puerta cerrada. En cierta ocasión, Bargh y dos colegas de la Universidad de Nueva York, Mark Chen y Lara Burrows, prepararon un experimento a la entrada del despacho del primero. Utilizaron a varios alumnos que aún no se habían graduado y a cada uno de ellos le presentaron uno de los dos tests de palabras revueltas que habían preparado. El primero estaba salpicado de términos como «agresivamente», «descaro», «grosero», «fastidiar», «molestar», «intromisión», «infracción». En el segundo, los términos eran «respeto», «considerado», «apreciar», «pacientemente», «ceder», «educado» y «cortés». El número de palabras de este tipo utilizadas no era en ninguno de los casos suficiente para que los estudiantes se percatasen de lo que estaba en juego (por supuesto, en cuanto un sujeto se da cuenta de que se le está predisponiendo, deja de funcionar). Después de hacer el ejercicio, que dura unos cinco minutos, se pidió a los alumnos que cruzasen el recibidor y hablasen con el responsable del experimento para que les indicase qué tenían que hacer a continuación.

Pero cuando un estudiante llegaba al despacho, Bargh se aseguraba de que el responsable estuviese ocupado, enfrascado en una conversación con alguien, una colaboradora que se colocaba de pie en el pasillo y que obstruía la puerta de entrada al despacho. Bargh quería saber si aquellos a quienes se había predispuesto con palabras corteses tardaban más en interrumpir la conversación entre el responsable del experimento y su colaboradora que quienes lo habían sido con palabras groseras. Sabía lo suficiente sobre el extraño poder de influencia del inconsciente para anticipar que habría alguna diferencia, pero también pensaba que el efecto sería pequeño. Antes de llevar a cabo la prueba, cuando Bargh se presentó ante el comité de la Universidad de Nueva York que autoriza los experimentos con personas, había tenido que comprometerse a cortar la conversación de la puerta en diez minutos. «Los miramos y pensamos que estaban locos», recuerda Bargh. «Nosotros teníamos intención de medir diferencias de milésimas de segundo. Se trataba de chicos de Nueva York; no iban a quedarse allí esperando; quizá unos segundos, un minuto como máximo».

Ahora bien, Bargh y sus colegas estaban equivocados. Quienes habían sido predispuestos con los términos más bruscos terminaban por interrumpir la conversación, por lo general al cabo de unos cinco minutos. Pero quienes habían leído los términos corteses, que era la mayoría (82 por ciento), no la interrumpieron en ningún caso. Quién sabe cuánto tiempo habrían esperado sonriendo educadamente si el experimento no hubiese terminado a los diez minutos.

«El experimento se realizó justo delante de mi despacho», recuerda Bargh. «Tuve que escuchar la misma conversación una y otra vez. Cada hora, cada vez que aparecía un sujeto nuevo. Era aburrido, muy aburrido. Llegaban a la entrada y veían a la colaboradora con quien hablaba el responsable desde el otro lado de la puerta. La colaboradora explicaba una y otra vez que no entendía lo que se suponía que tenía que hacer. Preguntaba y volvía a preguntar, durante diez minutos. "¿Dónde marco esto? No lo entiendo"». Bargh se estremece ante el recuerdo y ante lo insólito de la situación. «Las cosas continuaron así durante un semestre completo. Quienes habían hecho el test con los términos corteses se limitaban a esperar».

Hay que decir que la predisposición no es como el lavado de cerebro. No puedo hacerles revelar detalles personales de la infancia con palabras como «sueñecito», «biberón» o «peluche». Tampoco puedo programarles para que roben un banco. Pero los efectos de la predisposición no son insignificantes. Dos investigadores holandeses realizaron un estudio en el que diversos grupos de estudiantes debían responder a 42 preguntas bastante difíciles tomadas del juego
Trivial Pursuit
. A la mitad se les dijo que dedicasen antes cinco minutos a pensar en lo que significaba ser profesor y a escribir lo que les pasase por la cabeza. Estos estudiantes respondieron correctamente el 55,6 por ciento de las preguntas. A la otra mitad se les pidió que se sentasen a pensar en los hinchas de fútbol. Respondieron correctamente el 42,6 por ciento de las preguntas. Los estudiantes del grupo de «profesores» no sabían más que los del grupo de «hinchas»; tampoco eran más inteligentes, ni estaban más concentrados ni eran más serios. Estaban, sencillamente, en un marco mental «inteligente», y asociarse con la idea de alguien inteligente, como un profesor, les ayudó mucho a dar con la respuesta correcta en ese instante lleno de tensión que sigue al planteamiento de la pregunta. Hay que subrayar que la diferencia entre el 55,6 y el 42,6 por ciento es enorme, y puede ser la diferencia entre aprobar y suspender.

Los psicólogos Claude Steele y Joshua Aronson idearon una versión aún más exagerada de esta prueba; en ella intervinieron estudiantes negros, a los que se les plantearon veinte preguntas tomadas del examen de aptitud académica, una prueba normalizada que se utiliza en Estados Unidos para acceder a la enseñanza superior. Antes del examen se les sometió a un cuestionario en el que se preguntaba por su raza: este simple acto bastó para predisponerles a que adoptaran todos los estereotipos negativos asociados con los negros americanos y los resultados académicos, lo que a su vez redujo el número de respuestas correctas a la mitad. La sociedad confía mucho en estos tests, que considera indicadores fiables de las aptitudes y los conocimientos del alumno. ¿Pero lo son? Si una alumna blanca de un colegio privado de prestigio obtiene en el examen de aptitud una puntuación más alta que una estudiante negra de una escuela de barrio, ¿es en realidad mejor estudiante, o es que ser blanca y asistir a un colegio de prestigio se asocia constantemente con la idea de «inteligente»?

En todo caso, aún impresiona más el carácter misterioso de estos efectos de la predisposición. Al hacer la prueba de completar frases, los sujetos no sabían que se les estaba predisponiendo para pensar en la vejez. ¿Cómo iban a saberlo? Las claves son bastante escurridizas. Aunque lo chocante es que, incluso después de salir lentamente de la habitación y continuar por el pasillo, seguían sin ser conscientes de que se había influido en su comportamiento. En otra ocasión, Bargh hizo participar a una serie de personas en unos juegos de mesa en los que la única forma de ganar es aprender a cooperar con los otros jugadores. Así que los predispuso con ideas de cooperación y, como era de esperar, se mostraron más colaboradores y el juego marchó mucho mejor. «A continuación», comenta Bargh, «les hicimos preguntas sobre si habían puesto mucho empeño en cooperar o cuánto querían cooperar. Cuando establecimos una correlación con su comportamiento real, el resultado fue cero. El juego duraba quince minutos y, al final, los participantes no sabían lo que habían hecho. No tenían ni idea. Respondían al tuntún, daban explicaciones sin sentido. Esto me sorprendió; al menos podían haber recurrido a la memoria, pero no lo hicieron».

Aronson y Steele observaron lo mismo entre los estudiantes negros que respondieron tan mal después de que se les recordara su raza. «Hablé con ellos una vez finalizado el test y me informé de si algo había disminuido su rendimiento», dijo Aronson. «Les pregunté: "¿Te molestó que te preguntase tu raza?". Porque era evidente que había ejercido un efecto enorme sobre su rendimiento. Pero siempre decían que no, y añadían algo como: "Bueno, creo que no tengo inteligencia suficiente para estar aquí"».

Es obvio que los resultados de estos experimentos son muy inquietantes. Sugieren que lo que consideramos libre albedrío es en buena medida una ilusión; casi siempre funcionamos con el piloto automático, y la forma en que pensamos y actuamos —-y lo bien que pensamos y actuamos sin detenernos a razonar— es mucho más sensible a las influencias externas de lo que creemos. En todo caso, creo que el secreto con que actúa el inconsciente tiene también una ventaja considerable. En el ejemplo de la tarea de completar frases que incluían términos sobre la edad avanzada, ¿cuánto tardaron en formar esas frases? Supongo que sólo unos pocos segundos por frase. Eso es rapidez, y pudieron realizar el test deprisa porque se concentraron en la tarea y bloquearon cualquier elemento de distracción. Si se hubiesen puesto a buscar patrones en las listas, no habrían podido hacer el test en tan poco tiempo. Se habrían distraído. Es cierto que las referencias a la ancianidad cambiaron el paso con que salieron de la sala, ¿pero eso tiene algo de malo? Lo único que sucedió es que el inconsciente le dijo al cuerpo: he captado algunas señales de que estamos en un medio realmente preocupado por la edad avanzada; vamos a comportarnos en consecuencia. En este sentido, el inconsciente actúa como una especie de mayordomo mental. Se ocupa de los pequeños detalles de la vida. Se fija en todo lo que ocurre alrededor y se asegura de que ustedes actúen correctamente mientras les deja libertad para concentrarse en lo que realmente les importa en cada momento.

El equipo de Iowa que elaboró los experimentos con juegos lo dirigía el neurólogo Antonio Damasio, cuyo grupo ha realizado un fascinante trabajo de investigación sobre lo que ocurre cuando una proporción excesiva de nuestro pensamiento tiene lugar fuera de la puerta cerrada. Damasio estudió a pacientes que presentaban una lesión en una parte pequeña pero esencial del cerebro llamada corteza prefrontal ventromedial, situada detrás de la nariz. La región ventromedial desempeña una función crucial en la toma de decisiones. Establece contingencias y relaciones, y organiza la montaña de información que recibimos del mundo exterior para priorizar y señalar las cosas que exigen atención inmediata. Quienes sufren alguna lesión en esta zona están plenamente capacitados para el pensamiento racional y pueden ser muy inteligentes y funcionales, pero carecen de capacidad de juicio. Para ser más exactos, no tienen en el inconsciente el mayordomo mental que les deja concentrarse en lo que realmente importa. En su libro
El error de Descartes
, Damasio describe el intento de concertar una cita con un paciente que presenta una lesión cerebral de este tipo:

Le propuse dos fechas, ambas durante el mes siguiente y con pocos días de diferencia. El paciente sacó una agenda y empezó a consultar el calendario. El comportamiento que adoptó a continuación, observado por varios investigadores, fue sorprendente. Durante casi toda la primera media hora, el paciente enumeró las razones a favor y en contra de cada una de las fechas: citas anteriores, proximidad de otras, posibles condiciones climáticas y prácticamente cualquier cosa que se pueda pensar en relación con una simple cita. Hizo un laborioso análisis de pros y contras, una interminable e inútil comparación de opciones y consecuencias posibles. Todos tuvimos que hacer un esfuerzo enorme para no dar muestras de impaciencia y decirle que parase.

Damasio y su equipo sometieron también al test del juego a sus pacientes con lesión ventromedial. Casi todos acabaron por averiguar, como todo el mundo, que algo fallaba en las cartas rojas. Pero en ningún momento les brotó ni una gota de sudor en la palma de las manos, en ningún momento cayeron en la cuenta de que las barajas azules eran preferibles a las rojas y en ningún momento, ni siquiera después de haber descubierto el secreto del juego, ajustaron su estrategia para prescindir de los naipes peligrosos. Sabían qué era lo correcto, si bien ese conocimiento no bastó para hacerles cambiar la forma de jugar. «Es como la adicción a las drogas», comentó Antoine Bechara, uno de los investigadores del equipo de Iowa. «Los adictos pueden expresar correctamente los efectos de su comportamiento, pero no actúan en consecuencia porque sufren un trastorno cerebral. Por eso lo estamos examinando. Las lesiones en el área ventromedial provocan una desconexión entre lo que se sabe y lo que se hace». Lo que a estos pacientes les falta es ese mayordomo discreto que empuja en la dirección correcta y que añade ese ligero toque emocional —el sudor en la palma de las manos— como prueba de que se ha hecho lo debido. En situaciones que cambian muy deprisa y en las que hay mucho en juego, no conviene ser tan desapasionado y estrictamente racional como los pacientes con lesión ventromedial. No conviene pasarse las horas muertas ponderando las distintas opciones. En ocasiones es preferible que la parte de la mente situada tras la puerta cerrada tome decisiones por nosotros.

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