Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos? (5 page)

BOOK: Inteligencia intuitiva ¿Por qué sabemos la verdad en dos segundos?
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Aparentemente, la respuesta obvia sería optar por la primera: la abundancia de datos. Cuanto más tiempo pasen conmigo y más información reúnan, mejor para ustedes, ¿verdad? Aunque espero que a estas alturas se sientan al menos un poco escépticos con respecto al planteamiento. En efecto, como ha demostrado el psicólogo Samuel Gosling, juzgar la personalidad de la gente es un excelente ejemplo de la sorprendente eficacia de la selección de unos cuantos datos significativos.

Gosling empezó su experimento con ochenta estudiantes universitarios a los que realizó un estudio completo de personalidad. Para ello utilizó lo que se llama el «Inventario de los cinco grandes factores», un prestigioso cuestionario de respuesta múltiple que mide a las personas teniendo en cuenta cinco dimensiones:

1. Extraversión. ¿Es sociable o retraído? ¿Amante de la diversión o reservado?

2. Amabilidad. ¿Es confiado o desconfiado? ¿Servicial o poco dispuesto a colaborar?

3. Meticulosidad. ¿Es organizado o desorganizado? ¿Autodisciplinado o con escasa fuerza de voluntad?

4. Estabilidad emocional. ¿Es tranquilo o tiende a preocuparse por todo? ¿Seguro o inseguro?

5. Apertura a nuevas experiencias. ¿Es imaginativo o realista? ¿Independiente o conformista?

A continuación, Gosling hizo que los amigos íntimos de esos ochenta estudiantes cumplimentaran también un cuestionario.

Lo que deseaba saber era si nuestros amigos se acercan mucho o poco a la verdad cuando nos clasifican según estos «cinco grandes». Como es lógico, la respuesta es que nuestros amigos pueden describirnos con bastante exactitud. La experiencia que comparten con nosotros les proporciona una gran abundancia de datos, y eso se traduce en una idea real de quiénes somos.

Gosling repitió después la operación, pero esta vez no acudió a los amigos íntimos. Lo hizo con absolutos desconocidos, personas que ni siquiera habían visto a los estudiantes a quienes estaban evaluando. Lo único que vieron fueron los dormitorios de los jóvenes. Gosling les proporcionó unos portapapeles y les dijo que tenían quince minutos para echar un vistazo a un cuarto y responder a una serie de preguntas muy sencillas sobre su ocupante: en una escala de 1 a 5, ¿le parece que se trata de una persona habladora? ¿Tiende a sacar defectos a los demás? ¿Es esmerado en su trabajo? ¿Es original? ¿Es reservado? ¿Es servicial y no es egoísta?, etcétera. «Lo que yo intentaba era estudiar impresiones de la vida diaria», dice Gosling. «De modo que me cuidé mucho de no decir a los evaluadores lo que tenían que hacer. Me limité a comentarles: "Aquí tienen el cuestionario. Entren en la habitación y empápense de lo que hay en ella". Sólo quería observar los métodos del razonamiento instintivo».

¿Qué tal lo hicieron? Los evaluadores no eran, desde luego, tan buenos como los amigos para medir la extraversión. Si uno quiere saber si alguien es animado, hablador y sociable, es evidente que se necesita conocerlo en persona. Los resultados que obtuvieron los amigos fueron también ligeramente mejores que los de los desconocidos en la correcta estimación de la amabilidad, es decir, de lo servicial y confiada que es una persona. En mi opinión, eso también es lógico. Pero en los tres rasgos restantes de los «cinco grandes», los evaluadores se colocaron por delante. Sus mediciones fueron más exactas en lo que respecta a la meticulosidad, y mucho más en la predicción tanto de la estabilidad emocional de los estudiantes como de su apertura a nuevas experiencias. En conjunto, el trabajo que hicieron los desconocidos resultó ser mucho mejor. De lo que se desprende que es bastante posible que unas personas que no nos han visto nunca y que han dedicado sólo veinte minutos a pensar en nosotros puedan llegar a saber quiénes somos mejor que otras que nos conocen desde hace años. Por consiguiente, olvidemos los innumerables encuentros y comidas «para conocerse». Si desean ustedes tener una idea clara de si voy a ser un buen empleado, pásense por mi casa algún día y echen un vistazo.

Si son ustedes como la mayoría de las personas, supongo que las conclusiones de Gosling les resultarán de lo más increíbles. Pero, la verdad, no deberían serlo; al menos tras las enseñanzas de John Gottman. Lo que acabo de referir no es más que otro ejemplo de deducción a partir de una mínima selección de datos significativos. Los evaluadores estuvieron mirando las pertenencias más personales de los estudiantes, y nuestras pertenencias personales contienen información en abundancia y muy reveladora. Gosling sostiene, por ejemplo, que el dormitorio de una persona ofrece tres tipos de claves acerca de su personalidad. En primer lugar están las afirmaciones de la identidad, que son expresiones deliberadas de cómo nos gustaría que nos viera el mundo: el título enmarcado de licenciado
magna cum laude
por Harvard, por ejemplo. Después están los residuos conductuales, que se definen como las pistas que dejamos involuntariamente en lo que hacemos: puede tratarse de ropa sucia en el suelo o de una colección de CD ordenados alfabéticamente. Por último, están los reguladores de los pensamientos y sentimientos, que son los cambios que hacemos a nuestros espacios más personales para influir en cómo nos sentimos cuando los habitamos: una vela perfumada en un rincón, por ejemplo, o unos cuantos cojines colocados sobre la cama con mucho gusto. Si uno se encuentra con CD alfabetizados, un diploma de Harvard en la pared, incienso en una mesita y la ropa primorosamente apilada en un cesto, puede conocer de inmediato ciertos aspectos sobre la personalidad de un individuo, de los que podría no llegar ni a enterarse si lo único que hace es verlo personalmente. Cualquiera que haya examinado las estanterías de libros de un novio o novia nuevos, o cotilleado en su botiquín, comprende lo siguiente de manera implícita: mirar el espacio privado de una persona nos puede revelar tanto o más que las horas que se pasan en público con ella.

En todo caso, la información de la que no se dispone al mirar las pertenencias de alguien es igual de importante. Lo que se ahorra uno cuando el encuentro no es cara a cara son todos los datos confusos, complicados y, en última instancia, irrelevantes que pueden servir para desvirtuar la opinión que nos formemos. A la mayoría de nosotros nos resulta difícil creer que un defensa de fútbol americano que pese más de 120 kilos pueda tener un intelecto despierto y con buen criterio. No podemos, sencillamente, deshacernos del estereotipo del deportista bobo. Pero si todo lo que viéramos de esa persona fuera su estantería o los cuadros que tiene en las paredes, no tendríamos ese problema.

Lo que la gente dice de sí misma también puede resultar muy confuso, por la sencilla razón de que en general no somos muy objetivos sobre nosotros mismos. Por eso, cuando medimos la personalidad, no nos limitamos a preguntar a bocajarro a las personas cómo creen que son. Les damos un cuestionario, como el Inventario de los cinco grandes, diseñado con cuidado para suscitar respuestas reveladoras. Por eso tampoco Gottman pierde tiempo haciendo preguntas directas a maridos y mujeres sobre la situación en que se encuentra su matrimonio. Podrían mentir, sentirse incómodos o, lo que es más importante, no saber la verdad. Quizá están tan enfangados, o tan felizmente acomodados, en su relación, que no tienen objetividad para saber si ésta funciona. «Sencillamente, las parejas no son conscientes de la impresión que dan», dice Sybil Carrère. «Mantienen una conversación, que nosotros grabamos en vídeo, y luego se la mostramos. En uno de los últimos estudios que hemos realizado, preguntamos a las parejas qué habían aprendido del estudio, y muchas de ellas (me atrevería a afirmar que la mayoría) dijeron que les había sorprendido verse como se vieron durante la discusión o lo que transmitieron durante la misma. Una de las mujeres, que nos había parecido sumamente afectiva, dijo, sin embargo, que ella no tenía ni idea de que era así. Comentó que creía que era estoica y muy reservada. A muchos les pasa lo mismo. Piensan que son más comunicativos de lo que en realidad son, o más negativos. Sólo al ver la cinta se dieron cuenta de que estaban equivocados acerca de lo que comunicaban».

Si las parejas no son conscientes de la imagen que dan, ¿qué valor puede tener hacerles preguntas directas?

No mucho, y por eso Gottman hace que las parejas hablen acerca de algún asunto en el que esté implicada su relación marital (como sus animales domésticos), no acerca de su matrimonio. Él se fija con atención en detalles que son medidas indirectas de cómo fúnciona la pareja: unos reveladores esbozos de emoción que atraviesan fugazmente la cara de alguno de ellos; el toque de estrés detectado en las glándulas sudoríparas de la palma de la mano; una subida súbita en la frecuencia cardiaca; un tono sutil que acaba en un intercambio… Así pues, Gottman aborda el asunto por el flanco, ya que, según ha averiguado, puede ser un camino mucho más rápido y eficaz para llegar a la verdad que hacerlo de frente.

Lo que hicieron las personas que visitaron los dormitorios de los estudiantes no fue más que otra versión del análisis de John Gottman realizada por profanos en la materia. Buscaban en los estudiantes el «puño» del Morse. Se dieron quince minutos para empaparse bien de todo y formarse una idea del morador de la habitación. Abordaron el asunto por el flanco sirviéndose de las pruebas indirectas que había en los dormitorios de los estudiantes, y el proceso por el que fueron tomando decisiones se simplificó: no les distrajo en absoluto esa clase de información confusa e irrelevante que se extrae de una reunión cara a cara. Lo que hicieron fue extraer conclusiones a partir de la selección de unos cuantos datos significativos. ¿Y qué fue lo que pasó? Lo mismo que pasó con Gottman: esas personas con sus portapapeles fueron realmente buenas en sus predicciones.

Escuchar a los médicos

Llegados a este punto, demos un paso adelante en el concepto de la deducción a partir de una mínima selección de datos reveladores. Imagínense que trabajan para una compañía de seguros que vende a los médicos pólizas de responsabilidad civil profesional. Su jefe les comunica que, por motivos contables, quiere que le digan qué doctor, de todos los que cubre la compañía, creen que tiene mayores probabilidades de ser demandado. De nuevo se les conceden dos alternativas. La primera es examinar la formación y los documentos acreditativos de los médicos y después analizar sus expedientes para ver cuántos errores han cometido en los últimos años. La otra opción es escuchar breves fragmentos de conversaciones entre los facultativos y sus pacientes.

Seguro que, a estas alturas, esperan que diga que la segunda opción es la mejor. Llevan razón, y he aquí por qué. Aunque parezca mentira, el riesgo de que demanden a un médico por negligencia tiene muy poco que ver con cuántos errores haya cometido. Al analizar este tipo de pleitos se comprueba que hay médicos muy capacitados a quienes interponen muchas demandas, y médicos que cometen muchos errores sin haber estado jamás ante un tribunal. Por otro lado, es abrumador el número de personas que sufre daños por negligencias médicas y nunca presenta una demanda. En otras palabras, los pacientes no entablan pleitos por los daños que les haya causado una atención médica chapucera. Aparte de los daños causados, hay algo más.

¿Qué es ese algo más? Es la forma en que fueron tratados, en el ámbito personal, por su médico. Lo que se advierte una y otra vez en los casos de negligencia es que los pacientes se quejan de que se les despachó enseguida, no se les escuchó o recibieron una atención deficiente. «La gente no demanda a los médicos que le gustan», opina Alice Burkin, una destacada abogada experta en casos de negligencia médica. «En todos los años que llevo dedicada a esto, nunca he tenido un cliente que entrara y dijera: "De verdad me gusta este doctor, y hacer esto me hace sentir realmente mal, pero quiero demandarle". Cuando ha venido alguien diciendo que quería demandar a determinado especialista, lo que nosotros le decimos es: "No creemos que ese doctor haya sido negligente. Pensamos que es su doctora de atención primaria quien se ha equivocado". A lo que el cliente responderá: "No me importa lo que haya hecho ella. Me encanta y no voy llevarla a juicio"».

Burkin tuvo una vez una cliente a la que le descubrieron un tumor de mama cuando ya había hecho metástasis. La mujer quería demandar a su internista por el retraso en el diagnóstico. En realidad, el posible culpable era el radiólogo, pero la paciente se mantuvo inflexible. Quería llevar a juicio a la doctora de medicina interna. «En nuestro primer encuentro, me dijo que aborrecía a esa doctora porque nunca se había tomado la molestia de conversar con ella y jamás le había preguntado si tenía otros síntomas», afirmó Burkin. «La paciente nos dijo: "La doctora nunca me vio como una persona en su totalidad". Cuando a un paciente le informan de que tiene algo malo, el médico debe dedicar un tiempo a explicarle lo que pasa y a responder a las preguntas que le formulen, es decir, debe tratarle como un ser humano.

Los médicos que no lo hacen son los que van a los tribunales». No es necesario, por tanto, saber cómo opera un cirujano para predecir las posibilidades que tiene de que le lleven a juicio. Lo que se necesita saber es qué relación mantiene el médico con sus pacientes.

La investigadora médica Wendy Levinson ha grabado recientemente centenares de conversaciones entre un grupo de médicos y sus pacientes. A la mitad de los doctores, más o menos, nunca la habían demandado. A la otra mitad la habían demandado al menos dos veces, y Levinson descubrió que le bastaron esas conversaciones para poder establecer diferencias claras entre ambos grupos. El tiempo que dedicaban a cada paciente los cirujanos a quienes nunca habían puesto un pleito superaba en tres minutos el que dedicaban los otros (18,3 y 15 minutos, respectivamente).

Entre los médicos del primer grupo había una mayor probabilidad de que hicieran comentarios «orientadores», como: «Primero le examinaré, y luego hablaremos del asunto», o bien: «Dejaré algún tiempo para las preguntas que desee plantearme», lo cual ayuda a los pacientes a hacerse una idea de qué se pretende lograr con la visita y de cuándo deben hacer preguntas. También era mayor la probabilidad entre estos médicos de que escucharan atentamente e hicieran comentarios como: «Continúe, cuéntemelo con más detalle», y, desde luego, mucha mayor probabilidad de que se rieran y bromearan durante la consulta. No deja de ser interesante que no hubiera diferencia en la cantidad o la calidad de la información que ofrecían a sus pacientes; no aportaron más detalles acerca de la medicación o de la enfermedad. La diferencia radicaba exclusivamente en cómo hablaban con ellos.

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