Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (15 page)

BOOK: Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas
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Fig. 12.3. Cromatografía sobre papel

(Martin, junto con A. T. James, aplicaron los principios de esta técnica a la separación de gases en el año 1952. Mezclas de gases o vapores pueden hacerse pasar a través de un disolvente líquido o de un sólido absorbente mediante la corriente de un «gas transportador» inerte, tal como el nitrógeno o el helio. La mezcla atraviesa el medio de separación y aparecen sus componentes individuales por el otro extremo. La «cromatografía de gases» es de particular utilidad, debido a la velocidad con que realiza las separaciones y a la gran sensibilidad con que puede detectar trazas de impurezas.)

Los análisis cromatográficos han permitido valorar con exactitud el contenido de aminoácidos de diversas proteínas. Por ejemplo, se ha observado que la molécula de una proteína de la sangre, denominada «albúmina sérica», contiene 15 moléculas de glicina, 45 de valina, 58 de leucina, 9 de isoleucina, 31 de prolina, 33 de fenilalanina, 18 de tirosina, 1 de triptófano, 22 de serina, 27 de treonina, 16 de cistina, 4 de cisteína, 6 de metionina, 25 de arginina, 16 de histidina, 58 de lisina, 56 de ácido aspártico y 80 de ácido glutámico; o sea, un total de 526 aminoácidos de 18 tipos distintos, constituyendo una proteína con un peso molecular de aproximadamente 69.000. (Además de estos 18, existe aún otro aminoácido de frecuente aparición: la alanina.) El bioquímico germano-americano Erwin Brand sugirió un sistema de símbolos para los aminoácidos, que hoy en día es de uso general. Para evitar confusiones con los símbolos de los elementos, designó a cada aminoácido con las tres primeras letras de su nombre, en vez de hacerlo únicamente con la inicial. Sólo existen algunas variaciones especiales: la cistina se simboliza con la sigla CiS, para indicar así que sus dos mitades generalmente se hallan incorporadas a dos cadenas diferentes; la cisteína es representada por CiSH, para distinguirla de la cistina; y la isoleucina, por Ileu, en vez de Iso, pues «Iso» es el prefijo que se utiliza en muchos nombres químicos.

Abreviadamente, la fórmula de la albúmina sérica puede escribirse así: Gli
15
Val
45
Leu
38I
Ileu
9
Pro
31
Fe
33
Tir
18
Tri
1
Ser
22
Tr
27
CiS
32
CiSH
4
Met
6
Arg
52
His
16
Lis
58
Asp
46
Glu
80.
Esto, desde luego, es más conciso, aunque evidentemente no pueda decirse con rapidez.

Análisis de la cadena peptídica

El descubrimiento de la fórmula empírica de la proteína tan sólo representó vencer en la primera mitad de la batalla; en realidad, mucho menos que la mitad. Se planteaba entonces el problema, considerablemente más difícil, de descifrar la estructura de una molécula proteica. Existían toda una serie de razones para suponer que las propiedades de cada proteína dependían de cómo exactamente —es decir, en qué orden— se hallaban dispuestos todos aquellos aminoácidos en la cadena molecular. He aquí realmente un problema de tanta envergadura que puede causar vértigos al más avezado bioquímico. El número de las permutaciones posibles en que los 19 aminoácidos pueden hallarse situados en una cadena (incluso suponiendo que únicamente entre a formar parte de ella uno de cada uno de los aminoácidos) es de aproximadamente 120 billones. Si resulta difícil creerlo, basta con intentar multiplicar 19 veces por 18
´
17
´
16 y así sucesivamente, que es la forma de calcular el número posible de permutaciones, y, en caso de no fiarse de la aritmética, tome 19 fichas del juego de damas, numérelas del 1 al 19 y compruebe luego en cuántos órdenes diferentes puede disponerlas. Le garantizo que no continuará el juego durante mucho tiempo.

Cuando nos enfrentamos con una proteína del tamaño de la albúmina sérica, compuesta de más de 500 aminoácidos, el número de posibles permutaciones llega a ser del orden de los 1
600
—es decir, un 1 seguido de 600 ceros—. Éste es un número totalmente fantástico, muy superior al número de partículas subatómicas en todo el Universo conocido, o, siguiendo en el tema, mucho más de lo que el Universo podría contener si fuera un conglomerado sólido constituido por tales partículas.

No obstante, aunque pueda parecer abocada al fracaso la tarea de hallar cuál de todas aquellas posibles permutaciones es la que realmente representa una molécula de albúmina sérica, este tipo de problema ha sido en la actualidad planteado y resuelto.

En el año 1945, el bioquímico británico Frederick Sanger determinó el orden de los aminoácidos en una cadena peptídica. Comenzó intentando identificar el aminoácido en un extremo de la cadena: el extremo amina.

Evidentemente, el grupo amínico de este aminoácido terminal (denominado el «aminoácido N-terminal») está libre: es decir, no se halla unido a otro aminoácido. Sanger hizo uso de un reactivo químico que se combina con un grupo amínico libre, pero que no lo hace con un grupo amínico que esté unido a un grupo carboxílico. Éste da lugar a un derivado DNF (dinotrofenílico) de la cadena peptídica. Este investigador pudo marcar el aminoácido N-terminal con el DNF, y, ya que el enlace que permite esta combinación es más fuerte que aquellos que unen a los aminoácidos en la cadena, pudo romper ésta en sus aminoácidos individuales y aislar a aquél marcado con el DNF. Puesto que el grupo DNF tiene un color amarillo, este aminoácido particular, marcado por el DNF, aparece como una mancha amarilla en el cromatograma sobre papel.

Así, Sanger pudo separar e identificar el aminoácido en el extremo amínico de una cadena peptídica. De manera similar, identificó el aminoácido en el otro extremo de la cadena: aquél con un grupo carboxílico libre, denominado el «aminoácido C-terminal». También fue capaz de separar algunos otros aminoácidos, uno a uno, e identificar en algunos casos la «secuencia terminal» de una cadena peptídica. Sanger procedió a atacar la cadena peptídica en toda su longitud. Estudió la insulina, una sustancia de gran importancia funcional para el organismo, que posee además la virtud de ser una proteína relativamente pequeña, con un peso molecular de sólo 6.000, en su forma más simple. El tratamiento con DNF reveló que esta molécula consistía en dos cadenas peptídicas, pues contenía dos aminoácidos N-terminales. Las dos cadenas se hallaban unidas entre sí por moléculas de cistina. Mediante un tratamiento químico que rompía los enlaces entre los dos átomos de azufre en la cistina, Sanger escindió la molécula de insulina en sus dos cadenas peptídicas, cada una de ellas intacta. Una de las cadenas tenía la glicina como aminoácido N-terminal (denominado por él la cadena G), y la otra tenía la fenilalanina como el aminoácido N-terminal (la cadena P). Ahora podían ser estudiadas separadamente ambas cadenas.

Sanger y un colaborador, Hans Tuppy, fragmentaron primero las cadenas en los aminoácidos constituyentes e identificaron los 21 aminoácidos que formaban la cadena G y los 30 que componían la cadena P. Luego, para establecer algunas de las secuencias, rompieron las cadenas, no en aminoácidos individuales, sino en fragmentos constituidos por 2 ó 3 aminoácidos. Esto podía realizarse por hidrólisis parcial, la cual fragmentaba sólo los enlaces más débiles en la cadena, o bien atacando la insulina con ciertas sustancias digestivas, que sólo rompían determinados enlaces entre aminoácidos y dejaban intactos a los restantes.

De este modo, Sanger y Tuppy fragmentaron cada una de las cadenas en un gran número de piezas distintas. Por ejemplo, la cadena P dio lugar a 48 fragmentos distintos, 22 de los cuales estaban formados por dos aminoácidos (dipéptidos), 14 por tres y 12 por más de tres aminoácidos.

Los diversos péptidos de pequeñas dimensiones, después de ser separados, podían ser fragmentados en sus aminoácidos individuales por cromatografía sobre papel. Así, pues, los investigadores estaban ya en disposición de determinar el orden de los aminoácidos en cada uno de estos fragmentos. Supongamos que poseyeran un dipéptido constituido por la valina y la isoleucina. El problema que entonces se plantearía podría ser: ¿El orden era el de Val-Ileu o el de Ileu-Val? En otras palabras, ¿era la valina, o la isoleucina, el aminoácido N-terminal? (El grupo amínico y, en consecuencia, la unidad N-terminal, se considera convencionalmente que se halla situado en el extremo izquierdo de una cadena.) Aquí el marcado con el DNF podía dar la respuesta. Si se hallaba presente sobre la valina, éste sería el aminoácido N-terminal, y el orden de los aminoácidos en el diséptido sería Val-Ileu. Si se hallara sobre la isoleucina, entonces sería el de Ileu-Val.

También pudo resolverse el orden de sucesión de los aminoácidos en un fragmento constituido por tres de ellos. Supongamos que sus componentes fueran la leucina, la valina y el ácido glutámico. La prueba con el DNF identificaría el aminoácido N-terminal. Si éste fuera, por ejemplo, la leucina, el orden debería ser, o bien Leu-Val-Glu, o bien Leu-Glu-Val. Luego, se sintetizó cada una de estas combinaciones y se depositó en forma de una mancha sobre un cartograma, para ver cuál ocupaba sobre el papel el mismo lugar que el ocupado por el fragmento que estaba estudiando.

Por lo que se refiere a los péptidos de más de 3 aminoácidos, éstos podían fragmentarse en otros más pequeños para su análisis ulterior.

Después de determinar las estructuras de todos los fragmentos en que había sido dividida la molécula de insulina, la fase siguiente era reunir todas las piezas entre sí, disponiéndolas en el orden correcto en la cadena, a la manera de un rompecabezas en zigzag. Existían una serie de incógnitas para despejar. Por ejemplo, se sabía que la cadena G solamente contenía una unidad del aminoácido anilina. En la mezcla de péptidos obtenida por fragmentación de las cadenas-G, la alanina se halló en dos combinaciones: alanina-serina y cistina-alanina. Esto significaba que, en la cadena G intacta, el orden debía ser Cis-Ala-Ser.

Mediante tales indicios, Sanger y Tuppy fueron reuniendo gradualmente las piezas del rompecabezas. Les llevó un par de años identificar la totalidad de los fragmentos de forma definitiva y disponerlos en una secuencia absolutamente satisfactoria, pero, hacia el año 1952, habían logrado establecer la disposición exacta de todos los aminoácidos en la cadena G y en la cadena P. Seguidamente, se dedicaron a establecer de qué modo se hallaban unidas entre sí las dos cadenas. En 1953, obtuvieron su triunfo final con el desciframiento de la estructura de la insulina. La estructura completa de una molécula proteica importante se había dilucidado por vez primera. Por este logro, a Sanger le fue concedido el premio Nobel de Química en 1958.

Los bioquímicos adoptaron inmediatamente los métodos de Sanger para determinar la estructura de otras moléculas proteicas. La ribonucleasa, una molécula proteica que consta de una única cadena peptídica con 124 aminoácidos, fue conquistada en 1959, y la unidad proteica del virus del mosaico del tabaco, con 158 aminoácidos, en el año 1960. En 1964 fue a su vez descifrada la tripsina, una molécula con 223 aminoácidos.

En 1967 se automatizó esta técnica. El bioquímico sueco-australiano P. Edman creó un «secuenciador» que podía trabajar con 5 mg de proteína pura, «descascarillando» e identificando los aminoácidos uno por uno. De este modo, en cuatro días fueron identificados sesenta aminoácidos de la cadena de la mioglobina.

Incluso las cadenas peptídicas más largas han sido elaboradas con gran detalle y, hacia la década de los 1980, se estaba ya convencido de que la estructura detallada de cualquier proteína, por larga que fuese quedaría determinada. Sólo resultaba necesario enfrentarse con el problema.

En general, esos análisis han mostrado que la mayoría de las proteínas tienen los diferentes aminoácidos (o casi todos) bien representados a lo largo de la cadena. Sólo unas cuantas de las proteínas fibrosas más simples, como, por ejemplo, las que se encuentran en el estigma del maíz o en los tendones, se hallan pesadamente sobrecargadas con dos o tres aminoácidos.

En esas proteínas compuestas de diecinueve aminoácidos, los aminoácidos individuales se hallan alineados son ningún orden obvio; no existen repeticiones periódicas fácilmente detectables. En vez de ello, los aminoácidos se hallan de tal modo dispuestos que, cuando la cadena se pliega a través de la misma para formar aquí y allá enlaces de hidrógeno, varias cadenas laterales forman una superficie que contiene la disposición adecuada de agrupaciones atómicas o una pauta de cargas eléctricas para permitir que la proteína lleve a cabo su labor.

Proteínas sintéticas

Una vez dilucidado el orden de los aminoácidos en la cadena polipeptídica, resultó posible intentar unir a los aminoácidos en el orden correcto. Naturalmente, los comienzos fueron modestos. La primera proteína sintetizada en el laboratorio fue la «oxitocina», una hormona con importantes funciones en el organismo. La oxitocina es extremadamente pequeña para poder ser considerada realmente una molécula proteica: se compone únicamente de 8 aminoácidos. En 1953, el bioquímico americano Vincent du Vigneaud logró sintetizar una cadena peptídica exactamente igual a aquella que, al parecer, representaba la molécula de exoticina. Y, además, el péptido sintético mostraba todas las propiedades de la hormona natural. A Du Vigneaud se le otorgó el premio Nobel de Química del año 1955.

Con el paso de los años se sintetizaron moléculas proteínicas cada vez más complejas, pero si se quisiera sintetizar una molécula específica con especiales aminoácidos dispuestos en un orden preconcebido, sería preciso «enhebrar la sarta» por así decirlo, paso a paso. En los años 1950 eso resultó tan dificultoso como medio siglo antes, es decir, la época de Fischer. Cada vez que se consiguió aparejar un aminoácido determinado con una cadena, fue preciso separar el nuevo compuesto del resto mediante procedimientos sumamente laboriosos y luego partir nuevamente desde el principio para agregar otro aminoácido determinado. Con cada paso se perdió una porción considerable del material en reacciones secundarias y, por tanto, sólo fue posible formar cantidades mínimas de cadenas sin excluir siquiera las más elementales.

Sin embargo, hacia principios de 1959, un equipo bajo la dirección del bioquímico norteamericano Robert Bruce Merrifield, tomó una orientación inédita: un aminoácido, comienzo de la ambicionada cadena, asociado a los glóbulos de la resina de poliestireno. Tales glóbulos fueron insolubles en el líquido utilizado y de este modo resultó fácil separarlos de todo lo restante mediante una sencilla filtración. Se agregó cada nueva solución conteniendo el siguiente aminoácido que se asociase con el anterior. Otra filtración, otra más y así sucesivamente. Los manejos entre esas adiciones fueron tan simples y rápidos que se les pudo automatizar con muy escasas pérdidas. En 1965 se sintetizó por este medio la molécula de insulina; en 1969 le llegó el turno a la cadena todavía más larga de los ribonucleicos con sus 124 aminoácidos. Más tarde, en 1970, el bioquímico estadounidense de origen chino Cho Hao Li sintetizó la hormona del crecimiento humano, una cadena de 188 aminoácidos.

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