Read Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas Online
Authors: Isaac Asimov
Al igual que ocurre con los otros tipos de maquinaria, son las partes movibles las que sufren los efectos en primer lugar. El sistema circulatorio —el corazón y las arterias— es el talón de Aquiles humano, a la corta o a la larga. Su progreso en la conquista de la muerte prematura ha elevado a los trastornos de este sistema al rango de asesino número uno. Las enfermedades circulatorias son responsables de algo más de la mitad de las muertes ocurridas en los Estados Unidos, y, de estas enfermedades, una en particular, la arteriosclerosis, es responsable de una muerte de cada cuatro.
La
arteriosclerosis
(derivada de las palabras griegas que significan «dureza de la harina») se caracteriza por depósitos grasos de forma granulosa en la superficie interna de las arterias, que obligan al corazón a realizar un mayor esfuerzo para llevar la sangre a través de los vasos a un ritmo normal. La tensión sanguínea aumenta, y el consiguiente incremento en el esfuerzo de los pequeños vasos sanguíneos puede hacerlos estallar. Si esto ocurre en el cerebro (una zona particularmente vulnerable), se produce una hemorragia cerebral o «ataque» En ocasiones, el estallido de un vaso es tan pequeño que únicamente ocasiona un trastorno ligero y temporal, o incluso pasa inadvertido; pero un colapso masivo de los vasos puede conducir a la parálisis o a la muerte súbita.
Las a
rterias coronarias
, que suministran oxígeno al mismo corazón, son particularmente susceptibles al estrechamiento arteriosclerótico. La resultante disminución de oxígeno en el corazón da origen al terrible dolor de la
angina de pecho
y, llegado el momento, aunque no necesariamente de una forma rápida, a la muerte.
El endurecimiento y estrechamiento de las arterias es motivo de otro peligro. Debido al aumento de fricción de la sangre que va arañando la superficie interna endurecida de los vasos, tienden a formarse coágulos sanguíneos, y el estrechamiento de los vasos aumenta las posibilidades de que un coágulo pueda bloquear por completo el torrente sanguíneo. Si esto ocurre en la arteria coronaria, que alimenta el propio músculo cardíaco, un bloqueo («trombosis coronaria») puede producir la muerte casi instantáneamente.
Lo que causa exactamente la formación de depósitos en la pared arterial es una cuestión que ha dado lugar a una considerable controversia entre los científicos. En efecto, el colesterol parece estar involucrado en ello, pero la forma en que está implicado no se ha aclarado todavía. El plasma de la sangre humana contiene «lipoproteínas», las cuales consisten en colesterol y otras sustancias grasas ligadas a ciertas proteínas. Algunas de las fracciones que constituyen la lipoproteína mantienen una concentración constante en la sangre, tanto en la salud como en la enfermedad, antes y después de las comidas, etc. Otras fluctúan elevándose después de las comidas. Otras son especialmente elevadas en los individuos obesos. Una fracción, rica en colesterol, es particularmente elevada en las personas con exceso de peso y en aquellas que padecen arteriosclerosis.
La arteriosclerosis acostumbra a ir acompañada de un elevado contenido de grasa en la sangre, y esto es lo que ocurre en la obesidad. Las personas con exceso de peso son más propensas a la arteriosclerosis que las delgadas. Los diabéticos poseen también elevados niveles de grasa en la sangre y son más propensos a la arteriosclerosis que los individuos normales. Y, para completar el cuadro, la incidencia de diabetes entre las personas gruesas es considerablemente más elevada que entre las delgadas.
Así, pues, no es por accidente el que aquellos que consiguen alcanzar edades avanzadas son a menudo individuos delgados y escuálidos. Los hombres grandes y gordos pueden ser alegres, pero, en general, suelen fallecer más pronto. (Por supuesto, existen siempre excepciones, y pueden indicarse hombres como Winston Churchill y Herbert Hoover, quienes celebraron su 90 cumpleaños y que nunca fueron conocidos precisamente por su delgadez.)
La cuestión clave, hasta el momento, es si la arteriosclerosis puede ser combatida o prevenida mediante la dieta. Las grasas animales, tales como las de la leche, los huevos y la mantequilla, tienen un contenido particularmente elevado de colesterol; las grasas vegetales lo tienen bajo. Además, los ácidos grasos de las grasas vegetales son principalmente de un tipo no saturado, lo cual se ha informado que contrarresta el depósito de colesterol. A pesar de que los investigadores de estas cuestiones no han llegado a resultados concluyentes en ningún sentido, la gente se ha abalanzado hacia las «dietas bajas en colesterol», con la esperanza de evitar el endurecimiento de las paredes arteriales. Sin duda, esto no puede perjudicarles.
Por supuesto, el colesterol existente en la sangre no procede del colesterol de la dieta. El cuerpo puede fabricar su propio colesterol con gran facilidad, y así lo hace, e, incluso, si nos alimentamos con una dieta que carezca completamente de colesterol, sin embargo, podemos tener una generosa provisión de colesterol en las lipoproteínas sanguíneas. Por tanto, parece razonable suponer que lo que importa no es la mera presencia del colesterol, sino la tendencia del individuo a depositarlo allí donde puede causar perjuicio. Cabe la posibilidad de que exista una tendencia hereditaria a fabricar cantidades excesivas de colesterol. Los químicos están investigando en busca de fármacos que inhiban la formación de colesterol, con la esperanza de que tales drogas puedan combatir el desarrollo de la arteriosclerosis en las personas propensas a la enfermedad.
Entretanto,
la cirugía de desvío (bypass) coronario
—el empleo de otros vasos sanguíneos del cuerpo de un paciente para conectar las arterias coronarias de tal forma que la sangre fluya libremente a través de ese desvío en torno de la región esclerotizada y suministre al corazón un amplio riego sanguíneo—, se ha convertido en muy corriente desde su introducción en 1969, y con gran éxito. No parece haber ampliado mucho en conjunto las expectativas de vida, pero sí logra que los años finales de uno se vean libres del tullidor dolor anginoso y (como saben los que lo han experimentado) esto es ya una gran cosa.
Pero incluso quienes escapan a la arteriosclerosis, también envejecen. La vejez es una enfermedad de incidencia universal. Nada puede detener la debilidad progresiva, el aumento de fragilidad de los huesos, la pérdida de vigor de los músculos, la rigidez de las articulaciones, el descenso de los reflejos, la debilitación de la vista y la declinante agilidad de la mente. La velocidad a que esto tiene lugar es, de algún modo, más baja en unos que en otros, pero, rápido o lento, el proceso es inexorable.
Quizá la Humanidad no debiera quejarse demasiado clamorosamente sobre este punto. Si la vejez y la muerte tienen que llegar inevitablemente, lo cierto es que lo hacen con una lentitud infrecuente en el reino animal. En general, el límite de la vida de los mamíferos está relacionado con su tamaño. El mamífero más pequeño, las musarañas, puede vivir año y medio, y la rata vive 4 o 5 años. El conejo vive 15 años; el perro, 18; el cerdo, 20; el caballo 40, mientras que el elefante puede alcanzar los 70 años de vida. Ciertamente, cuanto más pequeño es el animal, más «rápidamente» vive —más rápido es su ritmo cardíaco, por ejemplo. Puede compararse una musaraña, con un ritmo cardíaco de 1.000 pulsaciones por minuto, a un elefante, que tiene un ritmo de 20 pulsaciones por minuto.
En realidad, los mamíferos, en general, parecen vivir, en el mejor de los casos, tanto tiempo como le lleva a su corazón latir unos mil millones de veces. Sin embargo, de esta regla general, el hombre es la excepción más asombrosa. El ser humano es mucho más pequeño que el caballo y considerablemente más pequeño que el elefante; sin embargo, ningún mamífero consigue vivir tanto tiempo como él. Incluso sin tener en cuenta las leyendas sobre edades avanzadas, procedentes de diversas áreas rurales, donde no ha sido posible realizar registros precisos, existen datos razonablemente convincentes de límites de vida superiores a los 115 años. Los únicos vertebrados en conseguir esto son, sin duda, ciertas tortugas grandes de lentos movimientos.
El ritmo cardíaco humano, de unas 72 pulsaciones por minuto, es precisamente el que podría esperarse de un mamífero de su tamaño. En setenta años, lo cual es el promedio de esperanza de vida del hombre en las áreas tecnológicamente avanzadas del planeta, el corazón humano ha latido 2.500 millones de veces; a los 115 años, ha realizado unos 4.000 millones de latidos. Incluso los parientes más cercanos del hombre, los grandes simios, no pueden igualar esto, ni siquiera acercarse. El gorila, de un tamaño considerablemente mayor que el del ser humano, es considerado viejo a los cincuenta años.
No hay duda de que el corazón humano supera a todos los otros corazones existentes. (El corazón de la tortuga puede vivir más tiempo, pero no lo hace tan intensamente.) No se sabe por qué el ser humano vive tanto tiempo, pero el hombre, dada su naturaleza, está mucho más interesado en averiguar cómo podría alargar aún más este período.
Pero, ¿qué es la vejez? Hasta ahora, sólo existen especulaciones sobre ello. Algunos han sugerido que la resistencia del cuerpo a la infección disminuye lentamente con la edad (en una proporción que depende de la herencia). Otros especulan sobre «residuos», de, un tipo u otro, que se acumulan en las células (también aquí en una proporción que varía de un individuo a otro). Estos supuestos productos residuales de las reacciones normales de la célula, que ésta no puede destruir ni eliminar, se acumulan lentamente en ella a medida que pasan los años hasta que, finalmente, interfieren con el metabolismo celular en tal grado que éste deja de funcionar. Cuando un número suficiente de células son inactivadas, el cuerpo muere. Una variante de esta teoría sostiene que las propias moléculas de proteínas se convierten en residuos, debido a que se desarrollan entre ellas eslabones cruzados, de forma que se convierten en rígidas y quebradizas y, finalmente, hacen que la maquinaria celular vaya rechinando hasta que llega a detenerse.
Si esto fuera cierto, la «insuficiencia» se produciría entonces dentro del mecanismo celular. Cuando Cartell consiguió, con gran habilidad, mantener vivo durante décadas un trozo de tejido embrionario, hizo creer que las propias células podrían ser inmortales: era la organización lo que nos hacía morir, las combinaciones de células individuales por miles de billones. Ahí fallaba la organización, no las células.
Pero aparentemente no es así. Ahora se piensa que Carrell pudo haber introducido (inadvertidamente) células frescas en su preparado para alimentar el tejido. Diversas tentativas para trabajar con células o grupos celulares aislados, donde se descartaba rigurosamente la introducción de células jóvenes, parecen demostrar que las células envejecen sin remedio —presumiblemente debido a ciertos cambios irreversibles en los componentes fundamentales de la célula.
Y, sin embargo, ahí está la extraordinaria longevidad del hombre. ¿Podría ser que el tejido humano haya desarrollado ciertos métodos, superiores por su eficiencia a los de otros mamíferos, para contrarrestar o neutralizar el envejecimiento celular? Por otra parte, las aves tienden a vivir bastante más tiempo que los mamíferos del mismo tamaño, pese a que su metabolismo es mucho más rápido que el de los mamíferos. He aquí nuevamente la capacidad superior de la vejez para la reversión o la inhibición.
Si algunos organismos tienen más recursos que otros para retrasar el envejecimiento, no parece erróneo suponer que sea posible aprender el método y mejorarlo. ¿No sería, entonces, curable la vejez? ¿No podría llegar la Humanidad a disfrutar de una longevidad enorme o incluso, de la inmortalidad? El optimismo a este respecto se ha generalizado entre ciertos grupos humanos. Los milagros médicos en el pasado parecen ser heraldos de milagros ilimitados en el futuro. Y si tal cosa es cierta … ¡uno se avergüenza de vivir con una generación que no sabe cómo curar el cáncer, o la artritis o el envejecimiento! Por consiguiente, hacia finales de la década de 1960, se inició un movimiento cuyos mantenedores propugnaban la congelación de los cuerpos humanos en el momento de la muerte para conservar lo más intacta posible la maquinaria celular hasta el venturoso día en que tuviese cura todo cuanto había causado la muerte de los individuos congelados. Entonces éstos serían reanimados y se les podría dar salud, juventud, felicidad …
En realidad, no existe ningún signo en el momento actual de que ningún cuerpo muerto pueda ser devuelto a la vida, o de que ningún cuerpo congelado —aunque estuviese vivo en el momento del congelamiento— pueda deshelarse y vivir de nuevo. Ni tampoco los proponentes de este procedimiento
(criogenia)
han prestado mucha atención a las complicaciones que suscitaría la inundación eventual de cadáveres vueltos a la vida. El anhelo personal de inmortalidad lo puede todo.
La congelación de cuerpos para mantenerlos intactos posee escaso sentido, incluso aunque fuera posible reanimarlos. Sería una pérdida de tiempo. Hasta ahora, los biólogos han tenido mucha más fortuna con el desarrollo de organismos completos, grupos de células especializadas. Al fin y al cabo, las células epidérmicas y renales poseen un equipo genético tan completo como el de las demás y como el que tuvo, en primer lugar, el óvulo fecundado. Las células son elementos especializados porque neutralizan o activan en grado variable los diversos genes. Ahora bien, ¿no sería posible «desneutralizar» o «desactivar» los genes? ¿No podrían éstos transfomar entonces su propia célula en el equivalente de un óvulo fecundado y crear de nuevo todo el organismo, es decir un organismo idéntico —en términos genéticos— a aquél del cual han formado parte? Sin duda este procedimiento (denominado
clonación
) ofrece más promesas para una preservación, por así decirlo, de la personalidad (si no de la memoria). En lugar de congelar un cuerpo entero, ¡secciónese el dedo pequeño del pie y congélese eso!
Pero, ¿acaso deseamos realmente la inmortalidad … bien sea mediante la criogenia o la clonación o la simple inversión en cada individuo del fenómeno llamado envejecimiento? Hay pocos seres humanos que no aceptasen gustosamente la inmortalidad, una inmortalidad libre, hasta cierto punto, de achaques, dolores y efectos del envejecimiento. Pero supongamos, por un momento, que todos fuéramos inmortales.