Read Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas Online
Authors: Isaac Asimov
Nuevos aliados contra las bacterias resistentes los constituyen algunos otros nuevos antibióticos y versiones modificadas de los antiguos. Sólo cabe esperar que el enorme progreso de la ciencia química logre mantener el control sobre la tenaz versatilidad de los gérmenes patógenos.
El mismo problema del desarrollo de cadenas resistentes surge en la lucha del hombre contra otros enemigos más grandes, los insectos, que no sólo le hacen una peligrosa competencia en lo que se refiere a los alimentos, sino que también propagan las enfermedades. Las modernas defensas químicas contra los insectos surgieron en 1939, con el desarrollo por un químico suizo, Paul Müller, del producto químico «dicloro-difenil-tricloroetano», comúnmente conocido por las iniciales «DDT». Por su descubrimiento, se le concedió a Müller el premio Nobel de Medicina y Fisiología, en 1948.
Por entonces, se utilizaba ya el DDT a gran escala, habiéndose desarrollado tipos resistentes de moscas comunes. Por tanto, es necesario desarrollar continuamente nuevos «insecticidas», o «pesticidas» para usar un término más general que abarque los productos químicos utilizados contra las ratas y la cizaña. Han surgido críticas respecto a la superquímica en la batalla del hombre contra otras formas de vida. Hay quienes se sienten preocupados ante la posible perspectiva de que una parte cada vez mayor de la población conserve la vida tan sólo gracias a la química; temen que si, llegado un momento, fallara la organización tecnológica del hombre, aún cuando sólo fuera temporalmente, tendría lugar una gran mortandad al caer la población víctima de las infecciones y enfermedades contra las cuales carecerían de la adecuada resistencia natural.
En cuanto a los pesticidas, la escritora científica americana, Rachel Louise Carson, publicó un libro, en 1962,
Silent Spring
(Primavera silenciosa), en el que dramáticamente llama la atención sobre la posibilidad de que, por el uso indiscriminado de los productos químicos, la Humanidad pueda matar especies indefensas e incluso útiles, al mismo tiempo que aquellas a las que en realidad trata de aniquilar. Además, Rachel Carson sostenía la teoría de que la destrucción de seres vivientes, sin la debida consideración, podría conducir a un serio desequilibrio del intrincado sistema según el cual unas especies dependen de otras y que, en definitiva, perjudicaría al hombre en lugar de ayudarle. El estudio de ese encadenamiento entre las especies se denomina «ecología», y no existe duda alguna de que la obra de Rachel Carson anima a un nuevo y minucioso examen de esa rama de la biología.
Desde luego, la respuesta no debe implicar el abandono de la tecnología ni una renuncia total a toda tentativa para dominar los insectos (pues se pagaría un precio demasiado alto en forma de enfermedades e inanición), sino idear métodos más específicos y menos dañinos para la estructura ecológica en general. Los insectos tienen también sus enemigos. Estos enemigos, bien sean parásitos de insectos o insectívoros, deben recibir el apropiado estímulo. Se pueden emplear también sonidos y olores para repeler a los insectos y hacerles correr hacia su muerte. También se les puede esterilizar mediante la radiación. Sea como fuere, debe dedicarse el máximo esfuerzo para establecer un punto de partida en la lucha contra los insectos.
Una prometedora línea de ataque, organizada por el biólogo americano Carrol Milton Williams, consiste en utilizar las propias hormonas de los insectos. El insecto tiene una metamorfosis periódica y pasa por dos o tres fases bien definidas: larva, crisálida y adulto. Las transiciones son complejas y tienen lugar bajo el control de las hormonas. Así, una de ellas, llamada «hormona juvenil», impide el paso a la fase adulta hasta el momento apropiado. Mediante el aislamiento y aplicación de la hormona juvenil, se puede interceptar la fase adulta durante el tiempo necesario para matar al insecto. Cada insecto tiene su propia hormona juvenil y sólo ella le hace reaccionar. Así pues, se podría emplear una hormona juvenil específica para atacar a una determinada especie de insecto sin perjudicar a ningún otro organismo del mundo. Guiándose por la estructura de esa hormona, los biólogos podrían incluso preparar sustitutivos sintéticos que serían mucho más baratos y actuarían con idéntica eficacia.
En suma, la respuesta al hecho de que el progreso científico puede tener algunas veces repercusiones perjudiciales, no debe implicar el abandono del avance científico, sino su sustitución por un avance aún mayor aplicado con prudencia e inteligencia.
En cuanto al trabajo de los agentes quimioterapéuticos, cabe suponer que cada medicamento inhibe, en competencia, alguna enzima clave del microorganismo. Esto resulta más evidente en el caso de las sulfamidas. Son muy semejantes al «ácido paraminobenzoico» (generalmente escrito ácido p-aminobenzoico), que tiene la estructura:
El ácido p-aminobenzoico es necesario para la síntesis del «ácido fólico», sustancia clave en el metabolismo de las bacterias, así como en otras células. Una bacteria que asimile una molécula de sulfanilamida en lugar de ácido p-aminobenzoico ya es incapaz de producir ácido fólico, porque la enzima que se necesita para el proceso ha sido puesta fuera de combate. En consecuencia, la bacteria cesa de crecer y multiplicarse. Las células del paciente humano permanecen, por otra parte, inalterables, obtienen el ácido fólico de los alimentos y no tienen que sintetizarlo. De esta forma en las células humanas no existen enzimas que se inhiban con concentraciones moderadas de sulfamidas.
Incluso cuando una bacteria y la célula humana posean sistemas similares existen otras formas de atacar, relativamente, la bacteria. La enzima bacteriológica puede mostrarse más sensible a determinado medicamento, que la enzima humana de tal manera que una dosis determinada puede aniquilar a la bacteria sin dañar gravemente las células humanas. O también un medicamento de cualidades específicas puede penetrar la membrana de la bacteria, pero no la de la célula humana.
¿Actúan también los antibióticos mediante inhibición competitiva de enzimas? En este caso, la respuesta es menos clara. Pero existe buena base para creer que, al menos con algunos de ellos, ocurre así.
Como ya se ha mencionado anteriormente, la gramicidina y la tirocidina contienen el D-aminoácido «artificial». Acaso se interpongan a las enzimas que forman compuestos de los L-aminoácidos naturales. Otro antibiótico péptido, la bacitracina, contiene ornitina; por ello, quizás inhiba a las enzimas a utilizar arginina, a la que se asemeja la ornitina. La situación es similar con la estreptomicina; sus moléculas contienen una extraña variedad de azúcar capaz de interferir con alguna enzima que actúe sobre uno de los azúcares normales de las células vivas. Asimismo, el cloranfenicol se asemeja al aminoácido fenilalanina; igualmente, parte de la molécula penicilina se parece al aminoácido cisteína. En ambos casos existe gran probabilidad de inhibición competitiva.
La evidencia más clara de acción competitiva por un antibiótico que hasta ahora se baya presentado, nos la ofrece la «piromicina», sustancia producida por un moho
Streptomyces.
Este compuesto presenta una estructura muy semejante a la de los nucleótidos (unidades constructoras de los ácidos nucleicos); Michael Yarmolinsky y sus colaboradores de la «Johns Hopkins University» han demostrado que la puromicina, en competencia con el ARN-transfer, interfiere en la síntesis de proteínas. Por su parte, la estreptomicina interfiere con el ARN-transfer, forzando la mala interpretación del código genético y la formación de proteínas inútiles. Por desgracia, ese tipo de interferencia la hace tóxica para otras células además de la bacteria, al impedir la producción normal de las proteínas necesarias. De manera que la piromicina es un medicamento demasiado peligroso para ser utilizado igual que la estreptomicina.
Como es natural, la atención humana se enfoca hacia aquellas bacterias que son patógenas y (según nuestro juicio egoísta) producen daños. Sin embargo, son una fracción muy pequeña respecto del número total. Se ha estimado que, por cada bacteria dañina, existen 30.000 inofensivas, útiles o incluso necesarias. Si lo contamos por especies, de las 1.400 especies identificadas de bacterias, sólo unas 150 causan enfermedades en los seres humanos, o en las plantas y animales que hemos cultivado o domesticado.
Consideremos, por ejemplo, el hecho de que, en cada momento, innúmeros organismos están muriendo, y que relativamente pocos de ellos servirán de alimento a otros organismos al nivel de animales ordinarios. Menos del 10 % de las hojas caídas, y menos del 1 % de la madera muerta, son comidos por animales. El resto son presa de los hongos y de las bacterias. Si no fuese por esos
descomponedores
, especialmente la popular llamada
bacteria de la putrefacción
, el mundo de la vida se ahogaría ante la siempre creciente acumulación de fragmentos indigeribles que contienen dentro de sí mismos una siempre creciente fracción de aquellos elementos necesarios para la vida. Y, en un fin no distante, llegaría a no haber vida en absoluto.
La celulosa, en particular; es indigerible para los animales multicelulares y es la más común de todas las estructuras producidad por la vida. Incluso animales como el ganado y las termitas, que parecen vivir de alimentos ricos en celulosa como la hierba y la madera, lo consiguen únicamente a través de innumerables bacterias que viven en sus conductos digestivos. Son esas bacterias las que descomponen la celulosa y la restauran para que desempeñe un papel activo en el ciclo total de la vida.
Una vez más, toda la vida vegetal necesita del nitrógeno, gracias al cual se forman los aminoácidos y las proteínas. La vida animal también requiere nitrógeno y lo consigue (ya formado en aminoácidos y proteínas) del mundo vegetal. La vida vegetal lo obtiene a través de los nitratos del suelo. Sin embargo, los nitratos son sales inorgánicas solubles en agua. Si se tratase simplemente de un asunto de nitratos, éstos serán arrancados del suelo a través de la lluvia, y la tierra legaría el que se volvería improductiva. Por lo menos en tierra firme, la vida vegetal resultaría imposible, y los animales sólo podrían existir y alimentarse de la vida marina.
¿Así pues, de dónde proceden los nitratos, puesto que alguno siempre se halla presente en el suelo a pesar de la acción de millones de años de lluvias? La fuente más obvia es el nitrógeno de la atmósfera, pero plantas y animales carecen de medios para uso del nitrógeno gaseoso (el cual es casi inerte químicamente) y de «fijarlo» en forma de compuestos. Sin embargo, existen bacterias
fijadoras del nitrógeno
, capaces de convertir el nitrógeno atmosférico en amoníaco. Una vez se ha formado, resulta fácilmente convertido en nitratos gracias a las
bacterias nitrificantes
. Sin semejante actividad por parte de las bacterias (y por las algas cianofíceas), la vida terrestre resultaría imposible.
(Naturalmente, los seres humanos —gracias a la tecnología moderna, como el proceso Haber, ya descrito en el capítulo 11— sí son capaces de fijar el nitrógeno atmosférico, pero han sido sólo capaces de hacerlo después de que la vida terrestre haya existido durante varios cientos de millones de años. En la actualidad, la fijación industrial del nitrógeno ha alcanzado un punto en que existe cierta preocupación, respecto de si los procesos naturales de desnitrificación —la reconversión de los nitratos en nitrógeno gaseoso a través una vez más de otras bacterias— podrán mantener el mismo ritmo. La superacumulación de nitratos en ríos y lagos puede alentar el crecimiento de algas y la muerte de organismos superiores, tales como los peces, en detrimento del conjunto de un sistema ecológico equilibrado.)
Los microorganismos de varias clases (incluyendo las bacterias) han sido de un uso directo por parte de los seres humanos desde los mismos tiempos prehistóricos. Varias levaduras (hongos unicelulares que son eucariotas) convierten con rapidez los azúcares y almidones en alcohol y en dióxido de carbono, y por ello han sido empleadas, desde la más remota antigüedad, para fermentar los frutos y los granos para convertirlos en vino y en cerveza. La producción de dióxido de carbono ha sido empleada para convertir la flor de harina en el suave y esponjoso pan y en los pasteles a los que estamos acostumbrados.
Mohos y bacterias producen otros cambios que convierten la leche ne yogur o en cualquier clase de una miríada de quesos.
En los tiempos modernos, poseemos una
microbiología industrial
en la que unas cepas específicas de mohos y bacterias se cultivan para conseguir sustancias de valor farmacológico —como los antibióticos, vitaminas o aminoácidos—, o de valor industrial, como la acetona, el alcohol butílico o el ácido cítrico.
Con el empleo de la ingeniería genética (ya mencionada en el capítulo anterior), las bacterias y otros microorganismos pueden conseguir unas capacidades más eficientes de las que ya poseen —como la fijación del nitrógeno— o desarrollar nuevas capacidades, tales como la habilidad para oxidar moléculas de hidrocarburos bajo las condiciones apropiadas y de este modo limpiar los derrames de petróleo. Asimismo pueden conseguir la capacidad de producir sustancias deseables, tales como diversas fracciones de la sangre y hormonas.
Para la mayoría de la gente acaso resulte desconcertante el hecho de que los «medicamentos milagrosos» sean tan eficaces contra las enfermedades bacteriológicas y tan poco contra las producidas por virus. Si después de todo los virus sólo pueden originar enfermedades si logran reproducirse, ¿por qué no habría de ser posible entorpecer el metabolismo de los virus, como se hace con las bacterias? La respuesta es muy sencilla e incluso evidente, con sólo tener en cuenta el sistema de reproducción de los virus. En su calidad de parásito absoluto, incapaz de multiplicarse como no sea dentro de una célula viva, el virus posee escaso metabolismo propio, si es que acaso lo tiene. Para hacer fenocopias depende totalmente de las materias suministradas por la célula que invade, y, por tanto, resulta, difícil privarle de tales materias o entorpecer su metabolismo sin destruir la propia célula.