Read Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas Online
Authors: Isaac Asimov
Hasta fecha muy reciente no descubrieron los biólogos los virus, tras la serie de tropiezos con formas de vida cada vez más simples. Acaso resulte adecuado iniciar esta historia con el descubrimiento de las causas de la malaria.
Un año tras otro, la malaria probablemente ha matado más gente en el mundo que cualquier otra dolencia infecciosa, ya que, hasta épocas recientes alrededor del 10 % de la población mundial padecía dicha enfermedad, que causaba tres millones de muertes al año. Hasta 1880 se creía que tenía su origen en el aire contaminado
(mala aria
en italiano) de las regiones pantanosas. Pero entonces, un bacteriólogo francés, Charles-Louis-Alphonse Laveran, descubrió que los glóbulos rojos de los individuos atacados de malaria estaban infestados con protozoos parásitos del género
Plasmodium.
(Laveran fue galardonado con el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1907, por este descubrimiento.)
En 1894, un médico británico llamado Patrick Manson, que dirigiera el hospital de una misión en Hong Kong, observó que en las regiones pantanosas pululaban los mosquitos al igual que en la atmósfera insana y sugirió que acaso los mosquitos tuvieran algo que ver con la propagación de la malaria. En la India, un médico británico, Ronald Ross, aceptó la idea y pudo demostrar que el parásito de la malaria pasaba en realidad parte del ciclo de su vida en mosquitos del género
Anopheles.
El mosquito recogía el parásito chupando la sangre de una persona infectada y luego se lo transmitía a toda persona que picaba (fig. 14.2).
Fig.14.2. Ciclo vital del microorganismo de la malaria
Por su trabajo al sacar a luz, por vez primera, la transmisión de una enfermedad por un insecto «vector», Ross recibió el premio Nobel de Medicina y Fisiología, en 1902. Fue un descubrimiento crucial de la medicina moderna, por demostrar que se puede combatir una enfermedad matando al insecto que la transmite. Basta con desecar los pantanos donde se desarrollan los mosquitos, con eliminar las aguas estancadas, con destruir los mosquitos por medio de insecticidas y se detendrá la enfermedad. Desde la Segunda Guerra Mundial, de esta forma se han visto libres de malaria extensas zonas del mundo, y la cifra de muertes por esta enfermedad ha descendido, por lo menos, en una tercera parte.
La malaria fue la primera enfermedad infecciosa cuya trayectoria se ha seguido hasta un microorganismo no bacteriológico (en este caso, un protozoo). Casi al mismo tiempo se siguió la pista a otra enfermedad no bacteriológica con una causa similar. Se trataba de la mortal fiebre amarilla, que en 1898, durante una epidemia en Río de Janeiro, mataba nada menos que casi al 95 % de los que la contrajeron. En 1899, al estallar en Cuba una epidemia de fiebre amarilla, se desplazó a aquel país, desde los Estados Unidos, una comisión investigadora, encabezada por el bacteriólogo Walter Reed, para tratar de averiguar las causas de la enfermedad.
Reed sospechaba que, tal como acababa de demostrarse en el caso del transmisor de la malaria, se trataba de un mosquito vector. En primer lugar, dejó firmemente establecido que la enfermedad no podía transmitirse por contacto directo entre los pacientes y los médicos o a través de la ropa de vestir o de cama del enfermo. Luego, algunos de los médicos se dejaron picar deliberadamente por mosquitos que con anterioridad habían picado a un hombre enfermo de fiebre amarilla. Contrajeron la enfermedad, muriendo uno de aquellos valerosos investigadores, Jesse William Lazear. Pero se identificó al culpable como el mosquito
Aedes aegypti.
Quedó controlada la epidemia en Cuba, y la fiebre amarilla ya no es una enfermedad peligrosa en aquellas partes del mundo en las que la Medicina se encuentra más adelantada.
Como tercer ejemplo de una enfermedad no bacteriológica tenemos la fiebre tifoidea. Esta infección es endémica en África del Norte y llegó a Europa vía España durante la larga lucha de los españoles contra los árabes. Comúnmente conocida como «plaga», es muy contagiosa y ha devastado naciones. Durante la Primera Guerra Mundial, los ejércitos austríacos hubieron de retirarse de Servia a causa del tifus, cuando el propio ejército servio no hubiera logrado rechazarlos. Los estragos causados por el tifus en Polonia y Rusia durante esa misma guerra y después de ella (unos tres millones de personas murieron a causa de dicha enfermedad) contribuyeron tanto a arruinar a esas naciones como la acción militar.
Al iniciarse el siglo XX, el bacteriólogo francés Charles Nicolle, por entonces al frente del «Instituto Pasteur» de Túnez, observó que, mientras el tifus imperaba en la ciudad, en el hospital nadie lo contraía. Los médicos y enfermeras estaban en contacto diario con los pacientes atacados de tifus y el hospital se encontraba abarrotado; sin embargo, en él no se produjo contagio alguno de la enfermedad. Nicolle analizó cuanto ocurría al llegar un paciente al hospital y le llamó la atención el hecho de que el cambio más significativo se relacionaba con el lavado del paciente y el despojarle de sus ropas infestadas de piojos. Nicolle quedó convencido de que aquel parásito corporal debía ser el vector del tifus. Demostró con experimentos lo acertado de su suposición. En 1928, recibió el premio Nobel de Medicina y Fisiología por su descubrimiento. Gracias a dicho descubrimiento y a la aparición del DDT, la fiebre tifoidea no repitió su mortífera transmisión durante la Segunda Guerra Mundial. En enero de 1944, se comenzó a usar el DDT contra el parásito corporal. Se roció en masa a la población de Nápoles y los piojos murieron. Por vez primera en la Historia se contuvo una epidemia de tifus invernal (cuando la abundancia de ropa, que no se cambia con frecuencia, hace casi segura y casi universal la invasión de piojos). En Japón se contuvo una epidemia similar a finales de 1945 después de la ocupación americana. La Segunda Guerra Mundial se convirtió casi en única entre todas las guerras de la Historia, gracias al dudoso mérito de haber aniquilado más gente con cañones y bombas que las fallecidas por enfermedad.
El tifus, al igual que la fiebre amarilla, tiene su origen en un agente más pequeño que una bacteria; ahora habremos de introducirnos en el extraño y maravilloso reino poblado de organismos subbacteriológicos.
Para tener una ligera idea de las dimensiones de los objetos en ese mundo, considerémoslos en orden de tamaño decreciente. El óvulo humano tiene un diámetro de unas cien micras (cien millonésimas de metro) y apenas resulta visible a simple vista. El paramecio, un gran protozoo, que a plena luz puede vérsele mover en una gota de agua, tiene aproximadamente el mismo tamaño. Una célula humana ordinaria mide solo 1/10 de su tamaño (alrededor de diez micras de diámetro), y es totalmente invisible sin microscopio. Aún más pequeño es el hematíe que mide unas siete micras de diámetro máximo. La bacteria, que se inicia con especies tan grandes como las células ordinarias, decrece a niveles más diminutos; la bacteria de tipo medio en forma de vástago mide tan sólo dos micras de longitud y las bacterias más pequeñas son esferas de un diámetro no superior a 4/10 de micra. Apenas pueden distinguirse con un microscopio corriente.
Al parecer, los organismos han alcanzado a tal nivel el volumen más pequeño posible en que puede desarrollarse toda la maquinaria de metabolismo necesaria para una vida independiente. Cualquier organismo más pequeño ya no puede constituir una célula con vida propia y ha de vivir como parásito. Por así decirlo, tiene que desprenderse de casi todo el metabolismo enzimático. Es incapaz de crecer o multiplicarse sobre un suministro artificial de alimento, por grande que éste sea; en consecuencia, no puede cultivarse en un tubo de ensayo como se hace con las bacterias. El único lugar en que puede crecer es en una célula viva, que le suministra las enzimas de que carece. Naturalmente, un parásito semejante crece y se multiplica a expensas de la célula que lo alberga.
Un joven patólogo americano llamado Howard Taylor Ricketts fue el descubridor de la primera subbacteria. En 1909 se encontraba estudiando una enfermedad llamada fiebre manchada de las Montañas Rocosas, propagada por garrapatas (artrópodos chupadores de sangre, del género de las arañas más que de los insectos). Dentro de las células infectadas encontró «cuerpos de inclusión», que resultaron ser organismos muy diminutos llamados hoy día «rickettsia» en su honor. Durante el proceso seguido para establecer pruebas de este hecho, el descubridor contrajo el tifus y murió en 1910 a los 38 años de edad.
La rickettsia es aún lo bastante grande para poder atacarla con antibióticos tales como el cloranfenicol y las tetraciclinas. Su diámetro oscila desde cuatro quintos a un quinto de micra. Al parecer, aún poseen suficiente metabolismo propio para diferenciarse de las células que los albergan en su reacción a los medicamentos. Por tanto, la terapéutica antibiótica ha reducido en forma considerable el peligro de las enfermedades rickettsiósicas.
Por último, al final de la escala se encuentran los virus. Superan a la rickettsia en tamaño; de hecho, no existe una divisoria entre la rickettsia y los virus. Pero el virus más pequeño es, desde luego, diminuto. Por ejemplo, el virus de la fiebre amarilla tiene un diámetro que alcanza tan sólo un 1/50 de micra. Los virus son demasiado pequeños para poder distinguirlos en una célula y para ser observados con cualquier clase de microscopio óptico. El tamaño promedio de un virus es tan sólo un 1/1.000 del de una bacteria promedio.
Un virus está prácticamente desprovisto de toda clase de metabolismo. Depende casi totalmente del equipo enzimático de la célula que lo alberga. Algunos de los virus más grandes se ven afectados por determinados antibióticos, pero los medicamentos carecen de efectividad contra los virus diminutos.
Ya se sospechaba la existencia de virus mucho antes de que finalmente llegaran a ser vistos. Pasteur, en el curso de sus estudios sobre hidrofobia, no pudo encontrar organismo alguno del que pudiera sospecharse con base razonable que fuera el causante de la enfermedad. Y antes de decidirse a admitir que su teoría sobre los gérmenes de las enfermedades estaba equivocada, Pasteur sugirió que, en tal caso, el germen era sencillamente demasiado pequeño para ser visto. Y tenía razón.
En 1892, un bacteriólogo ruso, Dmitri Ivanovski, mientras estudiaba el «mosaico del tabaco», enfermedad que da a las hojas de la planta del tabaco una apariencia manchada, descubrió que el jugo de las hojas infectadas podía transmitir la enfermedad si se le aplicaba a las hojas de plantas saludables. En un esfuerzo por acorralar a los gérmenes, coló el jugo con filtros de porcelana, cuyos agujeros eran tan finos que ni siquiera las bacterias más diminutas podían pasar a través de ellos. Pero aún así el jugo filtrado seguía contagiando a las plantas de tabaco. Ivanovski llegó a la conclusión de que sus filtros eran defectuosos y que en realidad dejaban pasar las bacterias.
Un bacteriólogo holandés, Martinus Willem Beijerinck, repitió el experimento en 1897 y llegó a la conclusión de que el agente transmisor de la enfermedad era lo suficientemente pequeño para pasar a través del filtro. Como nada podía ver en el fluido claro y contagioso con ningún microscopio, y como tampoco podía hacerlo desarrollarse en un cultivo de tubo de ensayo, pensó que el agente infeccioso debía ser una molécula pequeña, acaso tal vez del tamaño de una molécula de azúcar. Beijerinck nombró al agente infeccioso «virus filtrable» (virus es un vocablo latino que significa «veneno»).
Aquel mismo año, un bacteriólogo alemán, Friedrich August Johannes Löffler, descubrió que el agente causante de la fiebre aftosa (la glosopeda) entre el ganado pasaba también a través del filtro, y en 1901, Walter Reed, en el curso de sus investigaciones sobre la fiebre amarilla, descubrió que el agente infeccioso origen de dicha enfermedad era también un virus filtrable.
En 1914, el bacteriólogo alemán Walther Kruse demostró la acción del frío en los virus.
En 1931, se sabía que alrededor de cuarenta enfermedades (incluidas sarampión, parotiditis, varicela, poliomielitis e hidrofobia) eran causadas por virus, pero aún seguía siendo un misterio la naturaleza de tales virus. Pero entonces un bacteriólogo inglés, WilIiam J. Elford, empezó finalmente a capturar algunos en filtros y a demostrar que, al menos, eran partículas materiales de alguna especie. Utilizó membranas finas de colodión, graduadas para conservar partículas cada vez más pequeñas y así prosiguió hasta llegar a membranas lo suficientemente finas para separar al agente infeccioso de un líquido. Por la finura de la membrana capaz de retener al agente de una enfermedad dada, fue capaz de calibrar el tamaño de dicho virus. Descubrió que Beijerinck se había equivocado; ni siquiera el virus más pequeño era más grande que la mayor parte de las moléculas. Los virus más grandes alcanzaban aproximadamente el tamaño de la rickettsia.
Durante algunos de los años siguientes, los biólogos debatieron la posibilidad de que los virus fueran partículas vivas o muertas. Su habilidad para multiplicarse y transmitir enfermedades sugerían, ciertamente, que estaban vivas. Pero, en 1935, el bioquímico americano Wendell Meredith Stanley presentó una prueba que parecía favorecer en alto grado la tesis de que eran partículas «muertas». Machacó hojas de tabaco sumamente infectadas con el virus del mosaico del tabaco y se dedicó a aislar el virus en la forma más pura y concentrada que le fue posible, recurriendo, a tal fin, a las técnicas de separación de proteínas. El éxito logrado por Stanley superó toda esperanza, ya que logró obtener el virus en forma cristalina. Su preparado resultó tan cristalino como una molécula cristalizada y, sin embargo, era evidente que el virus seguía intacto; al ser disuelto de nuevo en el líquido seguía tan infeccioso como antes. Por su cristalización del virus, Stanley compartió, en 1946, el premio Nobel de Química con Sumner y Northrop, los cristalizadores de enzimas (véase el capítulo 12).