Read Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas Online
Authors: Isaac Asimov
Los bacteriófagos se prestan maravillosamente al estudio, porque pueden ser cultivados en un tubo de ensayo juntamente con los que los albergan. El proceso de infección y multiplicación procede como a continuación se indica.
Un bacteriófago típico (comúnmente llamado «fago» por quienes trabajan con el animal de rapiña) tiene la forma de un diminuto renacuajo, con una cabeza roma y una cola. Con el microscopio electrónico, los investigadores han podido ver que el fago lo primero que hace es apoderarse de la superficie de una bacteria con su cola. Cabe suponer que lo hace así porque el tipo de carga eléctrica en la punta de la cofa (determinada por aminoácidos cargados) se adapta al tipo de carga en ciertas porciones de la superficie de la bacteria. La configuración de las cargas opuestas que se atraen, en la cola y en la superficie de la bacteria, se adaptan en forma tan perfecta que se unen algo así como con el clic de un perfecto engranaje. Una vez que el virus se ha adherido a su víctima con la punta de su cola, practica un diminuto orificio en la pared de la célula, quizá por mediación de una enzima que hiende las moléculas en aquel punto. Por lo que puede distinguirse con el microscopio electrónico, allí nada está sucediendo. El fago, o al menos su caparazón visible, permanece adherido a la parte exterior de la bacteria. Dentro de la célula bacterial tampoco existe actividad visible. Pero al cabo de veinte minutos la célula se abre derramando hasta 200 virus completamente desarrollados.
Es evidente que tan sólo el caparazón de la proteína del virus atacante permanece fuera de la célula. El ácido nucleico contenido dentro del caparazón del virus se derrama dentro de la bacteria a través del orificio practicado en su pared por la proteína. El bacteriólogo americano Alfred Day Hershey demostró por medio de rastreadores radiactivos que la materia invasora es tan sólo ácido nucleico sin mezcla alguna visible de proteína. Marcó los fagos con átomos de fósforo y azufre radiactivos (cultivándolos en bacterias a la que se incorporaron esos radioisótopos por medio de su alimentación). Ahora bien, tanto las proteínas como los ácidos nucleicos tienen fósforo, pero el azufre sólo aparecerá en las proteínas, ya que el ácido nucleico no lo contiene.
Por tanto, si un fago marcado con ambos rastreadores invadiera una bacteria y su progenie resultara con fósforo radiactivo, pero no con radioazufre, el experimento indicaría que el virus paterno del ácido nucleico había entrado en la célula, pero no así la proteína. La ausencia de azufre radiactivo indicaría que todas las proteínas de la progenie del virus fueron suministradas por la bacteria que lo albergaba. De hecho, el experimento dio este último resultado; los nuevos virus contenían fósforo radiactivo (aportado por el progenitor), pero no azufre radiactivo.
Una vez más quedó demostrado el papel predominante del ácido nucleico en el proceso de la vida. Aparentemente, tan sólo el ácido nucleico del fago se había introducido en la bacteria y una vez allí dirigió la formación de nuevos virus —con proteína y todo— con las materias contenidas en la célula.
Asimismo, el agente infeccioso que causa la enfermedad del tubérculo de las patatas se descubrió que era un virus desacostumbradamente pequeño. En efecto, en 1967 el microbiólogo T. O. Diener sugirió que el virus en cuestión era una hebra desnuda de ARN. Llamó
viroides
a estos fragmentos infecciosos de ácido nucleico (menos proteína), y por lo menos media docena de enfermedades de las plantas han sido atribuidas desde entonces a una infección viroide.
El peso molecular de un viroide se ha estimado en 130.000, sólo 1/300 del virus del mosaico del tabaco. Un viroide puede consistir en sólo 400 nucleótidos, en el cordón, aunque esto es suficiente para la replicación y, al parecer, para la vida. Los viroides pueden ser lo más pequeño de todas las cosas vivientes conocidas.
Estos viroides pueden, concebiblemente, hallarse implicados en ciertas poco conocidas enfermedades degenerativas en los animales, si son causadas por virus, y éstos son unos
virus lentos
que necesitan un período de tiempo prolongado para producir los síntomas. Esto puede ser el resultado de unos bajos índices de infectividad de unos cortos cordones de ácido nucleico sin revestimiento.
Los virus constituyen los enemigos más formidables del hombre, sin contar el propio hombre. En virtud de su íntima asociación con las propias células del cuerpo, los virus se han mostrado absolutamente invulnerables al ataque de los medicamentos o a cualquier otra arma artificial, y aún así, el hombre ha sido capaz de resistir contra ellos, incluso en las condiciones más desfavorables. El organismo humano está dotado de impresionantes defensas contra la enfermedad.
Analicemos la peste negra, la gran plaga del siglo XIV. Atacó a una Europa que vivía en una aterradora suciedad, carente de cualquier concepto moderno de limpieza e higiene, sin instalación de cañerías de desagüe, sin forma alguna de tratamiento médico razonable, una población aglutinada e indefensa. Claro que la gente podía huir de las aldeas infestadas, pero el enfermo fugitivo tan sólo servía para propagar las epidemias más lejos y con mayor rapidez. Pese a todo ello, tres cuartas partes de la población resistió con éxito los ataques de la infección. En tales circunstancias, lo realmente asombroso no fue que muriera uno de cada cuatro, sino que sobrevivieran tres de cada cuatro.
Es evidente que existe eso que se llama la resistencia natural frente a cualquier enfermedad. De un número de personas expuestas gravemente a una enfermedad contagiosa, algunos la sufren con carácter relativamente débil, otros enferman de gravedad y un cierto número muere. Existe también lo que se denomina inmunidad total, a veces congénita y otras adquirida. Por ejemplo, un solo ataque de sarampión, paperas o varicela, deja por lo general inmune a una persona para el resto de su vida frente a aquella determinada enfermedad.
Y resulta que esas tres enfermedades tienen su origen en un virus. Y, sin embargo, se trata de infecciones relativamente de poca importancia, rara vez fatales. Corrientemente, el sarampión produce tan sólo síntomas ligeros, al menos en los niños. ¿Cómo lucha el organismo contra esos virus, fortificándose luego de forma que, si el virus queda derrotado, jamás vuelve a atacar? La respuesta a esa pregunta constituye un impresionante episodio de la moderna ciencia médica, y para iniciar el relato hemos de retroceder a la conquista de la viruela.
Hasta finales del siglo XVIII, la viruela era una enfermedad particularmente temible, no sólo porque resultaba con frecuencia fatal, sino también porque aquellos que se recuperaban quedaban desfigurados de modo permanente. Si el caso era leve, dejaba marcado el rostro; un fuerte ataque podía destruir toda belleza e incluso toda huella de humanidad. Un elevado porcentaje de la población ostentaba en sus rostros la marca de la viruela. Y quienes aún no la habían sufrido vivían con el constante temor de verse atacados por ella.
En el siglo XVII, la gente, en Turquía, empezó a infectarse voluntariamente y de forma deliberada de viruela con la esperanza de hacerse inmunes a un ataque grave. Solían arañarse con el suero de ampollas de una persona que sufriera un ataque ligero. A veces producían una ligera infección, otras la desfiguración o la muerte que trataran de evitar. Era una decisión arriesgada, pero nos da una idea del horror que se sentía ante dicha enfermedad el hecho de que la gente estuviera dispuesta a arriesgar ese mismo horror para poder huir de él.
En 1718, la famosa beldad Lady Mary Wortley Montagu tuvo conocimiento de dicha práctica durante su estancia en Turquía, acompañando a su marido enviado allí por un breve período como embajador británico, e hizo que inocularan a sus propios hijos. Pasaron la prueba sin sufrir daño. Pero la idea no arraigó en Inglaterra, quizás, en parte, porque se consideraba a Lady Montagu notablemente excéntrica. Un caso similar, en Ultramar, fue el de Zabdiel Boylston, médico americano. Durante una epidemia de viruela en Boston, inoculó a doscientas cuarenta y una personas, de las que seis murieron. Fue víctima, por ello, de considerables críticas.
En Gloucestershire, alguna gente del campo tenía sus propias ideas con respecto a la forma de evitar la viruela. Creían que un ataque de vacuna, enfermedad que atacaba a las vacas y, en ocasiones, a las personas, haría inmune a la gente, tanto frente a la vacuna como a la viruela. De ser verdad resultaría maravilloso, ya que la vacuna rara vez producía ampollas y apenas dejaba marcas. Un médico de Gloucestershire, el doctor Edward Jenner, decidió que acaso hubiera algo de verdad en la «superstición» de aquellas gentes. Observó que las lecheras tenían particular predisposición a contraer la vacuna y también, al parecer, a no sufrir las marcas de la viruela. (Quizá la moda en el siglo XVIII de aureolar de romanticismo a las hermosas lecheras se debiera al hecho del limpio cutis de éstas, que resultaba realmente bello en un mundo marcado por las viruelas.)
¿Era posible que la vacuna y la viruela fueran tan semejantes, que una defensa constituida por el organismo contra la vacuna lo protegiera también contra la viruela? El doctor Jenner empezó a ensayar esa idea con gran cautela (probablemente haciendo experimentos, en primer lugar, con su propia familia). En 1796, se arriesgó a realizar la prueba suprema. Primero inoculó a un chiquillo de ocho años, llamado James Phipps, con vacuna, utilizando fluido procedente de una ampolla de vacuna en la mano de una lechera. Dos meses más tarde se presentó la parte crucial y desesperada del experimento. Jenner inoculó deliberadamente al pequeño James con la propia viruela.
El muchacho no contrajo la enfermedad. Había quedado inmunizado.
Jenner designó el proceso con el nombre de «vacunación», del latín
vaccinia
, nombre que se da a la vacuna. La vacunación se propagó por Europa como un incendio. Constituye uno de los raros casos de una revolución en la Medicina adoptada con facilidad y casi al instante, lo que da perfecta idea del pánico que inspiraba la viruela y la avidez del público por probar cualquier cosa prometedora de evasión. Incluso la profesión médica presentó tan sólo una débil oposición a la vacunación … aún cuando sus líderes ofrecieron cuanta resistencia les fue posible. Cuando, en 1813, se propuso la elección de Jenner para el Colegio Real de Médicos de Londres, se le denegó la admisión con la excusa de que no poseía conocimientos suficientes sobre Hipócrates y Galeno.
Hoy, la viruela parece haber sido borrada como enfermedad activa y a causa de no haber suficientes personas que no se hayan vuelto inmunes a través de la vacunación, y que puedan hacer las veces de huéspedes. No ha habido ni un solo caso de viruela en Estados unidos desde 1949, y ni tampoco en ningún otro lugar del mundo desde 1977. Las muestras del virus aún existen en algunos laboratorios con fines de investigación, por lo que todavía puede producirse algún accidente.
Durante más de siglo y medio, los intentos por descubrir inoculaciones similares para otras enfermedades graves no dieron resultado alguno. Pasteur fue el primero en dar el siguiente paso hacia delante. Descubrió, de manera más o menos accidental, que podía transformar una enfermedad grave en benigna, mediante la debilitación del microbio que la originaba.
Pasteur trabajaba en una bacteria que causaba el cólera a los pollos. Concentró una preparación tan virulenta, que una pequeña dosis inyectada bajo la piel de un pollo lo mataba en un día. En una ocasión utilizó un cultivo que llevaba preparado una semana. Esta vez, los pollos enfermaron sólo ligeramente, recuperándose luego. Pasteur llegó a la conclusión de que el cultivo se había estropeado y preparó un nuevo y virulento caldo. Pero su nuevo cultivo no mató a los pollos que se habían recuperado de la dosis de bacteria «estropeada». Era evidente que la infección con la bacteria debilitada había dotado a los pollos con una defensa contra las nuevas y virulentas bacterias.
En cierto modo, Pasteur había producido una «vacuna» artificial, para aquella «viruela» especial. Admitió la deuda filosófica que tenía con Jenner, denominando también vacunación a su procedimiento, aún cuando nada tenía que ver con la «vacuna». Desde entonces se ha generalizado el término para significar inoculaciones contra cualquier enfermedad, y la preparación utilizada a tal fin se llama «vacuna».
Pasteur desarrolló otros métodos para debilitar (o «atenuar») los agentes de la enfermedad. Por ejemplo, descubrió que cultivando la bacteria del ántrax a altas temperaturas se producía una cadena debilitada capaz de inmunizar a los animales contra la enfermedad. Hasta entonces, el ántrax había sido tan desesperadamente fatal y contagioso que tan pronto como una res caía víctima de él, había que matar y quemar a todo el rebaño.
Sin embargo, el mayor triunfo de Pasteur fue sobre el virus de la enfermedad llamada hidrofobia o «rabia» (del latín
rabies
, debido a que la enfermedad atacaba al sistema nervioso, produciendo síntomas similares a los de la locura). Una persona mordida por un perro rabioso, al cabo de un período de incubación de uno o dos meses, era atacada por síntomas violentos, falleciendo casi invariablemente de muerte horrible.
Pasteur no lograba localizar a un microbio visible como agente de la enfermedad (desde luego, nada sabía sobre virus), de manera que tenía que utilizar animales vivos para cultivarlo. Acostumbraba a inyectar el fluido de infecciones en el cerebro de un conejo, lo dejaba incubar, machacaba la médula espinal, inyectaba el extracto en el cerebro de otro conejo, y así sucesivamente. Pasteur atenuaba sus preparados, dejándolos madurar y poniéndolos a prueba de manera continua hasta que el extracto ya no podía provocar la enfermedad en un conejo. Entonces inyectó el virus atenuado en un perro, que sobrevivió. Al cabo de cierto tiempo infectó al perro con hidrofobia en toda su virulencia, descubriendo que el animal estaba inmunizado.
En 1885, le llegó a Pasteur la oportunidad de intentar la curación de un ser humano. Le llevaron a un muchacho de nueve años, Joseph Maister, a quien mordiera gravemente un perro rabioso. Con vacilación y ansiedad considerables. Pasteur sometió al muchacho a inoculaciones cada vez menos atenuadas, esperando crear una resistencia antes de transcurrido el período de incubación. Triunfó. Al menos, el muchacho sobrevivió. (Meister se convirtió en el conserje del «Instituto Pasteur», y en 1940 se suicidó al ordenarle los militares nazis, en París, que abriera la tumba de Pasteur.)