Read Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas Online
Authors: Isaac Asimov
J. Donald Capra siguí adelante y mostró que existían regiones
hipervariables
en la cadena de aminoácidos. Al parecer, las relativamente constantes secciones de la cadena servían para formar una estructura tridimensional que contiene la región hipervariable, que puede estar diseñada para adecuarse a un antígeno particular, a través de una combinación de cambios, sobre todo de los aminoácidos, dentro de la cadena y por cambios en la configuración geométrica.
A través de este acto de combinación, un anticuerpo neutraliza una toxina y consigue que le sea imposible participar en cualquier tipo de reacciones que dañen el cuerpo. Un anticuerpo debería también combinarse con regiones en la superficie de un virus o de una bacteria. Si posee capacidad para combinarse con dos lugares diferentes, y uno de ellos se encuentra en la superficie de un microorganismo y el otro en la superficie de un segundo microorganismo., un anticuerpo podría iniciar el proceso de aglutinación en que los microorganismos se mantienen juntos y pierden su habilidad para multiplicarse o par entrar en las células.
La combinación de anticuerpos puede también servir para etiquetar las células con las que se implica, por lo que los fagocitos la engullirían con mayor facilidad. La combinación del anticuerpo puede asimismo servir para activar el sistema de complemento que entonces utiliza sus componentes enzimáticos par perforar la pared de la célula intrusa y destruirla de este modo.
En cierta forma, la propia especificidad de los anticuerpos constituye una desventaja. Supongamos que un virus se transforma de tal modo que su proteína adquiere una estructura ligeramente diferente. A menudo, el antiguo anticuerpo del virus no se adaptará a la nueva estructura. Y resulta que la inmunidad contra una cepa de virus no constituye una salvaguardia contra otra cepa. El virus de la gripe y del catarro común muestran particular propensión a pequeñas transformaciones, y ésta es una de las razones de que nos veamos atormentados por frecuentes recaídas de dichas enfermedades. En particular, la gripe desarrolla ocasionalmente una variación de extraordinaria virulencia, capaz de barrer a un mundo sorprendido y no inmunizado. Ésto fue lo que ocurrió en 1918 y con resultados mucho menos fatales con la «gripe asiática» pandémica de 1957.
Un ejemplo aún más fastidioso de la extraordinaria eficiencia del organismo para formar anticuerpos es su tendencia a producirlos incluso contra proteínas indefensas que suelen introducirse en el cuerpo. Entonces, el organismo se vuelve «sensitivo» a esas mismas proteínas y puede llegar a reaccionar violentamente ante cualquier incursión ulterior de esas proteínas inocuas en su origen. La reacción puede adoptar la forma de picazón, lágrimas, mucosidades en la nariz y garganta, asma y así sucesivamente. «Reacciones alérgicas» semejantes pueden provocarlas el polen de ciertas plantas (como el de la fiebre del heno), determinados alimentos, el pelo o caspa de animales, y otras muchas cosas. La reacción alérgica puede llegar a ser lo suficientemente aguda para originar graves incapacidades o incluso la muerte. Por el descubrimiento de ese «shock anafiláctico», el fisiólogo francés Charles Robert Richet obtuvo el premio Nobel de Medicina y Fisiología, en 1913.
En cierto sentido, cada ser humano es más o menos alérgico a todos los demás seres humanos. Un trasplante o un injerto de un individuo a otro no prenderá porque el organismo del receptor considera como una proteína extraña el tejido trasplantado y fabrica contra él anticuerpos. El único injerto de una persona a otra capaz de resultar efectivo es entre dos gemelos idénticos. Como su herencia idéntica les proporciona exactamente las mismas proteínas, pueden intercambiar tejidos e incluso un órgano completo, como, por ejemplo, un riñón.
El primer trasplante de riñón efectuado con éxito tuvo lugar en Boston (en diciembre de 1954) entre dos hermanos gemelos. El receptor murió en 1962, a los treinta años de edad, por una coronariopatía. Desde entonces, centenares de individuos han vivido durante meses e incluso años con riñones trasplantados de
otros
, y no precisamente hermanos gemelos.
Se han hecho tentativas para trasplantar nuevos órganos, tales como pulmones o hígado, pero lo que verdaderamente captó el interés público fue el trasplante de corazón. Los primeros trasplantes de corazón fueron realizados, con moderado éxito, por el cirujano sudafricano Christiaan Barnard en diciembre de 1967. El afortunado receptor, Philip Blaiberg —un dentista jubilado de Sudáfrica—, vivió durante muchos meses con un corazón ajeno.
Después de aquel suceso, los trasplantes de corazón hicieron furor, pero este exagerado optimismo decayó considerablemente a fines de 1969. Pocos receptores disfrutaron de larga vida, pues el rechazo de los tejidos pareció plantear problemas gigantescos, pese a los múltiples intentos para vencer esa resistencia del organismo a aceptar tejidos extraños.
El bacteriólogo australiano Macfarlane Burnet opinó que se podría «inmunizar» el tejido embrionario con respecto a los tejidos extraños, y entonces el animal en libertad toleraría los injertos de esos tejidos. El biólogo británico Peter Medawar demostró la verosimilitud de tal concepto empleando embriones de ratón. Se recompensó a ambos por estos trabajos con el premio Nobel de Medicina y Fisiología de 1960.
En 1962, un inmunólogo franco-australiano, Jacques Francis-Albert-Pierre Miller, que trabajaba en Inglaterra, fue aún más lejos y descubrió el motivo de esa capacidad para laborar con embriones al objeto de permitir la tolerancia en el futuro. Es decir, descubrió que el timo (una glándula cuya utilidad había sido desconocida hasta entonces) era precisamente el tejido capaz de formar anticuerpos. Cuando se extirpaba el timo a un ratón recién nacido, el animal moría tres o cuatro meses después, debido a una incapacidad absoluta para protegerse contra el medio ambiente. Si se permitía que el ratón conservara el timo durante tres semanas, se observaba que ese plazo era suficiente para el desarrollo de células productoras de anticuerpos y entonces se podía extirpar la glándula sin riesgo alguno. Aquellos embriones en los que el timo no ha realizado todavía su labor, pueden recibir un tratamiento adecuado que les «enseñe» a tolerar los tejidos extraños. Tal vez sea posible algún día mejorar, mediante el timo, la tolerancia de los tejidos cuando se estime conveniente y quizás incluso en los adultos.
No obstante, aún cuando se supere el problema del rechazo, persistirán todavía otros problemas muy serios. Al fin y al cabo, cada persona que se beneficie de un órgano vivo deberá recibirlo de alguien dispuesto a donarlo, y entonces surge esta pregunta: ¿Cuándo es posible afirmar que el donante potencial está «suficientemente muerto» para ceder sus órganos?
A este respecto quizá fuera preferible preparar órganos mecánicos que no implicaran el rechazo del tejido ni las espinosas disyuntivas éticas. Los riñones artificiales probaron su utilidad práctica por los años cuarenta, y hoy día los pacientes con insuficiencia en su funcionalismo renal natural pueden visitar el hospital una o dos veces por semana, para purificar su sangre. Es una vida de sacrificio para quienes tienen la suerte de recibir tal servicio, pero siempre es preferible a la muerte.
En la década de 1940, los investigadores descubrieron que las reacciones alérgicas son producidas por la liberación de pequeñas cantidades de una sustancia llamada «histamina» en el torrente sanguíneo. Esto condujo a la búsqueda, con éxito, de «antihistaminas» neutralizantes, capaces de aliviar los síntomas alérgicos, aunque sin curar, desde luego, la alergia. La primera antihistamina eficaz la obtuvo en 1937 en el Instituto Pasteur de París, un químico suizo, Daniel Bovet, quien, por ésta y ulteriores investigaciones en Quimioterapia, fue galardonado con el premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1957.
Al observar que la secreción nasal y otros síntomas alérgicos eran muy semejantes a los del catarro común, algunos laboratorios farmacéuticos decidieron que lo que era eficaz para unos lo sería para el otro, y en 1949 y 1950 inundaron el mercado de tabletas antihistamínicas. (Resultó que dichas tabletas aliviaban poco o nada los resfriados, por lo que su popularidad disminuyó.)
Las alergias producen su máximo efecto perjudicial cuando el cuerpo se hace alérgico a una u otra de sus proteínas. De ordinario, el cuerpo se ajusta a sus propias proteínas en el curso de su desarrollo desde un huevo fertilizado, pero en ocasiones, parte de este ajuste se pierde. La razón pude deberse a que el cuerpo fabrica anticuerpos contra una proteína foránea, que en algunos aspectos, se halla incómodamente cerca en estructura de una del propio cuerpo; o también es posible que, con la edad, tenga lugar los suficientes cambios en la superficie de ciertas células para que éstas comiencen a parecer extrañas a las células del anticuerpo; o ciertos oscuros virus que, a través de una infección, infieran poco o ningún daño ordinario a las células, pero que se vean sometidas a cambios sutiles en la superficie. Y el resultado de ello es la
enfermedad de autoinmunidad
.
En este caso, las respuesta de autoinmunidad pueden figurar de manera más común en los trastornos humanos de lo que se había comprobado hasta ahora. Aunque la mayoría de las enfermedades de autoinmunidad son poco frecuentes, es posible que la artritis reumatoide sea una de ellas. El tratamiento para tales enfermedades resulta difícil, pero se confía que mejore de forma natural si conocemos la causa y, por lo tanto, la dirección en que debemos buscar un tratamiento efectivo.
En 1937, gracias a las técnicas electroforéticas para aislar proteínas, los biólogos descubrieron, finalmente, el enclave físico de los anticuerpos en la sangre. Éstos se encontraban localizados en la fracción sanguínea denominada «gammaglobulina».
Hace tiempo que los médicos tenían conciencia de que algunos niños eran incapaces de formar anticuerpos, por lo cual resultaban presa fácil de la infección. En 1951, algunos médicos del Walter Reed Hospital de Washington realizaron un análisis electroforético del plasma de un niño de ocho años que sufría una septicemia grave («envenenamiento de la sangre») y, asombrados, descubrieron que en la sangre del paciente no había rastro alguno de gammaglobulina. Rápidamente fueron surgiendo otros casos. Los investigadores comprobaron que dicha carencia era debida a un defecto congénito en su metabolismo, que priva al individuo de la capacidad para formar gammaglobulina; a este defecto se le denominó «agammaglobulinemia». Estas personas son incapaces de desarrollar inmunidad frente a las bacterias. Sin embargo, ahora puede mantenérselas con vida gracias a los antibióticos. Pero lo que aún resulta más sorprendente es que
sean
capaces de hacerse inmunes a las infecciones víricas, como el sarampión y la varicela, una vez que han padecido dichas enfermedades. Al parecer, los anticuerpos no constituyen las únicas defensas del organismo contra los virus.
En 1957, un grupo de bacteriólogos británicos, a la cabeza del cual se encontraba Alick Isaacs, demostraron que las células, con el estímulo de una invasión de virus, liberaban una proteína de amplias propiedades antivíricas. No sólo combatía al virus origen de la infección presente, sino también a otros. Esta proteína, llamada interferón, se produce con mucha mayor rapidez que los anticuerpos y tal vez explique las defensas antivirus de quienes padecen la agammaglobulinemia. Aparentemente, su producción es estimulada por la presencia de ARN en la variedad hallada en los virus. El interferón parece dirigir la síntesis de un ARN mensajero que produce una proteína antivírica que inhibe la producción de proteína vírica, aunque no de otras formas de proteínas. El interferón parece ser tan potente como los antibióticos y no activa ninguna resistencia. Sin embargo, es específico de las especies. Sólo pueden aplicarse interferones de seres humanos, o de otros primates al organismo humano.
El hecho de que la infraestructura humana, o casi humana, sea requerida, y que las células humanas produzcan sólo pequeñas trazas de la misma, ha hecho imposible durante mucho tiempo conseguir esta materia en cantidades suficientes para convertirla en clínicamente útil.
Sin embargo, a principios de 1977, Sydney Pestka, en el «Roche Institute» de biología molecular, ha elaborado métodos para purificar la interferona. Se hizo así y se descubrió que la interferona existía junto con varias proteínas próximamente aliadas. La primera
interferona alfa
en purificarse tenía un peso molecular de 17.500 y consistía en una cadena de 166 aminoácidos. La secuencia de aminoácidos de una docena de especies de interferonas diferentes quedó elaborada, y existieron sólo unas diferencias relativamente pequeñas entre ellos.
El gen responsable de la formación de la interferona fue localizado y, gracias a técnicas de recombinación del ADN, se insertó en la bacteria común
Escherichia coli
. Una colonia de estas bacterias fue inducida a formar interferona humana de una variedad muy pura, por lo que se aisló y cristalizó. Los cristales se analizaron con rayos X y se determinó la estructura tridimensional.
Hacia 1981, ya se tenía a disposición la suficiente interferona para pruebas clínicas. De ello no resultó ningún milagro, pues en realidad, cuesta mucho tiempo elaborar unos procedimientos adecuados.
Ocasionalmente hecen su aparición nuevas enfermedades infecciosas. Los años 1980 vieron aparece una realmente pavorosa a la que se ha denominado
síndrome de inmunodeficiencia adquirida
(SIDA), en que el mecanismo inmunitario se descompone y la infección más simple puede llegar a matar. Esta enfermedad, que ataca principalmente a los homosexuales varones, a los haitianos y a quienes reciben transfusiones de sangre, se ha extendido con rapidez y, por lo general, es letal. Hasta ahora se ha mostrado incurable pero, en 1984, el virus causante ya ha sido aislado en Francia y en Estados Unidos, y esto constituye el primer paso para seguir adelante.
A medida que disminuye el peligro de las enfermedades infecciosas, aumenta la incidencia de otros tipos de enfermedades. Mucha gente, que hace un siglo hubiera muerto joven de tuberculosis o difteria, de pulmonía o tifus, hoy día viven el tiempo suficiente para morir de dolencias cardíacas o de cáncer. Ésa es la razón de que las enfermedades cardíacas y el cáncer se hayan convertido en el asesino número uno y dos, respectivamente, del mundo occidental. De hecho, el cáncer ha sucedido a la peste y a la viruela como plaga que azota al hombre. Es una espada que pende sobre todos nosotros, dispuesta a caer sobre cualquiera sin previo aviso ni misericordia. Todos los años mueren de cáncer trescientos mil americanos, mientras cada semana se registran diez mil nuevos casos. El riesgo de incidencia era del 50 % en 1900.