Desde luego Olivia cumplía a la perfección con esta premisa, porque bastaron uno o dos cabos de tan inquietante hilo para darse cuenta de que había alguien más en la vida de Flavio. En este caso, las evidencias no fueron las habituales. Nada de marcas de carmín en el cuello de su camisa, nada de largos cabellos rubios adheridos a la chaqueta de un traje, u horquillas «olvidadas» en la alfombrilla del automóvil.
«¿Qué es esto?», preguntó una mañana Olivia al encontrar unos calzoncillos Calvin Klein negros entre los bóxers que invariablemente usaba su marido desde que ella lo conociera. Y fue la reacción tan apresurada de Flavio al arrancárselos de la mano con un «deja eso, es mío» lo que se convirtió en el primer hilo, o mejor aún, en la primera de una larga serie de piedras de Pulgarcito que iban a llevarla a un inesperado descubrimiento. Un par de días más tarde, durante el fin de semana y desde esta misma terraza en la que ahora se encuentra tomando el sol, Olivia pudo observar a Flavio y a su primo afanados en la reparación de una vieja moto allá abajo, cerca del garaje. No alcanzaba a entender lo que decían, pero sus gestos resultaban más elocuentes que las palabras. Tal vez un observador menos perspicaz que Olivia no le hubiera dado demasiada importancia a lo que vio. Al fin y al cabo se trataba sólo de dos camaradas compartiendo una actividad de esas que tanto entretienen a los hombres. Sin embargo había una tensión extraña en los movimientos de uno y otro, un brillo especial en el torso desnudo de su marido, también un tono un punto más agudo e infantil en las carcajadas de Vlad, que se alzaban por encima del murmullo ininteligible de sus palabras. Fue después de esa escena cuando Olivia decidió poner más atención a las piedras de Pulgarcito que el destino dejaba en su camino. Y, poco a poco, éstas la fueron llevando hasta una puerta cerrada.
Se trataba de una hoja de madera muy conocida para Olivia aunque ella no la había franqueado jamás. «Tesoro, con lo grande que es el mundo, sólo los amantes confiados, y, por tanto, estúpidos, cometen la torpeza de amarse en el dormitorio de uno u otro.» Eso le había dicho ella a Vlad la primera y única vez que él sugirió encontrarse en la habitación construida encima del garaje que se había convertido en alojamiento provisional del muchacho cuando los tres visitaban Mallorca.
«Se ve que hay gente que nunca aprende de la prudencia ajena», recuerda ahora Olivia haber pensado mientras seguía los pasos de los dos primos escaleras arriba y a discreta distancia. Lo había dicho así, como quien resta importancia al asunto, intentando mantener ese perpetuo aire de ironía que era no sólo su rasgo más característico sino también su refugio en momentos delicados. Un, dos, tres pasos más hacia la planta superior guiada por las risas de los dos hombres y entonces su corazón pareció saltarse un latido al oír cómo la puerta se cerraba tras ellos. Olivia no era masoquista, tampoco era de las que, para creer, necesitan meter el dedo en la llaga o la mano en el costado, y maldita la falta que hacía en este caso. Sin embargo, un extraño impulso la hizo mirar hacia arriba, hacia el estrecho ventanuco de cristal esmerilado que se abría en la parte superior de la puerta. Ver o no ver, meter o no meter el dedo en la llaga, no sabía bien cómo actuar, pero al final se inclinó por lo segundo. Por eso, un par de minutos más tarde, con la ayuda de una silla, Olivia Uriarte pudo entrever todo lo que ocurría al otro lado de la hoja de madera. Bendito cristal incierto que le ahorraba los detalles más explícitos pero, aun así, su rugosa superficie permitía distinguir dos siluetas que se anudaban y desanudaban en un ballet tan bello como brutal. Dos cuerpos masculinos desnudos, que ella había amado muchas veces, muy blanco el uno, el otro del color del trigo. Una sincronía perfecta de movimientos parecía acompasar todos los sonidos que de ellos procedían: risas, embates, gemidos, suspiros y jadeos, interrumpidos tan sólo por el crujir de las maderas o el chirrido rítmico de un muelle.
«Qué distintos —recuerda ahora Olivia haber pensado—. Pero qué distintos son los movimientos de dos hombres», y se maravilló también de la irresistible atracción que a veces ejerce la visión de lo más detestable. Por eso continuó allí, sin respirar siquiera, admirando aquella escena distorsionada por la rugosidad del vidrio, extrañamente bella, letal. Y lo hizo con algo muy parecido a la paralizante fascinación con la que una mosca atrapada en una telaraña observa a la tarántula que amenaza con devorarla. ¿Cuánto tiempo transcurrió así? Olivia no lo recuerda; demasiado, en todo caso, hasta que por fin, igual que un insecto en la telaraña, también ella logró reaccionar para liberarse de la pegajosa trampa y emprender la huida.
Sí, porque lo más importante era salir de allí cuanto antes, librarse de aquella visión horrible, escapar. Ella era una persona racional, calculadora en el mejor sentido de la palabra. Necesitaba alejarse primero para poder meditar qué le convenía hacer a continuación. En realidad era sencilla la huida. Sólo debía descender de la silla sin hacer ruido, dar apenas un par de pasos hasta el pasillo y ya está. Comenzó, por tanto, a girar su cuerpo, lo hizo lentamente, pero para su desgracia se le ocurrió mirar por vez postrera a través del cristal esmerilado. Y ojalá no lo hubiera hecho, porque las sombras realizaban ahora un nuevo ballet de movimientos sincopados, tan hipnóticos, que la mosca en su telaraña ya no fue capaz de mover un músculo y continuó allí, cautiva, sin poder siquiera despegar los ojos de lo que tenía delante.
Atacar, he ahí la segunda estrategia de cualquier víctima cuando descubre que la huida se hace imposible. Desde luego, ganas no le faltaban, fuerzas tampoco. ¿No se dice siempre que la mejor defensa es un ataque? Claro que sí, sólo necesitaba abrir la puerta y montar un gran escándalo, gritarles a esos dos maricones que todo el mundo se iba a enterar de lo que eran, chillar que iba a pedir el divorcio y luego sacarle a Flavio hasta el último céntimo, incluida la herencia de toda su familia de mañosos elegantes, panda de bujarrones, estirpe de sarasas, sodomitas y putos, putos maricones de mierda.
Las tenues alas de la mosca en su trampa intentan alzar el vuelo para cumplir su propósito. Hacen un primer ensayo, luego un segundo y hasta un tercero pero ni una sola fibra de su cuerpo obedece sus órdenes. Mira entonces a su alrededor y, después de un momento de desconcierto, comprende qué es lo que le impide moverse: sus alas sí, sus alas están lastradas sin remedio.
«Prenup», así se llama el insuperable peso que le impide elevarse y volar. Prenup es el nombre gringo con el que se conoce ese contrato que ella había firmado con Flavio antes de su boda, una precaución muy común ahora entre los ricos de este mundo. «En caso de divorcio, y
sean cuales fueren las circunstancias que lo provoquen, la parte b
(ésta era Olivia, claro)
no reclamará más pensión que la que la parte a
(éste era Flavio, maldita sea su estampa)
estipule como justa.»
¿Qué por qué lo había firmado? No por romanticismo, desde luego, tampoco por generosidad, sino por pura estrategia; porque sabía bien que, con los ricos muy ricos, la única arma infalible es mostrarse rendidamente desinteresada. Y es que Olivia conocía ya lo suficiente a los flavios de este mundo como para comprender que nunca se gana contra ciertas personas a menos que se finja ser un cordero degollado. Por eso había accedido a aquellas condiciones tan desfavorables. Por eso y porque —según le explicó el estirado picapleitos inglés experto en «prenups» que Flavio le había enviado para, según él, «discutir dos o tres pequeños detalles sin importancia,
amore,
ya verás que no hay ningún problema»— la oferta era eso o nada. «… Seguro que usted lo comprende, Ms. Uriarte. No se trata de nada personal, como es lógico, pero es que mi cliente va por su segundo divorcio y nosotros aconsejamos ser muy cautos con ciertas cosas.
Nunca
se puede ser lo suficientemente precavido con los temas crematísticos, ¿no cree usted lo mismo, Ms. Uriarte?»
Más o menos eso había dicho aquel tipo de modales untuosos y culo escurrido como una espátula. También tenía las manos manicuradas y llevaba kohol en los ojos, lo que lo hacía desagradablemente inolvidable. «Ahora que lo pienso —se dice Olivia al recordar estos detalles—, seguro que el fulano ése forma parte de la todopoderosa Mafia Pink que mueve el mundo. ¿También él se habría tirado a Flavio? ¿Es que ya no quedan tíos heterosexuales en este puto mundo de mierda?
Olivia, ante el cristal esmerilado, se dio cuenta entonces de que, descartadas la huida y también el ataque como estrategias, sólo le quedaba la posibilidad de recurrir al último y desesperado recurso de toda criatura aprisionada en una telaraña. Y al recordarlo ahora, casi un año más tarde, Olivia sonríe al encender un nuevo Marlboro porque el método elegido es uno que requiere temple y más aún perseverancia, pero que cuando se usa con astucia, resulta infalible: ella lo llamaba la catalepsia.
Igual que una criatura que no tiene otra escapatoria opta en última instancia por hacerse la muerta, eso mismo decidió Olivia aquel día. Fingir de ahí en adelante que nada veía, que nada oía, que nada
sentía
a la espera del momento en que su suerte cambiara y le permitiera conseguir sus propósitos. Por eso, apenas una hora más tarde, esa misma noche sin ir más lejos, se había sentado a la mesa a cenar con sus dos hombres como si nada hubiese pasado. Como si fuera tonta, sorda y tan ciega que no reparase en sus cabelleras húmedas y repeinadas, que recordaban a dos escolares traviesos que atusándose el pelo y poniendo cara de buenos intentan camuflar su última trastada. Tonta, ciega, sorda y también muda, así había continuado Olivia durante varios meses a la espera de su ocasión. Meses en los que Flavio había seguido intentando ayudar a su primo a encontrar un puesto para el que estuviera dotado. Pero lo cierto es que pronto se hizo evidente para todos —incluso para Flavio— que en el caso de Vlad la palabra «dotado» remitía a aptitudes que poco tenían que ver con el mundo de los negocios. Y durante todo ese tiempo tan doloroso, tan humillante, la mosca falsamente muerta fue fiel a su estrategia de la catalepsia hasta que le pareció notar que algo, muy sutil, comenzaba a cambiar en la actitud de Flavio hacia su primo, lo que presagiaba que pronto podría presentarse la ocasión para por fin ganar la partida. Dicha ocasión no apareció de un día para otro, se hizo esperar aún un poco más, pero Olivia conocía a sus clásicos. O, lo que es lo mismo, a su marido y el estrato económico al que pertenecía. «Un rico —solía consolarse pensando con no poca frecuencia—, tiene una desventaja que, según y cómo, puede ser también una gran virtud: tarde o temprano se cansa de todos sus juguetes.»
Por eso, al fin un día en que, después de una de esas noches en las que Flavio llegaba a casa muy tarde, según él de «un viaje de negocios» con su primo, Olivia notó que la mención del nombre Vlad no tenía ya como consecuencia que su marido irguiera imperceptiblemente el cuello en señal de alerta como hacía otras veces. Pronto se dio cuenta además de que los chistes que contaba el muchacho y las cosas que decía cuando estaban los tres juntos no hacían reír a Flavio como antes, y que los bostezos comenzaban a ser más frecuentes que las sonrisas. Fue entonces cuando la mosca falsamente muerta comenzó a desperezarse y, poco a poco, alzó el vuelo.
Se dice a menudo que nadie resulta más agradable y encantador a otro que la persona que, sin solicitarlo, le aligera de una carga que mucho le estorba pero de la que, por lo que sea, no se atreve a deshacerse. Y he aquí precisamente el papel que adoptó Olivia. El de inocente cómplice involuntaria en la caída de Vlad; y lo hizo, con toda deliberación, para dar un nuevo giro a la geometría variable que configuraba el singular triángulo amoroso formado por ella, su marido y el muchacho.
—He estado pensando —le dijo una tarde a Flavio mientras almorzaban—, que a pesar de lo mucho que has hecho por ayudar a Vlad, es evidente que el pobre no tiene demasiadas dotes para las finanzas. Pero no se lo reproches, tesoro, en realidad cada uno sirve para lo que sirve en esta vida. Mira, he estado dándole vueltas al asunto y se me ocurre el trabajo perfecto para él. Claro que la colocación a la que me refiero lo alejaría de nosotros, pero algún sacrificio tendremos que hacer para que el chico encuentre su lugar ideal. ¿No te parece?
Por la forma en que Flavio había dejado los cubiertos sobre el plato para escucharla con más atención, Olivia se dio cuenta de que iba por buen camino, de modo que continuó.
—Tu problema, Flav, es que eres demasiado bueno, demasiado generoso con todo el mundo. Pero ya has hecho por Vlad lo indecible —añadió, y al pronunciar esta última palabra notó cómo la voz se le quebraba, por eso continuó con redoblado énfasis. Desplegó entonces sus dotes de persuasión, que eran muchas, para explicarle a Flavio que lo mejor era relegar a su primo a tareas más sencillas y por tanto más acordes con su forma de ser—. A Vlad lo que le gusta realmente es el mar, por eso podríamos mandarlo a Mallorca para que supervise las obras que estás haciendo en el
Sparkling Cyanide
durante el invierno. Al fin y al cabo —añadió con su mejor sonrisa samaritana— es para lo que ha nacido, para estar entre marineros, velas y anclas,
ésa
es su verdadera vocación. Además, ahora que viene el frío tú viajarás con menos frecuencia a Andratx; en cambio yo puedo ir de vez en cuando y enseñarle lo que esperamos de su trabajo. No es que me vuelva loca el plan, el pobre me parece cada vez más cortito, pero todo sea por la familia ¿no crees?
Sobre el humo de la última calada de su Marlboro, Olivia recuerda cómo, a partir de ese día, Vlad comenzó a cumplir con su indefectible destino de juguete roto. Y lo hizo aquí mismo, en esta casa de Mallorca, desterrado de los salones y de la parte noble de la casa, relegado para siempre a esa habitación sobre el edificio del garaje, una, por cierto, que desde entonces habría de ser testigo de nuevos encuentros amorosos que tenían como participante al menos a uno de los protagonistas de aquella escena que Olivia no lograría olvidar jamás. Y es que, en más de una ocasión, aquel cuerpo trigueño, el mismo que se había trenzado ante sus ojos con el de Flavio Viccenzo, se anudaba ahora con el de su nuevo amo. Ama, habría que decir, porque su propietaria no era otra que Olivia, que viajaba a menudo a la isla para hacerle compañía en su destierro. «Para que no estés solo, tesoro; para que todo sea como antes entre tú y yo. ¿Verdad que te gusta cuando estamos juntos? Como ves, yo no soy de las que se olvida de ti, bésame Vlad.»