El joven Hoshino se interrumpió en este punto pensando cómo proseguir.
—Pero ¿sabes, abuelo?
—¿Sí?
—Sin embargo, a mí me parece que tú eres lo más extraordinario de todo, abuelo. Sí, sí, tú. Y si me preguntas por qué digo que lo más extraordinario eres tú, pues porque tú haces cambiar a las personas. Sí, hablo en serio. Tengo la sensación de haber cambiado muchísimo a lo largo de estos diez días. Es decir, que mi manera de ver las cosas no es en absoluto la misma. Sin ir más lejos, una música que antes no me decía nada, ahora, ¿cómo te lo explicaría?, pues ahora me llega hasta el fondo del corazón. Y, además, todas estas cosas, pues, no sé cómo decirlo, pienso que me gustaría hablarlas con alguien, con un tío que entendiera de eso. Y a mí algo así no me había pasado nunca en la vida, ¿sabes? Soy distinto. Y si me preguntas por qué me ha pasado eso, pues es porque he estado a tu lado, abuelo. Y porque he empezado a observar las cosas a través de tus ojos. Bueno, no es que lo mire todo, quiero decir absolutamente todo, con tus ojos, claro. A lo que me refiero es que me ha parecido algo muy natural, no sé, que he ido observando las cosas a través de tus ojos, todo como muy normal. Y si me preguntas por qué, pues es porque me gusta muchísimo la manera que tienes de ver el mundo. Y por eso te he seguido todo este tiempo hasta aquí, por eso no me he podido separar de ti. Se trata de una de las cosas más provechosas de toda mi vida. Y por eso pienso que debo ser yo quien te dé las gracias a ti, porque tú a mí no tienes necesidad de agradecerme nada. Hombre, si me das las gracias, pues ¿a quién le amarga un dulce?, pero lo que yo quería decirte es que tú me has ayudado muchísimo a mí. ¿Me explico, abuelo?
Pero Nakata ya no lo escuchaba. Había cerrado los ojos y dejaba oír la acompasada y regular respiración del sueño.
—¡Este tipo es la persona más feliz del mundo! —dijo Hoshino con un suspiro.
Hoshino condujo a Nakata dentro del apartamento y lo acostó enseguida en la cama. La ropa se la dejó puesta tal como estaba, sólo lo descalzó, y le echó un delgado edredón por encima. Nakata se revolvió unos instantes inquieto, pero acto seguido dejó de moverse por completo, con la cara vuelta hacia el techo, la respiración tranquila y acompasada.
«¡Jo! Seguro que éste, ahora, se estará dos o tres días durmiendo», pensó el joven.
Sin embargo, las cosas no fueron como Hoshino esperaba. Al mediodía del día siguiente, miércoles, Nakata estaba muerto. Había dejado de respirar mientras se hallaba inmerso en un profundo sueño. Su rostro mostraba la misma placidez que de costumbre, a simple vista parecía que estuviese dormido. Pero no respiraba. El joven lo sacudió por los hombros una y otra vez, lo llamó. Pero Nakata estaba muerto, sin duda. No tenía pulso y cuando Hoshino le puso por si acaso un espejito delante de la boca, éste no se empañó. Su respiración se había detenido. Al menos en este mundo, Nakata ya no volvería a despertarse jamás.
Cuando estás con un muerto en la misma habitación, te acabas dando cuenta de que todos los ruidos se van apagando sucesivamente. Los ruidos reales del mundo que te rodea van haciéndose más y más irreales. Los sonidos con sentido pronto se convierten en silencio. Y el silencio, igual que el lodo que se acumula en el fondo del mar, va ganando en espesor y profundidad. Te llega hasta los pies, te llega hasta la cintura, te llega hasta el pecho. A pesar de ello, el joven Hoshino permaneció largo tiempo con Nakata en la misma habitación, midiendo con la vista la profundidad del silencio que se iba acumulando en ella. Sentado en el sofá, contemplaba el rostro de Nakata intentando darse cuenta cabal de su muerte. Tardó mucho tiempo en asimilarlo todo. El aire había adquirido un peso especial y acabó por no saber si lo que creía que estaba sintiendo en aquel momento lo estaba sintiendo realmente él y en aquel mismo instante. A cambio, comprendió de forma espontánea varias cosas.
«Nakata, con su muerte, debe de haber podido volver a ser finalmente el Nakata normal», sintió el joven. Nakata había interiorizado hasta tal punto y durante tanto tiempo a Nakata que morir era la única manera de poder volver a ser el Nakata normal.
—¡Eh, abuelo! —lo llamó el joven—. Estas cosas no está bien decirlas, pero no has tenido una mala muerte.
Nakata había muerto inmerso en un profundo sueño, probablemente sin pensar en nada, en silencio. La expresión de su rostro era apacible y no había en ella huellas de sufrimiento, de arrepentimiento o de duda. «Una buena muerte, muy propia de él», se dijo Hoshino. «¿Qué diablos ha sido la vida de Nakata? ¿Qué sentido ha tenido? No lo sé. Pero si empezamos con éstas, búscame a alguien cuya vida tenga un sentido más claro. Para un ser humano, lo que realmente importa, lo que realmente confiere dignidad, es la forma de morir», pensó Hoshino. «Comparada con la forma de morir, la forma de vivir quizá no tenga tanta importancia. Pero, no obstante, lo que determina la forma de morir es la forma de vivir». Éstos fueron los pensamientos del joven mientras contemplaba el rostro de Nakata.
Pero queda pendiente una cuestión importante. ¿Quién cerrará la piedra de la puerta de entrada? Nakata ha llevado a término casi todos sus asuntos. Esto era lo único que aún le quedaba por hacer. La piedra sigue a los pies del sofá. Cuando llegue el momento, tendré que darle la vuelta, cerrar la puerta. Pero, tal como dijo Nakata, según cómo la manejes, la piedra puede ser muy peligrosa. Seguro que hay una manera correcta de hacerlo. Y, si se le da la vuelta a lo bruto, de un modo incorrecto, todo en este mundo puede acabar manga por hombro.
—¡Eh, abuelo! Ya sé que morirte no ha sido culpa tuya, pero en vaya embolado has acabado metiéndome —dijo Hoshino al muerto. Por supuesto, no hubo respuesta.
Otro problema era qué hacer con el difunto. El procedimiento habitual sería, por supuesto, llamar a la policía o al hospital y que ellos se encargaran de transportar el cadáver al depósito. Eso es lo que hubiera hecho el noventa y nueve por ciento de la población. Incluido Hoshino, de haber podido. Pero Nakata era una persona involucrada en un asesinato, a quien la policía estaba buscando. Hoshino se había pasado diez días yendo de aquí para allá con Nakata y podía muy bien verse envuelto en una situación embarazosa. La policía lo arrestaría, lo sometería a un largo interrogatorio. Eso seguro que no podría ahorrárselo. A Hoshino le fastidiaba la idea de tener que explicar, punto por punto, todo lo ocurrido y, por otro lado, no se le daba bien eso de tratar con la policía. En definitiva, que prefería no verse involucrado en el asunto.
«Además», pensó, «¿cómo les explico yo lo del apartamento?».
«Un viejo con la pinta del Colonel Sanders alquiló para nosotros este piso. Nos dijo que nos lo había dejado todo preparado y que podíamos quedarnos todo el tiempo que quisiéramos.» ¿Acaso podría convencer a la policía con esa historia? ¡Ni hablar! ¿Y quién es ese Colonel Sanders? ¿Es un oficial del Ejército americano? No, no. Mire, es el viejo de los carteles del Kentucky Fried Chicken. Usted, señor inspector, debe de haberlo visto alguna vez. Sí, exacto. Ese que lleva gafas, una perilla blanca… Sí. Pues mire, ese hombre trabaja de chulo en las callejuelas de Takamatsu. Así nos conocimos. Me trajo una mujer. A la que dijera eso me soltarían: «¡Idiota! ¡Deja de decir memeces!», y algún golpe caería de propina. Seguro. Ésos son una especie de yakuza que cobra del Estado.
El joven exhaló un hondo suspiro.
Lo que tengo que hacer es salir pitando de este piso e irme lo más lejos posible. Hacer una llamada anónima a la policía desde la estación. Darles la dirección del apartamento, decirles que dentro hay un cadáver. Subirme al primer tren que pase y volver a Nagoya. Así me quedaré al margen de todo este asunto. Como es evidente que ha sido una muerte natural, la policía no se complicará mucho la vida. Los parientes de Nakata se harán cargo del cadáver, y un funeral sencillo seguro que tendrá. Yo regresaré a la empresa, me inclinaré ante el patrón. «Perdóneme. A partir de ahora trabajaré de verdad». Las aguas volverán a su cauce.
Preparó sus cosas. Embutió su ropa en la bolsa. Se puso la gorra de los Chûnichi Dragons, hizo pasar la cola de caballo por la abertura de atrás, se puso las gafas de sol de color verde. Como tenía sed, sacó una Pepsi Diet del refrigerador, se la bebió. Mientras se la bebía, apoyado contra el frigorífico, sus ojos se posaron en la piedra redonda que estaba a los pies del sofá. La «piedra de entrada» vuelta del revés. Luego fue al dormitorio y contempló una vez más a Nakata, que yacía sobre la cama. Nadie hubiera dicho que estaba muerto. Parecía que estuviese respirando apaciblemente. Parecía que fuera a decir de un momento a otro: «Señor Hoshino. No es cierto que Nakata haya muerto». Pero no, Nakata estaba bien muerto. No ocurriría ningún milagro. Él ya había pasado al otro mundo.
El joven, todavía con la Pepsi en la mano, sacudió la cabeza. «No puedo», pensó. «No puedo irme dejando aquí la piedra. Si lo hiciera, Nakata no podría descansar en paz. Era una persona que, hasta que las cosas no estaban completamente resueltas, hasta el final, no se quedaba convencido del todo. Pero se le acabaron las pilas. Por eso no pudo concluir esa misión tan importante». Estrujó la lata con la mano, la tiró a la basura. Seguía teniendo sed, así que volvió a la cocina, sacó del refrigerador una segunda lata de Pepsi Diet y le arrancó la lengüeta de un tirón.
«Nakata me dijo que antes de morir, aunque sólo fuera una vez, quería volver a poder leer. Poder ir a la biblioteca y leer tanto como quisiera. Pero ha muerto sin ver cumplido su deseo. Claro que quizás, en el otro mundo, como Nakata normal, sí sepa leer. Pero mientras estuvo en éste, no logró jamás cumplir su deseo. De hecho, lo último que hizo Nakata fue, por el contrario, quemar montones de letras. Enviar a la nada la enorme cantidad de palabras que allí estaban escritas, sin dejar una sola. Qué ironía. Por eso mismo voy a hacer que se cumpla su último deseo.
Cerrar la puerta de entrada
. Es algo vital. Total, ni siquiera pude llevarlo al cine o al acuario».
Cuando acabó de tomarse la segunda Pepsi Diet, se acercó al sofá, se agachó y levantó la piedra a modo de tanteo. No resultaba muy pesada. Tampoco era liviana, pero, a la que hicieras un poco de fuerza, podías levantarla sin problemas. Pesaba lo mismo que cuando Hoshino se la había llevado de la capilla del santuario sintoísta junto con el Colonel Sanders. Un peso manejable, como el de las piedras que se utilizan para mantener sumergidas las verduras cuando se preparan en adobo. «Lo que quiere decir que, de momento, es una piedra normal», se dijo el joven. «Cuando cumple la función de entrada, se vuelve tan pesada que apenas se puede levantar. Mientras no pese, no es más que una piedra. Primero pasa algo extraordinario, entonces la piedra adquiere un peso excepcional y cumple la función de “piedra de entrada”. No sé, por ejemplo, que caigan rayos en la ciudad o algo por el estilo…».
El joven se dirigió a la ventana, descorrió las cortinas, alzó la vista al cielo. El cielo seguía cubierto por sombrías nubes grises, como el día anterior. Pero no parecía que fuera a llover. Tampoco había indicios de tormenta. Aguzó el oído, olfateó el aire. No descubrió nada anormal. Por lo visto, el «mantenimiento del statu quo» debió de ser el tema central del mundo durante todo aquel día.
—¡Eh, abuelo! —dijo, dirigiéndose a Nakata, muerto—. O sea, que me tengo que quedar aquí contigo, quietecito, esperando a que pase algo especial, ¿no? Pero esa cosa especial, ¿qué coño debe de ser? Yo no tengo ni idea. Y vete a saber cuándo va a suceder. Además, se trata de un asunto un poco asqueroso, porque estamos en junio y, a la que me descuide, tu cuerpo, abuelo, empezará a descomponerse. Y a apestar. Quizás, a ti, abuelo, no te guste escucharlo, pero eso es algo natural. Por otra parte, cuanto más tiempo pase, cuanto más tarde en avisar a la policía, en peor situación voy a encontrarme yo. ¡Ostras! Mira, yo haré todo lo que pueda, pero al menos me gustaría enterarme de qué va la cosa.
Pero no hubo respuesta.
El joven empezó a dar vueltas por la habitación. ¡Claro! A lo mejor el Colonel Sanders se ponía en contacto con él. Seguro que el viejo estaba al tanto de lo que tenía que hacerse con la piedra. Quizá le daba algún consejo provechoso que le reconfortara. Pero, por más que lo estuvo contemplando, el teléfono no sonó. Guardó un silencio absoluto. Aquel aparato silencioso tenía un aire más introspectivo de lo normal. Tampoco se oyeron golpes en la puerta. Ni llegó ninguna carta. No ocurrió
nada especial
. Ninguna alteración meteorológica, ningún presentimiento. Sólo transcurrieron las horas inexpresivas, sucediéndose la una a la otra. Llegó mediodía, la tarde dio paso silenciosamente a la noche. Las agujas del reloj electrónico de la pared se deslizaban suavemente por la superficie del tiempo como un escribano del agua. Y Nakata seguía tendido en la cama, muerto. Hoshino no tenía apetito. Al atardecer se bebió tres refrescos de cola y mordisqueó unas galletas saladas, como por obligación.
A las seis, se sentó en el sofá, cogió el mando a distancia y encendió el televisor. Miró el noticiario de la noche de la NHK, pero no había una sola noticia que le llamara la atención. Había sido un día sin particularidad alguna. Al acabar las noticias apagó el televisor. La voz del locutor le pareció irritante. En el exterior crecía la oscuridad, pronto fue noche cerrada. La noche aportó mayor profundidad aún al silencio de la estancia.
—¡Eh, abuelo! —le dijo el joven Hoshino a Nakata—. Despiértate, por favor, aunque sólo sea un momento. No sé qué hacer. Además, quiero oír tu voz, abuelo.
Pero Nakata, por supuesto, no le respondió. Nakata seguía al otro lado de la frontera, en el otro mundo. Mudo, muerto. El silencio se hizo más profundo, tanto que, si aguzabas el oído, podías oír incluso cómo la Tierra giraba alrededor de su eje.
Hoshino se fue al cuarto de estar, puso el CD del
Trío del archiduque
. Al escuchar el tema central del primer movimiento, sus ojos se anegaron en lágrimas. «¡Joder! ¿Cuándo fue la última vez que lloré?», se preguntó mientras las lágrimas corrían profusamente por sus mejillas. No logró recordarlo.
Efectivamente, a partir de la «puerta de entrada» el camino es mucho más intrincado. De hecho, el camino deja de existir por completo. El bosque se vuelve más profundo, se hace inmenso. A mis pies, las pendientes son más abruptas, el suelo está cubierto de arbustos y hierbajos. El cielo ha dejado de verse y está tan oscuro como al anochecer. Las telarañas son más espesas, las plantas despiden un olor más intenso. El silencio va haciéndose más y más denso, el bosque repudia con decisión al humano invasor. Pero los soldados, con el fusil en bandolera, siguen adelante, escurriéndose sin esfuerzo por cualquier vericueto del bosque. Avanzan sorprendentemente rápido. Se deslizan por debajo de las ramas colgantes, trepan por las rocas, sortean los huecos de un salto, cruzan los matorrales espinosos abriéndose camino entre la espesura con destreza.