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Authors: Lafcadio Hearn

Tags: #Relato, Terror

Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón (2 page)

BOOK: Kwaidan: Cuentos fantásticos del Japón
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A veces, eran sus alumnos quienes le referían las leyendas, o su esposa quien se las leía de libros antiguos.

En todos los casos, Lafcadio Hearn supo verterlas a una prosa inglesa cuyos rasgos distintivos son la sonoridad y la transparencia, y que contrasta notablemente con sus escritos de épocas anteriores, deliberadamente alambicados y no siempre eficaces. Aunque juzguemos a Hearn un
minor writer
, dispone de virtudes que merecen nuestra atención: la claridad, la precisión y el dominio de la progresión narrativa, logradas gracias a una denodada búsqueda estilística que al fin desembocó en una afortunada sencillez. Tal sencillez es ideal para la redacción de fábulas cuya textura simbólica puede ser compleja pero cuyo desarrollo es lineal.

“Maléficos vientos del Oeste arrecian sobre Horai, y disipan, ay, esa atmósfera mágica, leemos hacia el final de
Kwaidan
. Si el talento de Lafcadio Hearn tenía límites inmediatos, juzguemos esa limitación como un hecho favorable, pues ella impedirá que se disipe la saludable atmósfera mágica que él supo rescatar de múltiples textos anónimos. Talentos más abarcadores quizá no hubiesen emprendido la modesta aunque dificultosa tarea de apropiarse de un mundo ajeno y de conferir solidez a sus trazos evanescentes.”

CARLOS GARDINI

LA HISTORIA DE MIMI-NASHI-HÔÎCHI

Hace más de setecientos años, en Dan-no-ura, en las gargantas del Shimonoséki, se libró la última batalla de la larga contienda entre los Heiké, o clan Taira, y los Gengi, o clan Minamoto. Allí fueron exterminados los Heiké, con sus mujeres y sus niños, y su pequeño emperador, hoy recordado como Antoku Tennô. Y hace más de setecientos años que el mar y la costa están encantados… En otra parte me he referido a los extraños cangrejos de mar, llamados cangrejos Heiké, que lucen rostros humanos en el lomo y que son, según se dice, los espíritus de los guerreros Heiké[
1
]. En esa costa se ven y se oyen cosas muy raras. En las noches sin luna, millares de fuegos espectrales aletean en la playa, o relumbran sobre el oleaje, pálidas luces que los pescadores llaman
Oni-bi
, o fuegos demoníacos; y, cuando los vientos se enardecen, profusos alaridos provienen del mar, semejantes al clamor de una batalla.

En otra época, los Heiké ignoraban el sosiego mucho más que ahora. Por las noches, se subían a las naves que cruzaban sus dominios e intentaban hundirlas; y jamás dejaban de acechar a los nadadores para arrastrarlos consigo. Para aplacar a esos muertos se construyó el templo budista,
Amidaji
, en Akamagaséki[
2
]. Junto a él, cerca de la playa, se levantó un cementerio, poblado por monumentos cuyas inscripciones evocan los nombres del emperador ahogado y de sus grandes vasallos; y allí realizábanse regularmente ceremonias budistas consagradas a esos espíritus. Edificado el templo, erigidas las tumbas, los Heiké ya no inquietaron a los vivos con tanta frecuencia; mas no cesaron, ocasionalmente, de hacer cosas raras, que demostraban que aún no habían hallado la paz perfecta.

Hace algunos siglos vivía en Akamagaséki un ciego llamado Hôîchi, famoso por su destreza en la declamación y en la ejecución del
biwa
[
3
]. Le habían enseñado su arte en la infancia, y en la juventud ya superaba a sus maestros. Como
biwa-hôshi
profesional, debía ante todo su fama a la exposición que hacía en sus versos de la historia de los Heiké y de los Gengi; y cuéntase que cuando cantaba la canción de la batalla de Dan-no-ura “ni siquiera los duendes (
kijin
) podían contener las lágrimas”.

En los inicios de su carrera, Hôîchi era muy pobre; pero encontró un buen amigo que le brindó su ayuda. El sacerdote del
Amidaji
gustaba de la música y la poesía, y con frecuencia invitaba a Hôîchi a tocar y recitar en el templo. Más tarde, impresionado por la maravillosa habilidad del joven, el sacerdote le propuso que se instalara en el templo, oferta que aceptó con gratitud. Una habitación del templo fue destinada a Hôîchi, quien, a cambio de comida y alojamiento, no debía sino deleitar al sacerdote con su música ciertas noches que no tuviera otros compromisos.

Una noche de verano llamaron al sacerdote para realizar un servicio budista en casa de alguien que había muerto en la vecindad; él se fue con su acólito, y Hôîchi quedó solo en el templo. Era una noche tórrida, y el ciego quiso refrescarse en la veranda que había ante su dormitorio. La veranda daba a un pequeño jardín, en la parte de atrás del
Amidaji
. En ese lugar, Hôîchi aguardó el regreso del sacerdote, e intentó distraer la soledad mediante la música de su
biwa
. Pasó la medianoche, y el sacerdote no aparecía. Pero como aún reinaba una atmósfera demasiado sofocante como para entrar, Hôîchi optó por quedarse afuera. Al fin escuchó unos pasos que se acercaban desde la puerta de atrás. Alguien cruzó el jardín, avanzó hasta la veranda y se detuvo justo frente a él… pero no era el sacerdote. Una voz hueca pronunció el nombre del ciego, con el modo abrupto y descortés con que un samurái se dirige a un subalterno:

—¡Hôîchi!

Hôîchi, harto sorprendido, no supo responder al instante; y la voz lo llamó una vez más, en tono áspero y perentorio:

—¡Hôîchi!


¡Hai!
—respondió el ciego, amedrentado por ese acento amenazador—. ¡Soy ciego! ¡No sé quién me llama!

—No hay nada que temer —exclamó el desconocido con voz más mesurada—. Estoy sirviendo en las cercanías de este templo y soy portador de un mensaje para ti. Mi actual señor, hombre de altísimo rango, está de paso en Akamagaséki, con muchos y muy nobles servidores. Deseaba contemplar el escenario de la batalla de Dan-no-ura, y hoy visitó ese lugar. Como supo de tu habilidad para recitar la historia de la batalla, desea que actúes en su presencia: de modo que tomarás tu
biwa
y me acompañarás al palacio donde aguarda la augusta asamblea.

En aquellos tiempos, difícilmente se hacía caso omiso a las órdenes de un samurái. Hôîchi se calzó las sandalias, tomó su biwa y se fue en pos del desconocido, quien lo guió con destreza aunque obligándolo a caminar muy rápido. La mano que lo guiaba era de hierro, y el rechinar de sus pasos mostraba que estaba completamente armado… quizá fuera un centinela de palacio. El temor de Hôîchi se disipó: comenzó a sospechar que era muy afortunado, pues, al recordar que el servidor le había hablado de un “hombre de altísimo rango”, pensó que el señor que deseaba escucharlo no podía ser menos que un
daimyô
de la clase superior. El samurái no tardó en detenerse; y Hôîchi advirtió que habían llegado ante un amplio portal… lo cual le intrigó, pues no recordaba ningún portal en esa parte del pueblo, salvo la entrada principal del
Amidaji
.


¡Kaimon!
[
4
] —gritó el sirviente. Hubo un chirrido metálico y ambos siguieron adelante. Atravesaron un vasto jardín y se detuvieron nuevamente ante otra entrada.

—¡Acercaos! —gritó el samurái—. Traigo a Hôîchi.

Entonces se sucedieron los pasos apresurados, el susurro de las mamparas, el rumor de las puertas correderas y el murmullo de las voces femeninas. Por el modo de hablar de las mujeres, Hôîchi advirtió que integraban la corte de algún señor de alcurnia, mas no pudo imaginar a qué sitio lo habían conducido. No tuvo tiempo para cavilar al respecto. Una vez que alguien lo ayudó a ascender por varios peldaños de piedra (en el último de los cuales debió dejar las sandalias), una mano de mujer lo guió por interminables y resbaladizos entarimados, lo hizo girar ante innumerables esquinas con columnas y lo llevó por pisos de esterilla cuya superficie era asombrosa por la amplitud, hasta el centro de un vasto recinto. Pensó que allí se congregaba una multitud de gente de rango, pues el susurro de la seda era semejante al sonido de las hojas de un bosque. También escuchó un denso murmullo de voces que hablaban en tono muy bajo, cuyo lenguaje era el lenguaje de las cortes.

Dijéronle a Hôîchi que se acomodara a su gusto, y él descubrió que le habían preparado un almohadón. En cuanto se colocó y afinó su instrumento, la voz de una mujer —quien, según imaginó Hôîchi, sería la
Rôjo
, o matrona al cargo del personal femenino— se dirigió a él con estas palabras:

—Recítanos ahora la historia de los Heiké, acompañándote con tu
biwa
.

Declamar todo el poema habría requerido muchas noches; Hôîchi, por lo tanto, se aventuró a preguntar:

—Siendo la historia tan larga como es, ¿qué parte de ella desea mi augusta audiencia que le recite?

La voz de la mujer respondió:

—Recítanos la historia de la batalla de Dan-no-ura, que se destaca por su piedad[
5
].

Entonces Hôîchi elevó la voz y entonó el canto del combate del mar encrespado, y los sonidos de su
biwa
imitaban el chasquido de los remos y el bogar de las naves, el zumbido y el susurro de los dardos, los gritos y embates de los guerreros, el crujido del acero sobre los cascos, la caída de los cuerpos en el agua. Y cada vez que había una pausa, escuchaba voces elogiosas que murmuraban:

—¡Qué artista más maravilloso! ¡Jamás, en nuestra provincia, escuchamos cantar de ese modo! ¡No hay en todo el imperio un cantor como Hôîchi!

Esto le infundió nuevos ánimos, y tocó y cantó aún mejor que antes; y le respondió un profundo susurro de asombro. Mas cuando al fin llegó al adverso destino de los hermosos y los débiles, al estremecedor exterminio de los niños y las mujeres, y al salto de muerte de Nii-no-Ama, con el heredero del trono en sus brazos, los concurrentes profirieron un grito prolongado, unánime y conmovedor, al que siguieron gemidos y sollozos tan fuertes y feroces que el ciego sintió temor ante la violencia de la pena que había suscitado, pues llantos y gemidos continuaron durante largo rato. Pero gradualmente se fueron desvaneciendo las lamentaciones; y una vez más, en el hondo silencio que imperó a continuación, Hôîchi escuchó la voz de la mujer que, según él creía, era la
Rôjo
.

Ésta le dijo:

—Aunque nos habían asegurado que eras muy diestro en la ejecución del
biwa
, y que tu modo de cantar no resistía comparación, ignorábamos que alguien pudiera demostrar tanta destreza como la que esta noche nos has revelado. Nuestro señor se complace en anunciarte que está dispuesto a ofrecerte una recompensa que iguale tus méritos. Mas desea que actúes en su presencia en las seis próximas noches, al cabo de las cuales es probable que continúe su augusto viaje de retorno. Mañana por la noche, por consiguiente, debes venir aquí a la misma hora. El servidor que esta noche fue en tu busca irá a por ti… Hay otra cosa que me han ordenado que te informe. Se te requiere que a nadie menciones las visitas que nos haces durante la augusta permanencia de nuestro señor en Akamagaséki. Como él viaja de incógnito[
6
], es su voluntad que nadie se entere de lo que ocurre… Ahora, estás en libertad para volver a tu templo.

Después que Hôîchi hubo expresado su debida gratitud, la mano de una mujer lo condujo hasta la entrada del palacio, donde el mismo samurái que lo había traído lo aguardaba para conducirlo a casa. El servidor lo llevó hasta la veranda de la parte trasera del templo y allí se despidió de él.

Hôîchi regresó casi al alba, pero nadie había advertido su ausencia, pues el sacerdote, que había vuelto a horas tardías, lo supuso dormido. Hôîchi pudo descansar durante el día, y no hizo ningún comentario sobre su extraña aventura. A la medianoche siguiente, el samurái volvió en su busca y lo condujo ante la augusta asamblea, ante la cual Hôîchi volvió a actuar con el mismo éxito que había obtenido la noche anterior. Pero, durante esta segunda visita, accidentalmente descubrieron su ausencia en el templo; y cuando regresó al amanecer el sacerdote requirió su presencia y le dijo, en un tono de afable reconvención:

—Nos has causado gran ansiedad, amigo Hôîchi. Salir, a ciegas y a solas, a horas tan avanzadas, es peligroso. ¿Por qué te fuiste sin avisarnos? Pude poner un sirviente a tu disposición. ¿Y dónde has estado?

—¡Perdonadme, querido amigo! —respondió evasivamente Hôîchi—. Hube de atender un asunto particular y no pude hacerlo a otras horas.

La reticencia de Hôîchi asombró al sacerdote antes de mortificarlo: esa actitud le pareció poco natural y despertó su suspicacia. Temió que algún espíritu maligno hubiese embrujado o engañado al joven ciego. No formuló más preguntas, pero privadamente impartió instrucciones a los servidores del templo para que vigilaran los movimientos de Hôîchi y lo siguieran en caso de que él volviera a alejarse durante la noche.

A la noche siguiente observaron que Hôîchi volvía a dejar el templo; los sirvientes encendieron las lámparas y lo siguieron. Pero era una noche lluviosa y muy oscura, y antes de que los sirvientes pudieran llegar al camino, Hôîchi había desaparecido. Era obvio que había caminado con gran rapidez… un hecho asombroso, teniendo en cuenta su ceguera, pues el camino estaba en pésimas condiciones. Los hombres se apresuraron a internarse en las calles y a preguntar en todas las casas que Hôîchi solía frecuentar; sin embargo, nadie lo había visto. Finalmente, mientras regresaban al templo por el camino de la costa, los sorprendió el sonido de un
biwa
, ejecutado con tenacidad en el cementerio de
Amidaji
. A excepción de algunos fuegos fatuos —habituales en ese lugar en las noches tenebrosas—, no había en esa dirección sino espesas penumbras. Pero los hombres, sin vacilar, se precipitaron hacia el cementerio; y allí, a la luz de sus lámparas, descubrieron a Hôîchi, sentado bajo la lluvia, solo, ante el monumento erigido en memoria de Antoku Tennô, tocando el
biwa
y entonando en voz alta el canto de la batalla de Dan-no-ura. Y detrás de él, y a su alrededor, y en todo el cementerio, ardían como bujías los fuegos de los muertos. Jamás mortal alguno presenció tan magna congregación de
Oni-bi
.

—¡Hôîchi San! ¡Hôîchi San! —gritaron los sirvientes—. ¡Estás embrujado! ¡Hôîchi San!

Pero el ciego no parecía oírlos. Esforzábase en reproducir con el
biwa
rasgueos, crujidos y clamores, y su voz se enardecía al cantar la batalla de Dan-no-ura. Lo aferraron y gritáronle al oído.

—¡Hôîchi San! ¡Hôîchi San! ¡Acompáñanos en el acto!

Él les dirigió un severo reproche:

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