En el año 98 a.C. llegó a la Península el cónsul Tito Didio, al mando de un potente ejército legionario que sofocó el fuego de algunos núcleos resistentes, masacrando a 20.000 arévacos para dar escarmiento a los demás. En los cinco años que duró la represaba, además de matanzas se desmantelaron algunas ciudades como Termancia (Santa María de Tiermes, Soria), población vecina de Numancia y que también había resistido los ataques romanos. En este panorama desolador no se respetaron ni las propias ciudades construidas por los latinos; fue el caso de una urbe fundada por Cayo Mario de la que desconocemos el nombre pero sabemos la ubicación geográfica; parece ser que esta ciudad fue levantada para albergar tropas auxiliares celtíberas que habían ofrecido un magnífico rendimiento al pretor Mario en sus luchas contra los lusitanos. La plaza se encontraría cerca de Colenda (Cuéllar, Segovia), siendo arrasada tan sólo cinco años después de su construcción. ¿El motivo?, simplemente, que los antiguos aliados se rebelaron ante algunas exigencias romanas, y eso fue su perdición.
Como vemos, los métodos empleados en esta supuesta guerra fueron tan expeditivos como los utilizados en la primera contienda, aunque con menor número de batallas y mayor de escaramuzas, refriegas y masacres absurdas. En fin, son las cosas del mundo antiguo y del Imperio más violento de toda la epopeya humana.
En el año 93 a.C., la Hispania Ulterior y Citerior estaba prácticamente apaciguada, las tribus de arévacos, vacceos, turmógidos, vettones, lusitanos… habían sido sometidas hasta casi el silencio definitivo; veinte años de sangrías aborígenes y romanas que dejaban a la potencia ocupante con una hegemonía casi plena sobre la península Ibérica.
El siglo I a.C. es, sin duda, el más interesante en la historia romana. En esta centuria aparecieron nombres de indeleble recuerdo para todos: Mario, Pompeyo, Craso, Julio César, Octavio… aunque nos vamos a detener por el momento en un hombre que dio mucho que hablar en Hispania durante los albores de este singular período; nos referimos, como es obvio, a Quinto Sertorio, un personaje enigmático ensalzado por unos y denostado por otros. En todo caso, la figura de Sertorio se nos ha presentado a lo largo del tiempo investida con el oropel de héroe popular; posiblemente muchos quisieron ver en este obstinado sabino al heredero, más o menos legítimo, del caudillo Viriato. Nada más lejos de lo cierto, como demuestra la documentación objetiva aportada por los más rigurosos investigadores históricos.
Sertorio trasladó sus cuitas con la oligarquía romana a la península Ibérica, lugar propicio por los antecedentes que ya conocemos para desarrollar un movimiento de resistencia contra el poder imperante en la metrópoli.
Sertorio no fue de hecho, tal y como pretenden algunos, un líder insurgente que luchó denodadamente contra el invasor; más bien se sirvió del tradicional enfrentamiento tribal que existía en Hispania contra las legiones romanas. Este hecho no debemos perderlo de vista en el encuadre general de la situación político-social hispana.
Nacido hacia el 122 a.C., Sertorio pertenecía a una influyente y enraizada familia romana. Siendo muy joven hizo armas luchando contra las tribus germánicas, principalmente cimbrios y teutones. Según cuentan las crónicas, siempre fue fiel al siete veces cónsul Mario, junto al que participó en algunas victorias. Contrajo méritos ante su líder cuando entró clandestinamente en un campamento bárbaro disfrazado con vestimentas gálicas; la información que obtuvo fue tan valiosa que se le concedió el crédito necesario para situarse al lado del mismísimo Mario. Años más tarde, cuando el cónsul luchaba en Hispania, el joven Sertorio destacó por una acción que lo hizo célebre; ocurrió en Castulo (Linares). Por entonces, algunas cohortes legionarias se habían establecido en la ciudad para pertrecharse y descansar. Según la costumbre, los soldados de Roma eran alojados en casas particulares; la población, siempre abierta a cualquier conato de rebelión, decidió actuar instigada por algunos grupos de guerreros lusitanos que merodeaban el lugar. En una noche de triste recuerdo para Mario, todos los soldados que dormían en las casas de Castulo fueron degollados, sin que se pudieran defender. Sertorio fue uno de los pocos que logró escapar con vida de la carnicería, pero tuvo la suficiente decisión como para reorganizar a los huidos; mientras recibía los refuerzos de algunas tropas próximas a la zona. Con estos efectivos regresó a Castulo, sometiéndola a un ataque devastador que sirvió de venganza por la tropelía cometida anteriormente. La noticia llegó a Roma y el Senado consideró oportuno conceder a Sertorio la máxima distinción para estos casos; de ese modo ganó la corona cívica con hojas de roble, el mismo triunfo que alcanzaría un tal Julio César años después.
Sertorio mostró afinidad por la ideología política de su admirado Mario y, en consecuencia, se afilió al partido
popular
que luchaba contra los conservadores
optimates
, cuyo representante más destacado era Sila, futuro dictador sangriento de Roma. Recordemos que el primer tercio del siglo I a.C. fue convulso y atroz para los intereses romanos: guerras endémicas en las provincias, levantamientos terribles de los esclavos en Sicilia y azote permanente de los pueblos bárbaros. En cuanto al interior, las agotadoras guerras sociales habían causado innumerables bajas en las clases dominantes; en ese tiempo, cientos de senadores fueron asesinados por tal o cual partido, y tanta refriega política ocasionó miles de refugiados que marcharon al exilio para salvar sus vidas. Hispania se fue convirtiendo en un reducto de refugiados políticos a medida que transcurrían los acontecimientos en la capital del Tíber.
Entre el año 88 y el 81 a.C., Mario, Lépido y Cinna conspiraron varias veces, dispuestos a quedarse con el control de la República. Sin embargo, finalmente se impuso el partido senatorial de los
optimate
. En enero del 81 a.C., Sila entraba a sangre y fuego en Roma, en uno de los capítulos más vergonzosos de su historia y que, por motivos evidentes, no podemos analizar detenidamente, aunque sí diremos que fue entonces cuando empezó a ceder la cimentación republicana en favor de la estructura imperial.
Hasta esa fecha Sertorio había prosperado como magistrado romano. En el 83 a.C. fue pretor de la provincia Citerior en Hispania. Los acontecimientos de Roma lo dejaban al margen del poder, como a tantos de su facción ideológica. Sila promovió unas purgas lamentables entre buena parte de la aristocracia afín a Mario. Sertorio fue uno de los proscritos, quien se revolvió contra esa oligarquía reaccionaria proclamando por su cuenta una guerra que le haría entrar en la leyenda.
Una vez destituido de su cargo como pretor, Sertorio tomó la iniciativa y con un puñado de soldados se hizo con el control de la Citerior. Su carisma y elocuencia ganaron para su causa a miles de veteranos legionarios que vivían como colonos en Hispania. Consiguió reunir un pequeño ejército de 9.000 efectivos que fraccionó en dos contingentes dispuestos a defender los pasos pirenaicos y el valle del Ebro contra las tropas que estaba a punto de enviar el dictador Sila.
Sertorio esperaba una reacción romana por su rebeldía. Ésta se produjo de inmediato, en la primavera de 81 a.C., cuando llegó el general Annio Lusco al mando de dos legiones que aplastaron sin miramientos a los 6.000 hombres dirigidos por Livio Salinator, lugarteniente de Sertorio. Quedaba claro que Roma no estaba dispuesta a ver cómo sus hijos levantaban armas contra ella, aunque fueran rotundos opositores a la forma de gobierno impuesta. Sertorio fue proclamado
hostis publicus
, es decir, enemigo público de Roma, y eso era lo peor que le podía ocurrir a un hombre en la antigüedad. Aun así, nuestro guerrero siguió combatiendo contra aquellos que lo perseguían.
Tras su derrota en los Pirineos se replegó junto a los restos de su ejército hasta Cartago Nova, donde embarcó rumbo a las costas africanas con la esperanza de rehacerse para contragolpear. Aquí nos encontramos cara a cara con la leyenda promovida por autores como Plutarco, quien no reparó en elogios literarios hacia uno de sus héroes favoritos. Debemos resumir algunas peripecias muy novelescas, aunque poco creíbles, como una supuesta estancia de Sertorio en las islas Afortunadas. Con todo, los avatares que se pueden mencionar de este tiempo son muy vistosos. Por ejemplo, la curiosa alianza que estableció con piratas cilicios que operaban en el occidente mediterráneo, teniendo a la isla de Ibiza como guarida de sus correrías. Junto a ellos puso pie en tierras mauritanas para luchar contra el rey Ascalis, llegando a tomar la ciudad de Tingis (Tánger).
Deshecha su hermandad ocasional con los piratas, volvió a la península Ibérica a petición expresa de las tribus lusitanas. Conocedoras de su valía militar, estaban deseosas de ofrecerle el mando para continuar la guerra contra Roma.
Sertorio no perdió la oportunidad de recuperar un ejército para enfrentarse a las tropas de su odiado Sila. Los lusitanos vieron en este exiliado buena parte de las virtudes recordadas de su héroe Viriato: magnanimidad, nobleza y cierto toque mesiánico que deslumbraba a los hombres, que le servían con absoluta lealtad. En efecto, Sertorio tenía un auténtico talento para conducir hombres a la guerra, se adaptaba como un guante al terreno que pisaba, sabía hablar a sus soldados con palabras que ellos aceptaban y entendían. Fue un ingenioso general que no prosperó más en la historia por defender la facción perdedora; de lo contrario, quién sabe si a estas alturas no estaríamos hablando de uno de los mejores comandantes militares de todos los tiempos.
Quinto Sertorio desembarcó en la Lusitania meridional en la primavera de 80 a.C. con 2.600 legionarios y 700 auxiliares mauritanos. A esa reducida fuerza se unieron 4.000 infantes y 700 jinetes aportados por los lusitanos. Eran tan sólo 8.000 efectivos para guerrear en Hispania contra una fuerza varias veces superior. Pero, como decimos, Sertorio se acomodaba a las circunstancias y pronto supo sacar el mejor partido de sus nuevos aliados. Así resurgieron las guerrillas, la mejor táctica combativa de los bravos nativos.
La primera intención del flamante caudillo fue la de avanzar hacia el interior de Lusitania para incrementar el número de sus soldados. Sin embargo, fue interceptado por Silano Fufidio, pretor de la provincia Ulterior, y tuvo lugar una batalla que perdieron aparatosamente las tropas romanas, con más de 2.000 bajas. Este primer éxito dio alas al caudillo Sertorio, quien llegó a Lusitania en olor de multitudes y con tiempo suficiente para organizar la guerra tal y como él la concebía.
Sertorio, convertido en un magnífico propagandista, difundió su mensaje de odio entre las tribus celtíberas y lusitanas. Llegó incluso a decir que los dioses se comunicaban con él, dándole consejos a través de una cierva blanca. Este engaño, al parecer, gustaba mucho a los crédulos aborígenes, quienes recibían con entusiasmo y delirio cualquier nueva indicación del cielo. Y si ésta consistía en combatir con mayor ferocidad a los romanos, pues mucho mejor.
La osadía sertoriana insultó a los rectos senadores que rodeaban a Sila y esto trajo como consecuencia el incremento del número de legiones que iban a marchar hacia Hispania.
En el año 79 a.C. fue designado como procónsul Caecilio Mételo Pío, quien, al mando de dos legiones y sus tropas auxiliares, llegó a Hispania dispuesto a resolver por la fuerza el problema rebelde.
Mételo disponía de 40.000 hombres, que con rapidez iniciaron una ofensiva total desde el sur de la península Ibérica, una táctica de rodillo que aplastaría cualquier foco de resistencia desde el Algarve hasta el mismísimo corazón de Lusitania, y aún más allá si fuera necesario. De esta curiosa manera empezó a trazarse la Ruta de la Plata, una de las vías de comunicación más utilizadas desde ese tiempo hasta nuestros días.
El avance romano resultó incontestable, avasallador, y dejó incluso toponimia ligada al propio Mételo, como Metellinum (Medellín), Castra Caecilia (cerca de Cáceres) y Vicus Caecilius (junto al puerto de Béjar).
Las tropas de Mételo tomaron Olisippo (Lisboa), para luego bajar por el sur hasta Lacobriga (Lagos), ciudad que asediaron. Mientras tanto, ¿qué hacía Sertorio?
La estrategia luso-romana era la única que se podía permitir: atacar una y otra vez sin plantear una batalla frontal. Los éxitos de Mételo se perfilaban como definitivos, pero Sertorio ideó una operación que a la postre le daría un excelente resultado. Conocedor de que se estaba organizando un ejército romano en la Citerior para su posterior conjunción con las tropas de Mételo, envió a Hirtuleyo, su mejor lugarteniente, con la intención de frenar cualquier envío de refuerzos desde la Citerior. Hirtuleyo cumplió las órdenes con brillante eficacia y logró contener las legiones del pretor Domicio Calvino en Consabura (Consuegra), ocasionándoles un auténtico desastre. Pero el bravo oficial no se conformó con este rotundo triunfo y prosiguió el avance hasta Ilerda (Lérida), donde volvió a derrotar a las tropas romanas de Lucio Manlio, procónsul de la provincia Narbonense, que también acudía en auxilio de Mételo.
Sertorio tenía ahora las manos libres para atacar al grueso del ejército romano, que seguía asediando a Lacobriga. El líder rebelde se las ingenió para introducir alimentos en la ciudad y, en una maniobra decisiva, pudo aniquilar a una legión entera que se había segregado del resto en busca del necesario trigo que alimentara a las tropas. Estos fracasos, sumados a la falta de refuerzos, provocaron que el prudente Mételo levantara el sitio, replegándose a la provincia Ulterior para invernar. En resumen, la campaña se zanjaba de forma negativa para Mételo y todo lo contrario para Sertorio, quien recuperaba ahora la iniciativa bélica en la Península. Todo un acontecimiento, dado el escaso contingente con el que contaba para derrotar a las potentes y disciplinadas legiones romanas dispuestas a destruirlo.
Sertorio entrenó a sus hombres de forma racional e inteligente: aprovechó sus dotes naturales para el combate y los entrenó con las fórmulas de adiestramiento romanas. Los convirtió en una mezcla de legionarios y guerrilleros, algo a lo que no se habían enfrentado los ejércitos convencionales de Roma jamás. Ése es, posiblemente, el factor fundamental que consiguió mantener esta desigual campaña durante ocho años.
Entre el 79 y 77 a.C., Sertorio tuvo en jaque al ejército de Mételo, y éste fue incapaz de traspasar las fronteras de la provincia Ulterior. Lusitania fue liberada de cualquier tipo de presión, con lo que Sertorio pensó en continuar con su ambicioso proyecto de expansión hacia la mismísima Roma. En el año 77 a.C. ordenó a su leal Hirtuleyo que regresara a Lusitania para hacerse cargo de la defensa fronteriza, mientras él se dirigía con sus tropas hacia el valle del Ebro.