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Authors: Juan Antonio Cebrián

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La aventura de los romanos en Hispania (14 page)

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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A la par que transcurrían estas acciones, en Roma se vivía un agitado panorama tras la muerte del dictador Sila, acontecida en 78 a.C. Era el momento de decidir el futuro de la República: por un lado, quedaba lo impuesto por el autócrata, como las defenestraciones de las élites caballerescas, la degradación hecha con los tribunos de la plebe o el exilio ordenado contra miles de proscritos afines al partido
popular
; por otro, se encontraba la profunda renovación que exigía aquella circunstancia, difícilmente asumible por las clases acomodadas que se habían refugiado en torno al anterior mandatario.

El rebelde y popular Lépido aprovechó aquella confusión para proclamarse cónsul anual. Desde su posición intentó abolir las leyes silanas, solapándolas con otras propias más acordes con los ideales del glorificado Mario. La reacción senatorial no se hizo esperar: se encargó a Pompeyo y Catulo —dos magníficos generales— que barrieran del mapa a Lépido y los suyos.

Una vez más, Roma bordeaba la tragedia, y ésta se consumó en el campo Marcio, muy cercano a la capital, donde se produjo una masacre entre fuerzas de ambas facciones. El resultado benefició a las tropas senatoriales y Lépido tuvo que huir a Etruria, para posteriormente trasladarse a Cerdeña, donde murió. Los restos de su ejército, todavía numerosos, fueron dirigidos por el general Perpenna hacia Hispania. Allí se unieron a las fuerzas de Sertorio, quien recibió complacido esos refuerzos inesperados.

El caudillo rebelde disponía ahora de 20.000 infantes y 1.500 jinetes provenientes de las fuerzas populares; este contingente, sumado a sus tropas irregulares de aborígenes, empezaba a ofrecer un aspecto bastante lustroso. Ya no existían motivos para seguir ejerciendo la guerra de guerrillas, muy ventajosa para la supervivencia, aunque sin otra ambición que permanecer a la defensiva. Sertorio se creyó entonces en posesión de una oportunidad única para conseguir el poder de Roma, un sueño que parecía más tangible que nunca.

Con la decisión de un loco visionario, comenzó a instruir a sus nuevos soldados. Durante el invierno de 77-76 a.C., miles de efectivos romanos y nativos se ejercitaron en decenas de maniobras castrenses, prepararon nuevas armas y se distribuyeron propagandistas que trasladaron el ideal sertoriano a cientos de pueblos y ciudades.

Sertorio creó un Senado en la sombra siguiendo el modelo romano; sus miembros provenían en su mayor parte del exilio disconforme con la autoridad de Sila. Este atrevimiento nos da fiel muestra de lo fuerte que se sentía aquel hombre mitad soldado mitad aventurero.

El espejismo sertoriano llegó incluso a fundar una escuela de alta educación en Osea (Huesca), destinada a los hijos de algunos magnates nativos, con el fin de instruirlos en nobles disciplinas académicas que los impulsaran a la futura cúpula dirigente que gobernaría los designios romanos. Bien es cierto que debemos imaginar que este asunto no fue más que una treta elaborada por Sertorio para mantener rehenes amistosos y así evitar cualquier deserción aborigen.

El problema hispano se hizo intolerable para el Senado romano, que no reconocía a Sertorio en ningún término. Ni siquiera a la muerte de Sila disminuyó la presión sobre aquel incómodo guerrero. Quinto Sertorio, lejos de ser amnistiado, debía ser suprimido por el bien de la República, y en consecuencia se empezó a trabajar para enviar un ejército incontestable que aplastara la rebelión hispana.

Se eligió para esa misión a Cneo Pompeyo, un joven militar que había acreditado su valía en las campañas contra los ejércitos de Mario. Su extracción social lo situaba en un lugar preponderante de la vida romana. Acaudalado e idealista, levantó por su cuenta un ejército privado que puso sin reparos al servicio de Sila; luchó en África y en Italia, y cuando estaba a punto de licenciar a sus hombres le llegó la petición senatorial que lo condujo a Hispania como
imperium extraordinarium
, un procónsul ocasional surgido de la necesidad del momento. Pompeyo no desarrolló ninguna carrera política, sólo su talento y dinero le procuraron el ascenso a lo más elevado del escenario romano.

Mientras esto se gestaba, Quinto Sertorio seguía extendiendo su poder por la península Ibérica. Asedió y conquistó ciudades filorromanas como Caraca o Contrebia, con lo que se aseguró el dominio de la Citerior y la
devotio
de numerosas tribus celtíberas; únicamente rehusó lanzar ofensiva alguna contra la Ulterior, donde se acantonaban las poderosas legiones de Mételo.

En la primavera de 76 a.C., las tropas gubernamentales romanas, compuestas por 50.000 infantes y 1.500 jinetes, se encontraban acuarteladas y listas en los alrededores de Ampurias. Sertorio, consciente de la gravedad del caso, dispuso algunas tácticas que impidieran la confluencia de las tropas de Mételo con las de Pompeyo, ya que si eso se producía unos 100.000 hombres se abalanzarían sobre sus siempre escasos efectivos. Por tanto, se imponía un vez más la lucha guerrillera, y a tal efecto encomendó a su buen lugarteniente Hirtuleyo que hostigase incansablemente al ejército de Mételo para evitar su salida de la Ulterior.

Por su parte, Sertorio avanzó por el valle del Ebro para reclutar contingentes nativos en las ciudades aliadas que componían el núcleo duro de su poder territorial. Fueron los casos de Graccurris, Calagurris y Vareia, plazas situadas en la actual comunidad riojana. Para frenar a Pompeyo envió al general Perpenna con el total del ejército que había llegado de Cerdeña. La misión de estos hombres era la de contener a los legionarios pompeyanos en la línea marcada por el río Ebro. Ése era a grandes rasgos el plan de campaña establecido por Sertorio.

Por su parte, Pompeyo decidió conquistar la costa mediterránea peninsular para unir sus fuerzas a las de Mételo y juntos lanzar la ofensiva definitiva sobre los sertorianos. La estrategia planteada por el optimate era a todas luces muy viable: destacó a Memmio, uno de sus mejores oficiales, para que tomase Cartago Nova por vía marítima. Con esta acción se ejercería un efecto tenaza sobre las posiciones sertorianas, lo que facilitaría la derrota de los rebeldes. Memmio culminó con éxito la misión, pero quedó aislado en la ciudad por tropas enviadas desde el interior por un Sertorio que avanzaba a toda prisa hacia el teatro de operaciones, mientras Perpenna se batía con escaso éxito ante el contundente ataque del ejército gubernamental. En efecto, las legiones sertorianas que debían defender la línea del Ebro habían sido superadas con creces, provocando su retirada a Valentia, uno de los reductos más fieles a Sertorio y su política. Pompeyo, tras su victoria en el Ebro, mantuvo la persecución sobre los vencidos, pasando por Sagunto y amenazando peligrosamente la plaza donde se habían refugiado los restos del ejército dirigido por el general Perpenna. Sertorio, conocedor del desastre, se dirigió con todos los efectivos disponibles a socorrer Valentia. Entre ambos ejércitos se encontraba la ciudad filorromana de Lauro (posiblemente Liria), a la que Sertorio sometió a un riguroso asedio y posterior destrucción. De nada sirvieron los intentos pompeyanos por salvar la ciudad, llegando incluso a perder a unos 10.000 legionarios en el envite. Pompeyo se vio obligado a replegarse hasta más allá del Ebro y Sertorio conseguía de nuevo salvar una situación cada vez más adversa para sus intereses.

En el frente sur se complicó la situación para los sertorianos. Hirtuleyo cedió incomprensiblemente a la tentación de presentar batalla en campo abierto ante las tropas de Mételo, quien asestó un golpe mortal a los sertorianos en Itálica. Así finalizaba la campaña de 76 a.C., con un Sertorio en posición ventajosa y manteniendo a raya a los dos ejércitos que lo amenazaban. Además, el único desastre sufrido en la Ulterior fue subsanado con la recluta de nuevos soldados nativos.

El fin de la aventura

La campaña de 75 a.C. fue nefasta para los intereses del caudillo lusitano. Pompeyo atacó con virulencia y conquistó por fin la ciudad de Valentia, mientras en la Ulterior Hirtuleyo era nuevamente derrotado y en esta ocasión muerto por las tropas de Mételo. Por su parte, Sertorio intentó plantear una crucial batalla en la línea del río Suero (Jócar), y aunque el resultado no se decantó por ninguno de los bandos, no se pudo evitar que las victoriosas legiones de Mételo se unieran por fin a las de Pompeyo. La suerte del líder hispano-romano estaba echada; ya sólo le quedaba retroceder hasta sus núcleos de resistencia en el norte. Eso sí, se retiró haciendo pagar muy caro cada metro de avance romano, por más que en algunas ocasiones las tropas dirigidas por él personalmente quedaran sitiadas en ciudades como Sagunto o Clunia (Coruña del Conde). Fue una retirada dolorosa que no obstante evitó el desastre final ese mismo año.

Llegó el invierno y los ejércitos se acuartelaron como de costumbre: Pompeyo lo hizo en su campamento favorito de los Pirineos, un lugar al que llamó como él, Pompaelo (Pamplona), sito en la zona de sus aliados vascones. Mételo se dirigió mientras tanto a las Galias, para reabastecerse.

En el año 74 a.C. se desató una campaña destinada a destruir los centros de abastecimiento sertorianos. Pompeyo se dirigió al sur asediando Pallantia (Palencia), empresa que no culminó con éxito; sí, en cambio, consiguió el objetivo de tomar Cauca (Coca). Por otro lado, Mételo atacó desde el este, arrasando algunas localidades como Bilbilis y Segobriga. Al final del año, los dos ejércitos optimates se unieron para lanzar un golpe definitivo sobre Calagurris (Calahorra), pero chocaron frontalmente con la heroica resistencia de sus habitantes, magistralmente dirigidos por el propio Quinto Sertorio. El asedio se tuvo que desestimar tras haber perdido más de 3.000 legionarios en los combates que se libraron en los muros de la ciudad. Llegó entonces el invierno, obligando a los contendientes a una retirada que sirvió para, en el caso romano, recibir oportunos refuerzos de Roma, y en el caso sertoriano, tomar un aliviador respiro. Quedaba claro que el sueño de Quinto Sertorio había pasado a mejor vida; se difuminaban las ambiciones de poseer Roma, el Senado paralelo y las promesas de paridad en el trato con las provincias hispanas. El presente hablaba de resistencia a ultranza, de guerrillas tribales, de sobrevivir un día más esperando el desenlace inevitable. Pompeyo y Mételo sabían que la victoria era cuestión de tiempo. ¿Pero cuánto? Sertorio, sin avituallamiento ni tropas de refresco, caería tarde o temprano; no obstante, su raza imbatible lo convertía en un peligroso enemigo aun herido.

Por tanto, si se deseaba resolver con urgencia la cuestión sertoriana, no quedaba más remedio que acudir a las consabidas fórmulas de subvencionar una traición o, en todo caso, promover la idea de perdón para todos aquellos que desertaran de la ya estéril causa. En consecuencia, Mételo puso precio a la cabeza de Sertorio, mientras ponía en conocimiento de los rebeldes las promesas de amnistía trazadas desde Roma para los que hicieran defección de los ejércitos sertorianos. Estas noticias provocaron el desasosiego entre los hombres que seguían rodeando al caudillo guerrillero. El propio Sertorio agrió su carácter otrora afable, tornándolo en desconfiado y agresivo. Cual lobo herido decidió seguir plantando cara al enemigo. Tan sólo le quedaban unas pocas ciudades leales, entre ellas Ilerda, Osea o Calagurris; aun así, confiaba en resistir lo suficiente hasta alcanzar un pacto con Roma. Pero ya era demasiado tarde; él mismo no ignoraba que se había convertido en un obstáculo para todos. Los indígenas, hasta entonces principal sustento de su ejército y de su política, ya no eran sus fieles amigos y seguidores; al fin y al cabo, ellos luchaban contra Roma y no entendían de facciones, partidos o ideologías. Sertorio les prometió la victoria pero ésta no se consumaba y sí, en cambio, tuvo lugar una venganza inexplicable en la carne de algunos hijos de caciques, los cuales fueron asesinados o vendidos como esclavos en Osea, la capital sertoriana que presuntamente los estaba educando. Al parecer, Sertorio desarboló una conjura nativa y pagaron las culpas aquellos jóvenes que años antes iban a servir como magistrados del nuevo gobierno provincial romano.

La deserción aborigen se sumó a las dudas de los exiliados que acompañaban a Sertorio en su guerra; ahora se les ofrecía a éstos el perdón y la rehabilitación social en una Roma deseosa de olvidar el pasado. En resumen, Sertorio se había quedado solo y a merced de sus antiguos aliados, y éstos no tuvieron el menor inconveniente en conjurarse para asesinarlo en un banquete celebrado en Osea. Era el fin de ocho años cuajados de combates, batallas y guerras, muerte, desolación y una Hispania destrozada en buena parte de su territorio.

El general Perpenna se hizo cargo de las tropas supervivientes y con ellas se enfrentó a Pompeyo hasta ser derrotado y muerto. Algunas ciudades, como las celtíberas Uxama, Termancia y Clunia, sumadas a Osea y Calagurris en el valle del Ebro o Valentia en la costa, mantuvieron su
devotio
a Sertorio y resistieron heroicamente hasta las últimas consecuencias. En el caso especial de Calagurris, debemos resaltar que la defensa propuesta por sus habitantes fue extrema y desesperada, con tintes parecidos o superiores a los de la mítica Numancia.

En el año 72 a.C. cesaba cualquier clase de resistencia a los ejércitos senatoriales romanos. Pompeyo dedicó el epílogo de las guerras sertorianas a pacificar la provincia Citerior, que estaba bajo su mando, a la par que reflejaba su carismática influencia sobre la Ulterior, y concedía la ciudadanía romana a todas aquellas poblaciones aborígenes que se habían mostrado amigables con los intereses de la República.

Implacable con los enemigos, se jactó de haber dominado 876 poblaciones autóctonas entre la Galia e Hispania; suponemos que la cifra englobaría reductos, fortalezas, aldeas, pueblos y ciudades, de lo contrario su afirmación nos obligaría a pensar que Pompeyó era algo exagerado. Otorgó tierras cultivables y ensanchamiento de fronteras internas a todos aquellos que lucharon a su lado, dejando un imborrable recuerdo entre vencidos y aliados: en los unos, por la ferocidad demostrada contra ellos, y en los otros, por la magnanimidad de aquel llamado a descollar en un siglo tan fundamental para la epopeya romana.

Una vez concluido el trabajo, marchó a Roma para recibir los honores del triunfo. Previamente, y para recuerdo indeleble de su actuación en Hispania, ordenó construir un monumento conmemorativo que ensalzara sus victorias; fue levantado en la puerta de los pasos pirenaicos para aviso de todos los que entraran en la Península: una mole pétrea majestuosa coronada por la imagen del propio Pompeyo. El orgulloso general fue recibido en Roma como héroe liquidador de aquella contienda tan molesta para la potencia, indudable germen del futuro Imperio, pues a nadie se le escapó que desde entonces el Senado republicano perdió fuelle ante individuos con carisma capaces de aglutinar la lealtad de unas cuantas legiones.

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