La aventura de los romanos en Hispania (15 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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En las dos décadas siguientes, hasta la guerra civil protagonizada por Julio César y Pompeyo, se destacan muy pocos acontecimientos en la historia de las provincias hispanas. Tan sólo podemos deducir que los nativos se siguieron sublevando a su antojo, con las consiguientes represabas romanas. El espíritu de libertad irreductible acompañó a la Península mientras se cristalizaba su romanización. Al margen de esta integración cultural, social, política, militar y económica, quedaban los territorios astures y cántabros, lugares donde los romanos no se habían internado por diferentes motivos, uno de ellos la belicosidad tribal contrastada, y otro, no menos importante, la dificultosa orografía de la cornisa cantábrica.

En el año 61 a.C., Julio César era elegido pretor de la provincia Ulterior; una década más tarde sería, junto a Pompeyo, el gran protagonista de la guerra civil que definiría el destino de Roma.

Cronología

Segundo levantamiento celtíbero-lusitano y guerras sertorianas

114 a.C. Gran sublevación de las tribus celtíberas y lusitanas.

109 a.C. El cónsul Servilio Cepión acude a la Península con importantes refuerzos. En ese mismo año llegan las victorias romanas.

105 a.C. Desastres militares romanos en las fronteras exteriores, incluida Hispania.

104 a.C. Bandas de cimbrios se internan por el valle del Ebro, siendo repelidas por las tribus celtíberas.

98 a.C. Las tropas del cónsul Tito Didio masacran a más de 20.000 arévacos en la Celtiberia. En ese tiempo, destrucción de Termancia (Santa María de Tiermes, Soria).

93 a.C. Pacificación total de las tribus lusitanas y celtíberas, tras veinte años de agotadora contienda.

83 a.C. Quinto Sertorio, pretor de la provincia Citerior.

82 a.C. Sertorio se levanta contra la dictadura de Sila.

81 a.C. Tras su derrota en los Pirineos, Sertorio huye de la Península.

80 a.C. Sertorio regresa a la Península como caudillo de los lusitanos.

79 a.C. El general Mételo llega a Hispania con 40.000 legionarios. Su campaña contra Sertorio trazará la futura Ruta de la Plata.

78 a.C. Muerte del dictador Sila.

77 a.C. Punto álgido de las victorias sertorianas.

76 a.C. Pompeyo llega a la Península con 50.000 infantes y 1.500 jinetes.

75 a.C. Victorias de los ejércitos gubernamentales sobre los sertorianos. Fundación de Pompaelo (Pamplona).

74 a.C. Defensa heroica de Calagurris ante los ejércitos de Pompeyo y Mételo.

73 a.C. Sertorio es asesinado en Osea (Huesca) por medio de una conjura a cuyo frente se encuentra el general Perpenna.

72 a.C. Pompeyo pacifica la península Ibérica y regresa a Roma.

61 a.C. Julio César es elegido pretor de la provincia Ulterior.

V
La Hispania de Julio César

Julio César mantuvo una intensa relación con Hispania, que se prolongó más de treinta años. Diferentes cargos y la guerra contra Pompeyo posibilitaron su presencia en la Península durante largos períodos, que sirvieron para estrechar lazos de inquebrantable amistad entre la provincia y la metrópoli.

El carisma de César

A nadie se le escapa la celebridad de Cayo Julio César; su innegable talento lo convirtió en el arquitecto indiscutible del Imperio romano. Pero es sin duda Hispania uno de los promontorios fundamentales desde donde divisar su inmensa figura como genio militar y visionario de los acontecimientos trascendentales que ocurrían en una Roma abocada al fracaso republicano.

Aunque su biografía es sobradamente conocida, bueno será que nos acerquemos a algunos de los aspectos más significativos de su peripecia vital.

Nos encontramos en una calurosa mañana del decimotercer día de
Quintilis
(julio) en el 653 después de la fundación de Roma (100 a.C.). La hermosa Aurelia, una patricia de clase media sometida a los rigores de un barrio romano extremadamente modesto, se disponía para el parto. Los galenos y asistentes en general reflejaban en su rostro cierta preocupación, ante la dificultad del nacimiento de un niño que no terminaba de salir del seno materno. La sudorosa madre era joven y fuerte, aunque eso no parecía ayudarla en los esfuerzos por culminar aquel angustioso trance. Los médicos, viendo que peligraban las vidas de madre e hijo, decidieron abrir a la desesperada extrayendo al bebé. Afortunadamente todo salió bien y se pudo escuchar el potente llanto de aquella criatura que asombraría al mundo conocido: había nacido Cayo Julio César mediante una operación que desde entonces llevaría su nombre:
cesárea
.

La familia, aunque noble, era económicamente modesta. Entre los ancestros del clan figuraba, según la tradición, la mismísima y erótica diosa Venus, algo que César llevó a gala durante toda su vida y que lo ayudó anímicamente en los tiempos de necesidad. Formar parte de la aristocracia le sirvió en sus primeros años públicos, aún más siendo como era sobrino del gran Mario, hombre al que quiso como a un padre, pues César quedó huérfano de su progenitor a temprana edad. A imitación de su padre, se afilió al partido de los «populares» y participó en los múltiples y enrevesados escenarios planteados por las refriegas entre los suyos y los
optimates
.

Con 16 años se casó con Cornelia, hija de Cinna, uno de los principales lugartenientes de Mario, y fue nombrado
flamen dialis
o sacerdote de Júpiter. Dos años después sufrió la persecución como otros muchos proscritos populares del general Sila, quien estaba empeñado en disolver los férreos vínculos matrimoniales de las casas nobles romanas.

Miles de personas se vieron forzadas al exilio y cientos de parejas fueron divorciadas muy a su pesar. Cuando le llegó el turno a César, los emisarios del dictador sólo obtuvieron como respuesta una de las frases que desde entonces pasaría a la historia: «Dile a tu amo que en César sólo manda César».

La respuesta del tirano no se hizo esperar. Condenó a muerte al insolente sacerdote; una drástica decisión que conmocionó incluso a los partidarios de Sila. Éstos no tardaron en avisar a César, quien, presa de unas fortísimas fiebres, huyó de Roma a uña de caballo. El muchacho encontró cobijo en los bosques próximos a la ciudad; allí descansó y curó su enfermedad gracias a los cuidados de gentes humildes; de esa manera salvó su vida el futuro líder de la potencia más influyente del mundo antiguo.

Era de cuerpo menudo y con escasa musculatura, teniendo además una incipiente alopecia que le causaba un profundo complejo. Qué curioso es este dato si tenemos en cuenta que la palabra César significa «cabellera». No obstante, su mirada penetrante, sus rasgos agraciados, y sobre todo su extensa cultura y aguda inteligencia, le otorgaban una aureola digna de ser recordada en los anales históricos.

Tras un período de exilio, Sila le concedió el perdón a instancias de sus seguidores. Mientras firmaba el documento, aquel feroz dictador pronunció una intuitiva y certera frase: «Alegraos con su perdón, pero no olvidéis lo que os digo, porque un día ese joven de aspecto indolente e inofensivo causará la ruina de vuestra causa. ¡Hay muchos Marios en César!». No le faltó razón.

Una vez llegado a Roma, César pidió a Sila que lo destituyera de su cargo como sacerdote de Júpiter, cosa que el dictador concedió al instante, quitándose de un plumazo a un molesto senador, ya que César tampoco contaba con recursos económicos para serlo.

Con 19 años se alistó como oficial en las legiones de Minucio Termo que combatían en Oriente. En este destino el joven asombró a todos ganando la famosa corona cívica después de protagonizar heroicas gestas en el asalto a una ciudad enemiga. La corona cívica era la más alta condecoración romana al valor, y todo aquel que la ganara entraba por derecho propio en el Senado romano. En esta ocasión César aprovecharía bien su cargo para el ascenso social que tanto ansiaba, y emulaba a su tío el gran Mario, siguiendo los postulados políticos de éste y soñando con profundas reformas sociales para una Roma sumida por entonces en una grave crisis.

Con veinticinco años, y buscando una mejor formación, viajó a la isla de Rodas para estudiar retórica. A su vuelta nos encontramos con otra de las famosas anécdotas que nos hablan del carácter y personalidad de Cayo Julio César: en plena navegación su barco fue interceptado por piratas cilicios (griegos), que apresaron a los pasajeros y a la tripulación. Según la costumbre de la época, lo habitual era pedir rescate a las familias por aquellos que a juicio de los captores lo valieran, pero al ver a César, el jefe de los piratas exclamó: «Por este joven aristócrata sin importancia no pagarán ni veinte talentos de plata». César reaccionó de forma violenta y airada, espetando al curtido capitán que por él, no veinte, sino cincuenta talentos se pagarían, ya que era descendiente de la diosa Venus. Los piratas sonrieron irónicamente, aceptando el reto; pidieron el rescate y advirtieron al preso que, de no pagarse, lo crucificarían.

César, en compañía de un esclavo, aguardó con paciencia y resignación su incierto futuro dentro de la guarida pirata, mientras que su madre, Aurelia, ya informada del rescate pedido por los griegos, reunió con presteza la cantidad solicitada y la envió con la esperanza de recuperar pronto a su hijo.

Los cincuenta talentos de plata llegaron a la isla. Entonces el jefe bandido, satisfecho por el botín obtenido, puso en libertad al prisionero. Este, que no estaba dispuesto a dejar pasar ese momento sin venganza, le dijo: «Ahora deberás temer tú, porque volveré para crucificarte a ti y a los tuyos». Dicho esto, regresó a Italia, donde convenció a unos armadores para que fletaran naves de guerra que él mismo guio hacia la morada de los piratas. Allí los venció y, cumpliendo su amenaza, ordenó la crucifixión de todos. A partir de entonces, nadie volvió a poner en duda la palabra de Julio César.

Desde ese momento, inició una carrera política imparable, recurriendo al soborno siempre que fuera necesario, ganando todas las elecciones a las que se presentaba y llevando a juicio a muchos senadores corruptos, granjeándose así la simpatía del pueblo.

A los 31 años recaló en Hispania como cuestor de la provincia Ulterior. Fue su primer contacto con la península Ibérica. Allí se impregnó de las mejores esencias del rico valle del Guadalquivir; recuerdos imborrables que lo pondrían en la pista decisiva de sus futuras actuaciones en pos del triunfo final que le concediera poder absoluto en la Roma que soñaba. Hispania y sus inagotables recursos materiales y humanos supondrían el puente necesario para la consumación de los fines ambicionados. En 68 a.C. regresó a la ciudad eterna dispuesto a seguir ascendiendo en el escalafón social. Volvería siete años más tarde, siendo pretor de aquella provincia tan querida por él.

Pretor de la Ulterior

Julio César entendió de inmediato la importancia fundamental de Hispania en el amplio contexto romano. La Península era campo ideal para que cualquiera con aspiraciones en la cúpula de la República pudiera aumentar su prestigio y fuerza.

En 61 a.C., el azar o el destino lo condujo de nuevo a una tierra cuajada de posibilidades para él: la inmensidad territorial, una demografía adecuada para nutrir legiones y, sobre todo, riqueza inagotable para sustentar las necesarias acciones bélicas que lo revalorizaran ante el Senado romano.

César eligió Gades como sede del gobierno civil. Embelleció la ciudad y apostó seriamente por una bajada de impuestos. Lo cierto es que, desde las guerras sertorianas, la presión fiscal ejercida sobre las provincias hispanas se había convertido en asfixiante, por lo que las medidas emprendidas por el nuevo pretor fueron muy bien acogidas. Este afán por agradar a los ciudadanos de la Ulterior tenía desde luego varias lecturas, aunque la principal nos dice que Julio César trataba de establecer vínculos clientelares con buena parte de las élites hispanas; asunto vital cuando de proyección política se trataba. En ese sentido, la Ulterior era uno de los pilares coloniales de la República romana y contar con su adhesión suponía recibir un fuerte impulso hacia el poder —Pompeyo había realizado algo parecido mientras gobernó la Citerior—; como vemos, el teatro de la guerra civil posterior estaba desplegando todas las piezas y protagonistas en el escenario. Hispania aportaría variado atrezo y público más que activo.

Las alianzas sociales concedían apoyo moral y económico, pero César sabía que eso suponía tan sólo una parte del pastel. Si realmente ambicionaba el poder absoluto se debería acreditar como consumado militar, alguien a quien no le temblara el pulso a la hora de tomar decisiones tajantes, aunque fueran sangrientas.

La Ulterior se prestaba para esos fines. Siempre hubo, desde los tiempos remotos, levantamientos, razias o asaltos de las tribus del interior y, en consecuencia, cualquier pretexto sería bueno para iniciar la necesaria guerra.

César estudió con precisión la idiosincrasia de los lusitanos —a los que había elegido como enemigos—. Durante semanas, diferentes especialistas lo informaron sobre costumbres, tradiciones y forma de vida de aquellos pueblos rebeldes y amantes de la independencia. Mientras esto ocurría, las dos legiones asignadas a la provincia se adiestraban en el combate y se iban integrando paulatinamente al paisaje por el que iban a guerrear.

César ordenó la recluta de una nueva legión, compuesta esencialmente por veteranos itálicos establecidos en la Península tras su licenciamiento. Por tanto, el pretor se dispuso para el conflicto con fuerzas romanas de auténtica élite y con muy poca aportación aborigen. Este trance tampoco se nos debe escapar, ya que César, como hemos dicho, preparaba un gran triunfo que le otorgara la confianza y el beneplácito del pueblo romano; luchar sólo con legionarios de pura raza crearía vínculos indisolubles entre el líder y sus hombres en caso de victoria. Eso, por supuesto, sería otro factor a sumar en la lista de previsiones cesarianas.

La guerra empezó como todas las guerras, por un motivo absurdo; los romanos ordenaron a las tribus lusitanas alojadas en la Sierra de la Estrella que abandonaran sus aldeas para censarse en el llano; de esa forma, estarían controladas y se evitarían las acostumbradas razzias veraniegas que sufría la Ulterior. César era consciente de que esta imposición sería rechazada, y así fue. Sin esperar más, el ejército romano superó la línea del Guadiana y avanzó como un rodillo hasta la frontera del Duero. El oeste peninsular poco o nada pudo hacer ante los curtidos legionarios: decenas de ciudades fueron saqueadas y la resistencia apenas logró ocasionar daños de importancia. Las tropas romanas se internaron por los territorios galaicos, una zona poco explorada desde la expedición de Bruto en 137 a.C. Sin embargo, tuvieron que retroceder a sabiendas de que los lusitanos se estaban reorganizando en el sur para lanzar una contraofensiva. César llegó hasta la costa, muy cerca de Lisboa, donde disgregó a los nativos, que escaparon a una isla próxima al litoral. Ante la imposibilidad de perseguirlos por mar, solicitó que una flota zarpara de Gades para ayudar en ese propósito. Las naves cumplieron su objetivo y los lusitanos fueron reducidos a la nada. No contento con esta sonora victoria, aprovechó su nueva escuadra naval para realizar una operación anfibia por las costas situadas al norte del Duero. Los galaicos sufrieron el ataque por sorpresa y tan sólo pudieron ofrecer una mínima resistencia en Brigatium (Betanzos, La Coruña), donde, finalmente, las armas romanas salieron victoriosas tras una cruel matanza.

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