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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (2 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Yo sólo sé decir las horas y los nombres ficticios de algunas
vedettes
, de tanto llamarlas por teléfono —se excusó.

Y así, por el burladero, se fueron yendo uno detrás de otro hasta que el bueno de Abelardo González, el destripalibros que nunca decía ni media palabra, se atrevió a musitar una explicación que más parecía una excusa que un intento de agradar al superior.

—Yo sé inglés, jefe, pero de andar por casa —dijo.

—Pues no tengo intención de que vaya usted mucho más lejos. Sáltese lo de «estimados señores» y vaya al grano —le respondió, mientras le acercaba el papel que empuñaba en la mano izquierda.

Fue en ese momento cuando Emilio Ruiz, que había conseguido mantenerse al margen de la situación, tuvo al jefe ante su mesa y observó que la hoja que aferraba semienrollada en el puño lucía el relieve de un membrete. Ese nimio detalle le dio muy mala espina, porque nadie personalizaba así su papelería a no ser que tuviese dinero y vanidad suficientes para permitirse tal ostentación. Y el sobre, que viajaba en la otra mano, venía con matasellos del servicio aéreo, algo que, a su juicio, sólo podía presagiar un bombardeo. Demasiadas complicaciones para la hora que era. En realidad, él se había quedado allí esperando el momento en que el periódico quedase despejado para dedicarle una nueva intentona a Visi, la secretaria que atendía en la puerta. No había que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que su novio, un viajante de jabones de probada labia, había dejado de venir a buscarla hacía varias semanas, lo que le abría a Emilio unas apasionantes perspectivas. De hecho, se asomó por la puerta para comprobar que ella aún seguía en su puesto. Para entonces, González ya se había leído media carta y, antes de terminarla, comenzó a interpretar su contenido.

—Es de una librería de Londres: Maggs Bross. Nos piden que seamos más cuidadosos con lo que publicamos…

—¡Claro, González! —le espetó con sorna el jefe—, a ver si ahora nos van a descubrir los ingleses que el periódico sale de milagro. ¡Como si en la prensa de este país no tuviésemos bastante con las amenazas de la censura, los cierres, las suspensiones, los secuestros, las intervenciones… Sólo nos faltaba una flemática advertencia inglesa!

Abelardo González volvió a agachar la mirada para posarla sobre el papel. Entonces la rotativa alcanzó la velocidad de crucero y a los pocos segundos era un tren desbocado en medio de un túnel. El traductor ocasional se vio obligado a hablar más fuerte, tan fuerte como no recordaba haberlo hecho nunca. Ruiz escuchaba sin demasiado interés y vio cómo los del corrillo del fondo comenzaron a ponerse los abrigos y los sombreros respondiendo al tácito juego diario de «sarasa el último».

—Se refieren a una información que publicamos. Por lo visto no citamos a esta librería, que tuvo un… —el traductor ocasional dudó mientras buscaba una interpretación adecuada— un papel… primordial en la compra de un libro… —volvió a buscar palabras ajustadas al original, aunque esta vez no parecía encontrarlas—, ¡coño!, pues claro que se trataba de un libro importante, ¡como que era la Biblia!

¿La Biblia?, se preguntó Emilio. Hasta esa antigua revelación divina le parecía que había dejado de ser relevante en la sociedad, pero le sorprendió oír su nombre en aquella congregación de gentes de poca fe. El jefe reculó a la vez que adoptaba una pose pensativa.

—¿Será posible? ¿Qué os parece? Que no citamos a los archifamosos mercachifles de libros de Londres, que no hemos tenido la deferencia de ponerles un anuncio gratis en nuestro humilde periodicucho. ¡No te jode! —fue su avinagrada despedida, antes de regresar a su despacho entre un nuevo estrépito de vidrios cimbreantes al cerrar la puerta.

Pasado el vendaval, Emilio creyó recordar una crónica que podría dar sentido a aquella escena: la que había publicado hacía algunos días la corresponsal Irene de Falcón sobre la llegada a Londres de una Biblia del siglo
IV
que había despertado gran expectación. Comentaba Irene que el gobierno inglés se la había comprado a los rusos a cambio de una millonada, y que esperaba recuperar el dinero gracias a los donativos de los visitantes del Museo Británico, una colecta cuyos resultados no estaban todavía garantizados. Sí, algo así decía aquella crónica. Y, entonces, ¿a qué venía tanto revuelo, si ni siquiera habían recaudado el dinero? Los ingleses le parecieron a Emilio demasiado tiquismiquis para sus cosas.

Mientras intentaba completar mentalmente aquella descripción que hizo Irene de Falcón de las largas colas de londinenses que esperaban ver la Biblia en el sacrosanto Museo Británico, el censor llegó a la redacción. Poco le importaba a aquel hombre, desmesuradamente alto y corpulento pero de ademanes inofensivos, lo que se cocía allí redacción. Lo suyo era revisar las planchas por si encontraba alguna noticia inoportuna que fuese necesario «tachar» antes de que se deslizase sobre el papel. El resultado de su monótono trabajo era una censura «blanca», un espacio sin letras en medio del periódico que, en el fondo, proporcionaba más impacto en el lector que la propia noticia que había desaparecido.

—O sea, que los hermanos Marx… —dijo intencionadamente el periodista taurino— quieren que contemos a nuestros lectores que existen. Pues si esperan vender un libro por estos pagos, van aviados —bromeó.

—No te pases —le reconvino Emilio Ruiz, que empezaba a inquietarse ante la posibilidad de perder de vista a la recepcionista—. Libros se venden, aunque sea a plazos. Esto os puede sonar a chufla, pero estamos hablando del Códex Sinaiticus, ¿a que dicho así parece más pomposo? Se trata de un documento de gran valor, según contaba Irene el otro día.

Ante ese comentario, el funcionario puso cara de verdadero censor y repartió miradas inquisitoriales entre los periodistas. Llevaba meses ensayando cada mañana ese gesto penetrante, la mirada de la amenaza, la expresión del poder que en cualquier momento podía administrar a su antojo para hacer desaparecer informaciones sobre los monárquicos, sobre los comunistas, sobre los desmanes de la izquierda, sobre aquello que tanto gustaba de leer la gente que nunca se conformaba con la cartelera de teatros y la información bursátil. Y, por fin, esa expresión le había salido, por lo que se propuso sostenerla un rato.

—¿A qué libro os estáis refiriendo? —preguntó.

—Tranquilo, Marcial, se trata de unos libreros británicos que reclamaban no sé qué sobre esa Biblia. No te preocupes, no vamos a publicar nada sobre el tema. De hecho, la carta ya está en la papelera; es decir, el asunto queda archivado —dijo Ruiz mientras se ajustaba la corbata, y a continuación se levantó en busca de su trinchera y su bufanda blanca.

—Bien, pues si no os importa me quedaré un rato por aquí hasta que pueda hojear el primer ejemplar del periódico, a ver si todo está en orden.

—No te esfuerces demasiado, que esto no es un libelo revolucionario. No te vamos a dar ni la más mínima oportunidad de justificar tu puesto. Es una lástima, pero ve pensando en otro trabajo porque el de tachar noticias se agota —bromeó Emilio, a modo de despedida.

Desde su puesto en la recepción, Visi combinaba coquetas despedidas a los más perezosos de
La Voz
con halagüeños saludos a los más madrugadores de
El Sol
. Ella era la puerta giratoria del periodismo que nunca duerme. A su lado, su amiga Juani, la telefonista, intentaba apaciguar a un suscriptor de provincias cansado de que el periódico le llegase demasiado tarde.

—Usted no se preocupe, la Liga la va a ganar el Madrid, se entere usted el martes o el miércoles siguiente —le decía Juani mientras intercambiaba cables en aquel gran panel agujereado que servía para comunicar las voces de las personas con las orejas correspondientes.

Juani tapó el micrófono con la mano derecha y con la otra hizo gestos a Ruiz para que se acercase.

—Emilio —le susurró mientras seguía escuchando por el auricular—, a ver si un día de éstos me invitas al baile, que he oído verdaderas maravillas sobre el movimiento de tus tobillos.

—Habladurías. El único paso de baile que practico es el
agarrao
, y no sé si tú estarás preparada para una experiencia tan indecorosa.

En realidad, él sólo quería escabullirse de las redes de la Juani porque de todos en la redacción era sabido que su único fin en la vida era encontrar un buen novio y contraer matrimonio con él en la capilla del Cristo de Medinaceli, al que toda su familia rendía devoción. El periodista pensó en la sobria e inmóvil pose vertical que suponía una ceremonia así y concluyó que, a su edad, eran preferibles posiciones más dadas a la horizontalidad y al movimiento, si era posible.

—Seré tuyo algún día, Juani; cuando me consigas una conferencia con el alcalde de Nueva York para preguntarle por su nueva amante. A ver si así me facilitas el salto a la redacción de Internacional, que hoy he descubierto que no domino el inglés.

—A mí, con tal de que domines el fox-trot, te pongo una conferencia hasta con el gran emperador de Japón. Tú llévame al baile del Círculo Mercantil, que tengo un amigo con mano en la puerta que nos puede colar.

—No me tientes, bonita, que me llevas por el camino de la perdición… De la perdición conyugal, se sobrentiende —terminó Emilio con una sonrisa complaciente.

Al ver que Juani volvía a concentrarse en su llamada y que el auricular la obligaba a aislarse de su entorno, Emilio se colocó ante el mostrador de Visi y se quedó mirando el caracol de cabello negro que oscilaba suspendido sobre su frente, el único reducto insurgente de una melena apresada por un elegante moño. Al periodista le pareció muy atractiva.

—Que no se entere tu amiga, pero a ti te llevo al baile cuando te apetezca —le confesó.

—De los bailes que tú frecuentas, yo huyo.

—Pues no sabes lo que te pierdes —apostilló el periodista, que comenzó a sentir mordisqueado su orgullo.

—Por lo que me han dicho, no gran cosa.

La joven daba patentes muestras de conocer las armas defensivas del arte del cortejo, pero Emilio no claudicó.

—Algún día no podrás vivir sin mí. Dile a tu novio que hoy haces horas extras y vámonos al Capitol a ver una de amor.

—No, que en la oscuridad soy muy vulnerable —le tentó ella con picardía—, pero no ha estado mal el intento; si utilizas esas lisonjas con la Juani, puede que acabe en tu regazo.

—Sería agraviarte, ¡volver de rodillas a buscarte tras dejar roto el corazón de tu amiga!

—¡Anda, caradura! —le recriminó Visi mientras salía del mostrador para atender a unos recién llegados.

Lo cierto era que a Visi no le desagradaban ni el carácter ni el físico de Emilio. Aunque no era una hermosura, sí daba la talla para que cualquiera de sus hermanas, muy dadas al celestineo, le considerasen «un hombre apuesto y limpio». Pero esas dos cualidades, unidas al aroma a perfumes masculinos que desprendía, solían acarrear más problemas sentimentales a las damas que los feos y desaseados.

Convencido de que no había más tela que cortar, el redactor dio por terminada aquella misión exploratoria en territorio femenino. Ya tendría otra oportunidad. Tal vez lo de la desaparición del viajante de jabones era un bulo alimentado por sus compañeros, tan propensos a las hablillas cuando se trataba de los novios de las demás. Para una turba de reporteros en constante celo, los novios de las jóvenes bonitas se dividían en dos únicas categorías: los que no cumplían con ellas y los que las iban a dejar. O sea, que el camino siempre estaba abierto, tan sólo era necesario apartar alguna maleza.

Emilio había olvidado su libreta en la redacción. Volvió para recogerla, pero desde la distancia advirtió que una extraña forma se había situado en la esquina más lejana. Las luces comenzaban a perder terreno y no podía distinguir en qué consistía aquella masa humanoide encorvada, aunque cuando se levantó, se dio cuenta de que se trataba del censor. Y estaba hurgando en la papelera. Cada vez con más claridad, Emilio pudo ver que Marcial intentaba alisar un folio que acababa de recoger del cesto de los papeles. No cabía duda: aquélla era la carta que el jefe había tirado. Pero ¿qué interés podría tener esa misiva para un funcionario del gobierno cuya única rutina consistía en eliminar cualquier rastro de aquello que los prohombres del país consideraban «nocivo para el republicanismo y sus nobles fines»? El censor dobló el papel y se lo metió en el bolsillo del abrigo. No había visto a Emilio, por lo que éste siguió aproximándose hasta que el saludo se hizo inevitable.

—Marcial, ¿todavía por aquí?

—Sí —respondió sobresaltado. La mirada inquisidora de antes se había trastocado en una expresión de disimulo—. Es que me había dejado el paraguas allí, en la papelera, y con la aguanieve que ha estado cayendo esta tarde, será mejor no olvidarlo.

—Ya —le contestó Emilio—. Además, aquí siempre habrá una mano necesitada dispuesta a «descuidar» el paraguas de otro; o sea, que procura agarrarlo con fuerza.

Mientras Marcial comenzaba a descender por la escalera en dirección a la rotativa, Emilio se seguía preguntando por qué el censor había cogido aquel papel. ¿Para qué querría la carta un hombre tan gris?

En medio de estas cavilaciones apareció Carrerilla, tan oportuno como siempre. Miguelito
Carrerilla
era el mejor voceador de periódicos del centro de Madrid. Sus hazañas eran muy renombradas entre los compañeros del gremio. Había conseguido colocar veinte manos de veinticinco ejemplares en una sola tarde, y sin el atractivo que suponía el lucimiento en portada de alguna señorita espléndida, como era costumbre del diario. Aquella mañana se había celebrado Consejo de Ministros y las prosaicas declaraciones de los gobernantes habían empujado a las «bellezas de Europa» fuera de la portada. Carrerilla tenía una habilidad genial para mejorar los titulares del periódico cada vez que salía a las calles a pregonarlos. Era capaz de convertir a los protagonistas del momento político en personajes de novela, de transformar una vulgar pendencia en el más disputado combate del Price, de dar consuelo al aficionado del equipo perdedor con la excusa del mal arbitraje o de prometer el disfrute de una película de estreno cuando en realidad sólo se ofrecía un fotograma sin demasiada definición. Ése era Carrerilla en acción, un chico que tan sólo presentaba una traba para ser el mejor en su género: los trece años que acababa de cumplir y que le impedían ser asalariado. Tenía que conformarse con trabajar a comisión por cada mano vendida, como hacían otros buscavidas de Madrid, la mayoría de menos fiar.

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