Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Carrerilla, te tengo dicho que en invierno vengas de largo. Esos pantalones cortos son para el verano —le reprendió Emilio, adoptando un aire de hermano mayor.
—Emilio, ya sabes que con las piernas al aire corro sin hacerme rozaduras y que, además, yo nunca tengo frío.
Sabía perfectamente lo que Carrerilla pretendía en realidad al exhibir las rodillas: era un intento medio inconsciente de superar su cojera. Sólo mostrando al mundo aquel defecto se sentía bien. Una mala caída cuando intentaba viajar de balde en el tope del tranvía le había partido el peroné izquierdo. «¡Llévenlo a la Casa de Socorro, que alguien llame un taxi!», gritaban algunas señoras, apiadadas de la cara lívida del chiquillo, que se resistía a hacer la menor mueca de dolor. Pero un transeúnte, arrastrado por la buena voluntad en lugar del sano juicio, lo entablilló de mala manera y lo subió al carro de un botijero al que dio un duro con el encargo de que llevase al niño hasta un curandero próximo. Allí se completó el estropicio. Al día siguiente, cuando enviaron a Emilio a cubrir el suceso, se acercó al humilde barrio de Carrerilla para conocer su versión de lo ocurrido y se hicieron amigos hasta donde pueden serlo un muchachito que por entonces acababa de cumplir once años y un hombre que casi podría ser su padre. En el fondo, el más joven era un dechado de experiencias callejeras y el curtido periodista solía comportarse como un chiquillo; o sea, que ambas existencias confluían en algún punto. Emilio le prometió buscarle un trabajo en cuanto se recuperase y ahí estaba ahora, esforzándose cada día para no defraudar a su bienhechor.
Cuando Emilio se sobrepuso a aquellos desagradables recuerdos sobre el episodio del tranvía, llamó a Carrerilla, que ya corría hacia el sótano por si comenzaban a salir de la plegadora los primeros periódicos recién hechos.
—Miguelito, ven aquí.
—Emilio…, ¿no es ya la hora de irte?
—Sí, pero escucha: tengo un encargo para ti. Marcial, el censor, está todavía dentro. No creo que tarde en salir. Necesito que lo sigas y que me cuentes adónde va esta noche. Por los periódicos no te preocupes, yo te pago los que queden sin vender.
—Vale, voy a ser su sombra.
A pesar de las instrucciones, Carrerilla cogió una mano de diarios por si acaso lograse colocarla en el camino de vuelta. A los pocos minutos, Marcial, que al chiquillo le parecía la viva imagen del púgil Primo Carnera, abandonaba el edificio tras despedirse lacónicamente de Visi.
En la escalera de entrada, Carrerilla miró al cielo y observó cómo se disipaba la primera bocanada de su propio vaho bajo un lienzo parduzco y desapacible. De las guirnaldas de carámbanos que había colgados de los aleros manaban frías gotas que iban en busca de algún cogote desprevenido o, si no acertaban, del suelo adoquinado de la calle de Larra. El chiquillo esperó a que Marcial ganase alguna distancia para comenzar a caminar. A los pocos metros, la gente que iba y venía por la calle de Fuencarral se convirtió en el camuflaje perfecto. El muchacho esquivaba el desfile de abrigos y gabanes intentando no perder de vista a aquel gigante que, aunque no aparentaba tener prisa, andaba con decisión. Al alcanzar la Gran Vía, vio a algunos de sus compañeros voceadores intentando captar la atención de los posibles simpatizantes de la prensa de partido. En la esquina que compartía a diario con otros vendedores empezaba a oírse el coro descompasado de nombres de políticos, de artistas de Hollywood, de campeones de frontón y de asesinos afamados, cada uno investido de sus hazañas o tropelías. Esperó junto a un quiosco hasta que Marcial cruzó la calle y después lo hizo él. En ese momento, el trole del tranvía que se aproximaba soltó un carraspeo seco y una descarga de chispas iluminó el empedrado. Carrerilla dio un involuntario brinco hacia atrás. Él no tenía miedo a nada, salvo a los tranvías, que prefería ver pasar a cierta distancia.
Ya del otro lado de la calle, el olor a café recién hecho y las conversaciones superficiales que procedían del interior de un bar le robaron la atención durante unos instantes. Al volver de nuevo la vista al frente, el gigantón ya enfilaba la calle de la Montera. Aquella mole desgarbada reaparecía al ritmo de los haces luminosos de los faroles. «Luz cenital, la que aplasta», recordó Miguelito, que siempre escuchaba con atención las lecciones improvisadas de Alfonso, el maestro de la fotografía que retrataba Madrid para
La Voz
; pero no le dio la impresión de que aquel hombretón se dejase aplastar por un haz de luz.
Por fin, en la Puerta del Sol, Marcial se acercó al Ministerio de la Gobernación, cuyas respetables dimensiones no desentonaban con el conjunto elegante y equilibrado de la plaza, aunque parecía algo más tieso y castrense. Allí se detuvo para comprobar el contenido de sus bolsillos. Entonces Miguelito observó movimiento de señorones en las puertas del café de Pombo, a la entrada de la calle de Carretas. Seguro que estaban por allí algunos de los «doctores» que pululaban por
El Sol
, los que animaban las tertulias más selectas de la capital. Los compañeros de
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hablaban muy mal de aquel «café de los cagones», en el que las diarreas eran frecuentes debido a algunos brebajes elaborados con dudosos ingredientes. Sin embargo, Emilio le había relatado que las víctimas de las descomposiciones frecuentaban las tabernas de calle abajo, donde trabajaban las señoritas de las ligas ajustadas al muslo, siempre prestas a transmitir alguna dolencia a los clientes, fuese de carácter nervioso, venéreo o estomacal. Y todo por el mismo precio.
El censor volvió a desplegar la carta y, cerciorado de que aquello era lo que necesitaba, se identificó ante los guardias. Carrerilla lo vio desaparecer puertas adentro, difuminado entre otra bocanada de vaho que subía ante sus ojos. Los caballos de los guardias también resoplaban vapor mientras bailaban pasos laterales de claqué sobre el suelo satinado.
Carrerilla se detuvo unos instantes, pero su compromiso con Emilio disipó cualquier tipo de duda y, fajo de periódicos en mano, se aproximó a las puertas del ministerio con intención de colarse. Cuando un policía le dio el alto, el niño se hizo más niño para camelárselo.
—Tengo el recado de traer periódicos al ministro, ¿puedo entrar?
—¡Un momento, mozalbete! Quédate donde estás, que voy a preguntar.
—Oiga, no soy un delincuente, dejo los periódicos en el mostrador y me marcho. Por lo visto se trata de un encargo personal del señor ministro, que necesita leer algo que publicamos hoy. Es lo que me han dicho en
La Voz
.
—Si no te importa, se los llevo yo.
—Ya, y que mañana me despidan por no haber hecho bien mi trabajo. Sea usted comprensivo, tengo mis instrucciones.
—Está bien, pero te acompaño.
El policía hizo una señal a su pareja, palpó los periódicos, cacheó al muchacho y lo abrazó por los hombros mientras caminaban hacia el interior.
En el mostrador, delante de ellos pero mucho más arriba, estaba la cabeza de Marcial, que daba explicaciones al ordenanza.
—Necesito hacerle llegar este papel al ministro; si puede ser, en persona.
—Lo sentimos, pero no sabemos si hoy volverá. Además, hay que pedir audiencia —respondió el funcionario, con gesto desdeñoso.
—Pues déjeme un sobre y certifíqueme por escrito que lo he entregado —insistió el censor.
—Oiga, no estamos aquí para hacer de carteros.
—Mire, en realidad es un asunto del máximo interés para el señor Rico Avello. Es muy importante que le haga llegar este papel.
—Está bien —cedió el ordenanza ante la posibilidad de que su negativa acabase en una bronca del ministro si en realidad se trataba de un asunto tan relevante como decía aquel hombre—, métalo en este sobre.
Marcial lo cogió, garabateó unas palabras en el anverso e introdujo con cuidado la carta de los libreros británicos antes de pedir que lacrasen la solapa.
—Entonces, ¿no me da el certificado?
—No se preocupe, hombre, entregaré la carta al secretario personal del ministro en cuanto lo vea —fue la última respuesta del funcionario antes de dejar el sobre en una bandeja metálica.
En ese momento, al empleado del ministerio se le escapó una ojeada indiscreta que le permitió leer lo que aquel hombretón acababa de escribir con una caligrafía descuidada: «Alto secreto». Sería por su estatura, pensó. La segunda línea decía «Aleph».
Carrerilla no había perdido detalle de aquel diálogo. Como era su turno, anunció que dejaba un periódico para el ministro y otro para su secretario.
—Son gratis, gentileza de la casa —añadió para hacerse el inocente. Sin más, salió con el policía al encuentro del barullo madrileño.
Misión cumplida. Después de la apresurada caminata, agradeció que su perseguido no hubiese elegido un destino más alejado, pues no estaba la noche para paseos. El viento trajo remolinos de culebras congeladas que se colaron por las perneras de su gastado pantaloncillo de paño.
De regreso, el pequeño Miguel se dedicó a ofrecer a voces el periódico a aquellos con los que se cruzaba. Se sabía adentrado en territorio enemigo desde que había abandonado Fuencarral, sus confluencias y la acera izquierda de la Gran Vía. No estaba en las calles que tenía asignadas ni en el puesto que constituía su hábitat, pero la rapidez con la que había llegado hasta la Puerta del Sol —cuyo reloj le había proporcionado la hora a base de campanadas agudas y certeras— le garantizaba algunos minutos de ventaja sobre sus compañeros, que estarían saliendo en ese momento del periódico. No creía que el inspector de vendedores de
La Voz
estuviese ya de servicio y tampoco pensaba estrujarle demasiado la cartera a Emilio, a quien aquel encargo tan sólo le costaría una pequeña propina. Al llegar a la Gran Vía se topó de nuevo con su amigo periodista, que le habló desde detrás de su bufanda blanca.
—Carrerilla, ¿ya estás de vuelta?
—Sí, Emilio —contestó agitado—, y no te vas a creer lo que ha hecho el censor.
—Venga, dispara, no me tengas en ascuas.
—Ha ido al Ministerio de la Gobernación.
¡Nada menos que a Gobernación, «la sede de las porras»! Allí residía el verdadero poder republicano —con el permiso del Ejército y de la Iglesia—, los que mandaban en policías, en guardias, en vigilantes y en todo aquel que portase una pistola de forma legal. A Emilio le pareció un destino muy importante para una carta tan intrascendente.
—¿Y qué ha hecho? —acertó a preguntar.
—Habló con un señor que le dio un sobre.
¡Movimiento de sobres! Aquello le gustaba a Emilio: en Madrid todo se podía conseguir gracias a un sobre debidamente acolchado con billetes.
—Y, entonces, Marcial metió en el sobre un papel que llevaba en el bolsillo y se lo devolvió para que se lo diese al ministro.
—¿A Rico Avello?
La intriga se volvió entonces confusión. ¿Para qué querría la carta de los ingleses un ministro que, según los chismorreos de las Cortes, estaba a punto de abandonar su puesto para hacerse cargo del Alto Comisariado del protectorado marroquí? Aquel hombre de confianza del presidente Lerroux le parecía al periodista una mera pieza de recambio dentro de un gobierno precario de derechas «que intentaba reconducir el país por la senda del orden decimonónico», como denunciaban diariamente sus opositores. Extrañado, al redactor se le ocurrió que el verdadero interés podría estar oculto en el texto de la carta. Tal vez se tratase de un mensaje cifrado por los servicios secretos del emperador Jorge V. Acaso fuese la invitación al gobierno español para que entrara a formar parte de una alianza internacional contra la Rusia revolucionaria, o puede que contuviese alguna advertencia en clave sobre un golpe de Estado venidero. Ojalá hubiera recogido él mismo la carta, porque quizá habría sido su pasaporte al éxito periodístico, pero ahora ya era tarde.
—Ten, para los periódicos —le dijo al chico mientras sacaba algunas monedas de su bolsillo.
—Gracias, pero éstos te los perdono. Me gusta hacer de espía.
Una tropa de guardias de Asalto tapizó las paredes del recibidor del Ministerio de la Gobernación. El ministro estaba a punto de llegar. Cuando entró, blindado por una generosa escolta, dio las buenas tardes y pasó ante el mostrador con más prisas que boato. El secretario intentaba seguir sus pasos arrastrando en la mano derecha una voluminosa cartera de piel que bien merecía una carretilla para poderla trasladar detrás de un ministro tan veloz.
—¡Señor secretario! Acaban de dejar un par de recados —le advirtió el ordenanza.
—¿A estas horas? Veamos qué es eso tan urgente… Como comprenderá, se hace tarde.
—Mire: dos ejemplares de
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. Por lo visto los ha encargado el señor ministro, y esta carta la ha traído un censor.
El secretario intentó elevar la cartera hasta el mostrador para liberar su mano derecha, pero no pudo levantarla. Tras posarla en el suelo con resignación, revisó en primer lugar el sobre y se fijó en la leyenda que había escrito Marcial.
—¡Me cago en la puta!
Sin abrirlo, corrió por el pasillo por donde acababa de desaparecer su superior mientras sus acompañantes recogían apresuradamente la cartera y los periódicos.
—¡Don Manuel! Hay noticias de Aleph.
—¿De qué? —preguntó extrañado Rico Avello mientras se giraba hacia el secretario.
—De la Biblia rusa.
El aspecto afable del ministro se mudó en un semblante turbado.
—¡Rápido, vamos a mi despacho! Hay que abrir un expediente… Y llame a casa: hoy saldremos tarde.
E
n la oscuridad, Constantino von Tischendorf alzó el cigarrillo con la mano hasta alinearlo entre su rostro y una distante zarza. Una ráfaga de viento hizo crepitar la brasa, lo que le permitió recrear mejor la escena de la Biblia en la que, allí mismo, Dios se manifestó a Moisés en forma de fuego. A esa hora comenzaban a repicar las campanas de metal y madera del monasterio ortodoxo de Santa Catalina, en el monte Sinaí. De repente, algo que rozó su pierna le sobresaltó. Se trataba tan sólo de uno de los muchos gatos que deambulaban por allí en busca de alimento. Era la noche despejada, pero sin luna, del viernes 4 de febrero de 1859.
No había podido dormir nada y fumar al fresco le ayudaba a sobrellevar la vigilia y a contener las emociones mientras miraba hacia el adarve de las murallas que protegían el monasterio. Permanecía sentado en la escalera de madera que daba acceso a la celda donde se suponía que tenía que estar durmiendo. Iluminó su reloj de bolsillo con la débil luz de la lumbre del cigarrillo. Marcaba las cuatro y media de la madrugada. Para calmar la ansiedad rezó y dio gracias a Dios por haberle ayudado a volver allí por tercera vez, por haberle elegido. El sueño de cualquier historiador cristiano era poder viajar en el tiempo y ser testigo de la vida del hijo de Dios en la Tierra, para luego volver al presente y contársela a los demás. A él le habían concedido una oportunidad similar: conocería sus enseñanzas sin alteraciones a través del testimonio escrito de los apóstoles más cercanos a los tiempos en los que Jesús vivió entre los hombres.