Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Así que el barbero de mayor destreza de Madrid se rinde de nuevo ante la tecnología diseñada para el afeitado del hombre moderno —dijo el alemán, mientras buscaba en su maletín—. ¡Qué tiempos aquellos, cuando me comprabas asentadores, brochas y tazones para el jabón! ¿Ya no recurres a tu dócil navaja?
—El pulso ya no es el mismo. ¿Tienes algo más que ofrecerme? Me refiero a algo de contrabando, claro.
—Unas revistas sicalípticas, pero son para el público infantil, y un frasco de hierbas afrodisíacas traídas de la India.
—¿Las has probado?
—¡Si alguna me diese la menor oportunidad…!
—Pues sin probar no compro, no vaya a ser que acaben siendo laxantes o algo peor.
—Si así fuese, al menos tendrían algún efecto. Sería cuestión de cambiar el anuncio y pregonar sus virtudes licuefacientes. Toma, tus cuchillas. También están sin probar, por si te interesa saberlo. Son dos pesetas.
—¡Hazme precio! Soy cliente habitual.
—Y yo un comerciante honrado, ¡no te digo!
Ni una cosa ni la otra eran ciertas del todo, o sea, que el trato se cerró cordialmente en una peseta y media. Allí, en medio de la plaza, parecía observar la transacción la mismísima diosa Cibeles, desde su carruaje mal aparcado.
Aún estaba a tiempo de pasar por la Dirección General de Seguridad, en la calle de Victor Hugo, y recoger los partes de los sucesos del día anterior para ver qué había de utilidad para el periódico, aunque en seguida se hizo a la idea de que uno de los informes policiales tendría que referirse necesariamente a la muerte de Van Raders. Al menos, el privilegio de tener acceso al resumen de lo ocurrido le daría ventaja si algún indicio o testigo pudiese salpicarle a él.
Los guardias lo pararon a la puerta. Mostró su placa de periodista, luego su carnet, pero nones. Observó entonces que varios de sus colegas charlaban en un rincón, apoyados en la fachada, y se aproximó para preguntarles a qué se debía aquel tapón.
—¿Qué pasa? ¿Estamos acusados de algo?
—Alguien ha dado las órdenes —le respondió el compañero del diario
Informaciones
—. Hay una alerta porque han descubierto un complot para matar al ministro, pero no sabemos nada más. Para colmo, el Tortas traía una charrasca escondida en el abrigo.
—Ya os he dicho que no estaba escondida —aclaró el aludido—, es una «albaceteña» que uso para la merienda. El jamón de casa empieza a estar demasiado seco y hay que despedazarlo bien. Ya os traeré un poco algún día para que lo probéis.
—Mejor reparte el tabaco —propuso el de
Informaciones
—. ¿No llevarás también un cartucho de dinamita para encender los cigarrillos?
—¡Pues vamos listos! —lamentó Emilio—. No creo que nos vayan a traer los partes aquí. Y del complot contra el ministro, ¿no se sabe nada más?
—No dicen ni pío. Fíjate, el pobre está a punto de abandonar la poltrona y aun así le querían dar matarile —comentó otro de los compañeros.
Emilio volvió a dirigirse a los guardias, que se estaban ganando a pulso un puesto de estatua conmemorativa a las puertas de aquel zaguán.
—Hagan venir al director o al subdirector —les rogó—. Tenemos que entrar a trabajar.
Aquellos hombres seguían respirando bajo las gorras de plato. Su aliento constituía la única muestra perceptible de que se trataba de seres vivos. Por fin, el subdirector entreabrió la puerta de entrada y mandó pasar a los periodistas.
—A ver, de uno en uno y minuciosamente registrados —ordenó a los guardias.
—Don Julián, que ya somos como de la casa —le dijo el Tortas.
—Por eso precisamente, porque en esta casa desaparecen cosas cada día y me da que se trata de alguien de dentro. Y tú ya me explicarás lo de la navaja, que la tenemos requisada. Le vamos a sacar las huellas.
—A ver si las de los pies, que me corto las uñas con ella —respondió el periodista.
—¡Animal! —fue el calificativo menos grueso que le dedicaron sus compañeros.
El subdirector les pidió que se sentasen en una pequeña sala en la que todos los días «les daba de comer». Cual si se tratase de raciones de pienso, dispersaba los informes entre los redactores para que tomasen las notas que considerasen oportunas. No era raro que alguno de ellos intentase sisar los partes de contenido más tremebundo para evitar que llegasen a manos de sus compañeros, de modo que el subdirector los contaba mentalmente mientras hacía el reparto. Ese día, el menú estaba compuesto de algunos asaltos, la detención de tres maleantes, un par de sentencias del Tribunal de Urgencia referentes a disturbios callejeros y la misteriosa muerte de un marchante con una arma de fuego antigua. Emilio Ruiz dejó que los documentos corriesen de mano en mano a la espera de que el correspondiente a la muerte del anticuario alcanzase la suya.
—Don Julián, y del complot para acabar con Rico Avello, ¿no nos cuenta nada? —preguntó uno de los congregados.
—Sólo hay algunos indicios. No son lo suficientemente fiables como para construir una noticia. Ustedes son profesionales, no querrán que sus lectores se conformen con chismorreos que luego tendrán que desmentir.
—Pero ¿quiénes son los sospechosos?, ¿monárquicos?, ¿anarquistas?, ¿comunistas?, ¿fascistas?, ¿delincuentes comunes?…
—Les he dicho que no hay más que algunos endebles indicios, ni siquiera hemos podido tomar declaración a los sospechosos. Puede que todo esto se quede en nada. Les pediría que no se les ocurra la infeliz idea de publicarlo.
El parte de la muerte de Van Raders llegó por fin hasta Emilio. Era una copia en papel carbón con escaso respeto a los márgenes de las casillas. Antes de devolverlo a la ronda, tuvo tiempo para leer algunos detalles sin levantar demasiadas suspicacias.
El nombre, la dirección y la filiación del interfecto ya los conocía. El hecho de que la muerte se hubiese producido por efecto de un disparo de pistola se lo figuraba. Había tan sólo orificio de entrada en la fosa temporal derecha, lo que hacía suponer, a la espera de la autopsia, que la bala se quedó alojada en la masa cerebral. Le sorprendió que el disparo procediese de una arma del siglo anterior: una diminuta Remington Double-Derringer con cachas de madreperla, algo que, a juicio de los policías asignados al caso, apuntaba a la hipótesis de que el anciano hubiese elegido una de sus reliquias en venta para quitarse de en medio en algún arrebato de desesperación o angustia que lo hubiese abocado al suicidio. Cabía contemplar esa posibilidad, ya que no se había echado en falta ningún objeto valioso, pero el testimonio de la esposa era relevante para sostener la tesis del asesinato, puesto que oyó ruidos en casa y escuchó a su marido manteniendo una conversación con algún invitado. Cuando Emilio comenzaba a sentirse aliviado por no aparecer en aquel oficinesco relato policial, reparó en que el último párrafo hablaba de la mujer que, desde un bar, había visto pasar por allí a un señor joven con bufanda y gabardina. Desgraciadamente para el periodista, nadie había visto al hombre cuya silueta salió escopetada del edificio justo después del tiro.
Emilio se fue con el titular preparado: «La policía descubre a tiempo un complot para matar al ministro de la Gobernación». Lo mejor sería el antetítulo, esa corona que había perfeccionado con el paso de los años hasta el punto de ser más aclaratoria que el propio texto en el que se informaba de la noticia. En él, presidiendo las demás letras, pondría: «Está vivito y coleando». Lo primero, porque la policía había conseguido abortar la conspiración, y lo segundo, porque resultaba muy expresivo a la hora de hablar de un ministro que estaba a punto de dejar el cargo: «coleando» como las truchas cuando salen del río prendidas de un anzuelo para acabar en la cesta que será su ataúd. Suponía que muchos de sus lectores ni se fijarían en la ocurrencia, pero seguro que sus jefes sí. Esa providencial intentona de liquidar a un hombre del gobierno le permitiría además relegar el fallecimiento de Van Raders a un segundo plano. Cuanto menos escándalo en torno a esa turbia muerte, mejor para él.
Miró a su alrededor y etiquetó a sus compañeros con cada uno de los titulares que encabezarían sus respectivas noticias de mañana. Uno le pareció tan ramplón como «El ministro, a salvo», otro respondía a «Los revolucionarios de siempre intentan convertir en mártir de la República a Rico Avello», el de más allá tenía cara de «La ejemplar eficacia policial impide a los terroristas tirotear al ministro de Gobernación» y el de la estilográfica, duro de mollera, escribiría «Asaltan un comercio y se llevan una tinaja de aceite». Vamos, que ninguno diría mentira ni se atendría a la verdad, pero todos cumplirían dignamente con el papel asignado por sus lectores.
Doña Patro había salido a hacer la compra. Luis, sin embargo, ya había regresado de su trabajo en una fábrica de refrescos. A Emilio, que el hijo de Patrocinio manejase medidas y probetas, aunque fuese para conseguir meros efectos espumosos, le parecía una peligrosa invitación al estallido de algo.
—Vengo a verte porque tienes a tu madre muy preocupada —advirtió a aquel joven que no se había quitado el mono ni la gorra flexible, a pesar de adoptar ya una actitud hogareña, sentado en una silla de la cocina.
—¿Mi madre? Ésa ya nació preocupada.
—Luis, que nos conocemos desde que te afeité el primer bigotito. Que te hayas hecho anarquista no te da derecho…
—¡Joder, lo que me faltaba, un padre en casa! —bufó—. Nunca he estado seguro de haberlo tenido y ahora viene Emilio a hacerse con el puesto.
—Escucha, insensato. No me voy a andar con especulaciones sobre paternidades que no son de mi incumbencia. Todos en la corrala conocen tus inclinaciones políticas…
—Perdón, ¿has dicho políticas? Yo desprecio ese concepto. Los políticos no son capaces de dar solución a unos problemas que se han enquistado en esta sociedad. Son los primeros que sobran en esta desdichada manada humana llamada España, una recua predestinada a vivir bajo el sometimiento cruel de su yugo histórico.
—A mí no me vengas con el discurso del domingo y explícame lo de las bombas que escondes en la bodega —le cortó en seco.
Luis se replegó. Aunque sospechaba que aquella vecindad espiaba todos sus movimientos, las actividades subterráneas debían permanecer en secreto. Ésas eran las órdenes recibidas.
—Te diré una cosa. —Emilio continuó con su rapapolvo—: No quiero ser yo el periodista que venga a informar de que un polvorín oculto en una carbonera ha destrozado esta pacífica casa de Madrid. Y mucho menos que tenga que venir otro a informar porque a mí me pille dentro.
—Sólo son aparatos de «gimnasia revolucionaria».
—¡Pues que los guarde el entrenador en su puta casa! —reaccionó Emilio sin miramientos—. Si esto sigue así, se lo cuento a tu madre para que te eche a la calle a mendigar.
—Yo mendigo libertad, también para ti, Emilio, aunque no lo creas.
—Me parece que no creo en nada que a ti te preocupe. Dedícate a tu trabajo y hazte persona, que un día heredarás esta casa y no sabrás ni qué hacer con ella.
—¿Propiedad privada?, ¡propiedad volada! —sentenció Luis, desafiante, a la vez que unía y separaba los puños, como empujados por la fuerza invisible de una detonación.
—Me cagaría en tus ancestros si no respetase tanto a tu madre. Intenta dejarla vivir en paz.
—¡La paz, para los muertos!
—¡Y ahora me cago en las consignas! —concluyó un Emilio harto de hablar con aquella pared que sólo contestaba con pintadas.
Ya en el portal, el periodista se detuvo ante un cartelito que alguien había clavado con una chincheta:
Hermanos comuneros: En vista de los reiterados cortes del suministro acuífero de estas viviendas, debidos sin duda al descuido patronal, unido al desgobierno municipal, os emplazo a una huelga de pago de rentas a partir del próximo mes. Sin agua no hay siquiera pan; sin pan sólo nos quedan miseria y más opresión. ¡Rebélate!
Lo firmaba el Movimiento Anarcosindicalista Obrero de Chamberí, o sea, el hijo de su madre, Dios la guardase de sus maquinaciones.
El periódico era un cruce constante de personas sin rumbo aunque, en algunos momentos, los periodistas confluían en la redacción, los tipógrafos ante sus cajas de letras, los jefes en los despachos y los colaboradores mariposeaban en busca de conversación. Ese orden repentino en el mundo fue el que permitió a Emilio percatarse de que había un papel en su mesa que antes no estaba allí.
—Vaya, tenemos el día de papelitos —murmuró para sí.
Los bordes rasgados desvelaban la precipitación con la que había actuado el autor de aquella nota. Con mala caligrafía se leía: «Ten cuidado. Te buscan».
Aquellas dos frases le provocaron una subida de tensión, o lo que fuese aquel repentino rubor que se adueñó de sus mejillas. Sólo recordaba un episodio que podía desencadenar una advertencia así: la misteriosa muerte del anticuario. Ni amores desaconsejables, ni deudas, ni cohechos…, hasta había dejado de visitar el Shanghái, aquel viscoso fumadero de opio en el que, aunque no las mató, sí logró entumecer algunas penas antiguas. Ten cuidado, pero ¿con qué o con quién?
—Joaquín, ¿has visto quién ha dejado este papel en mi escritorio? ¿Ha venido alguien a verme?
—No, aquí sólo estamos los de costumbre. No he visto a nadie extraño.
El problema era que para Joaquín, visitante diario de palacio para recibir noticia directa del presidente, todo el mundo era próximo, o al menos conocido.
—Ahora que lo dices…, sí —reparó de repente—, vino el alemán. Traería algún encargo para alguien.
—¿El que vende cuchillas?
—Bueno, te diré que a mí me vende preservativos ingleses de látex —dijo, colocando su mano ante la boca para amortiguar y dirigir la voz hacia su interlocutor—, pero hay que tener cuidado con ellos: viajan en el mismo bolsillo que las cuchillas.
Emilio ya no prestaba atención. Sopesó la posibilidad de ir en busca del vendedor para que le explicase lo de la nota, pero sería difícil localizar a un ambulante que, como su propio oficio obligaba, cambiaba cada día de plaza o de calle. Eso, con la dificultad añadida de habérselo encontrado algunas horas antes, lo que aumentaba las probabilidades de no volver a verlo hasta dentro de una semana, en el mismo sitio.
Lo de escribir la noticia sobre el complot contra Rico Avello fue coser y cantar, pero tener que relatar un suceso que uno mismo había estado a punto de presenciar constituía una tarea mucho más delicada en la que tuvo que poner toda su profesionalidad para evitar cualquier desliz que pudiera desvelar que él disponía de datos que la policía desconocía. Finalmente, hizo lo que pudo para que su teclear convirtiera el cadáver del caserón de la calle Pelayo en un suicida chiflado.