Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Cuando hubo escrito sus noticias, y con la sensación de que no había sido demasiado infiel a sus lectores, se asomó a las puertas del periódico para disfrutar del aire nocturno. Dos sombreros con el ala volcada hacia el rostro escondían el semblante de los ocupantes de aquel automóvil que comenzó a desplazarse en busca del siguiente cruce, en el que desapareció como si se tratase de la fuga de una pareja furtiva de enamorados a la que hubiesen descubierto poniendo a prueba las ballestas del coche.
V
on Tischendorf volvió el domingo a la biblioteca para leer un rato más. Sacó de la estantería el paquete, lo depositó en la mesa, abrió la tela roja y desenvolvió las hojas con cuidado.
Había separado una pequeña nota que encontró la noche anterior en un pliegue de la seda. Era un papel moderno, reciente, con un breve texto que parecía ruso, «
», al que inicialmente no había dado excesiva importancia, atareado como estaba en descubrir qué contenía el códice. Al observarlo al contraluz de una lámpara descubrió que tenía un estampado casi imperceptible: una cruz ortodoxa de tres travesaños. Los papeles de buena calidad solían contar con una marca impresa al agua que identificaba a sus fabricantes o a sus dueños. El tradicional símbolo de ocho brazos tenía cruzados tres listones sobre el tablón vertical. El superior recordaba al rótulo que Pilatos mandó colocar en la cruz de Cristo con la inscripción «Jesús Nazareno, rey de los judíos». El de en medio servía, como el de la mayoría de las cruces, para representar el lugar en el que estaban las manos y brazos del Señor. El inferior era el más singular porque estaba inclinado: la parte que se elevaba hacia el cielo señalaba el camino que había tomado el ladrón bueno, compañero de crucifixión, mientras que la mitad que señalaba hacia abajo, en dirección al infierno, marcaba el destino del ladrón que no se había arrepentido. Era el signo más común y extendido de la Iglesia ortodoxa, a la que pertenecía el cenobio. En cualquier caso, un papel con marca de agua no era un papel cualquiera, y su origen debía de esconder algún significado relevante. En el monasterio no había visto ninguno así, ni siquiera entre los destinados a las autorizaciones. Aquél era un lugar demasiado humilde como para permitirse un material tan refinado.
Aunque seguía sin querer alertar a los hermanos, le podía la curiosidad. ¿De dónde habría salido aquella nota? ¿Sería de los propios monjes, o la habrían dejado allí otras personas que habían visto recientemente el códice? ¿La cruz sólo indicaba que era un papel oficial de la Iglesia ortodoxa o entrañaba otra lectura?
Llevado por su perfeccionismo, Von Tischendorf terminó otorgando la misma importancia a aquella nota que a las de los escribas originales que habían copiado el códice o a las de aquellos otros que habían realizado anotaciones en las hojas a lo largo de los siglos. Cualquier pista era importante para el estudio de una obra como aquélla. Quería saber todo lo posible sobre su trayectoria; y un apunte, aunque fuera reciente, era el cabo de un hilo del que tirar. Necesitaba a alguien que le pudiese traducir los caracteres cirílicos lo antes posible. Para empezar, debería preguntar al monje tesorero del convento que le había facilitado el libro. Tal vez la nota fuese suya.
Se levantó, apiló las hojas y las volvió a envolver en la tela. Guardó en el bolsillo el papel con la inscripción, apagó la lámpara y se dirigió a la puerta. Al abrirla, el viento la empujó con fuerza. La sujetó y cerró detrás de sí, sosteniendo firmemente el pomo hasta asegurarla para que no entrara más aire del debido. Se dirigió hacia los corrales, donde se encontró con Macarius, que daba de comer a unas cabras.
—Gracia y paz, Von Tischendorf —le saludó afable—. ¿Qué tal va con su lectura de la Biblia?
—Gracia y paz, hermano. Estoy leyendo mucho y he encontrado algo sobre lo que me gustaría preguntarle por si puede darme un poco de luz.
—Dígame, ¿en qué puedo ayudarle?
—Entre los pliegues de la tela y las hojas del manuscrito —buscó en el bolsillo— he encontrado este papel. ¿Sabe qué puede ser?
Macarius dudó un segundo. Miró discretamente hacia la puerta antes de contestar en voz baja.
—Yo soy un pobre monje, profesor. No creo que le sea de ninguna ayuda.
—No querría incomodarle. Usted ha sido la señal del Señor para que yo encontrara en Santa Catalina uno de los documentos más importantes de la cristiandad. Nada está más lejos de mi intención que molestarle, pero pensé que la nota podría ser suya y quería devolvérsela.
Macarius alargó la mano y cogió el papel para observarlo. Miró al trasluz y, más seguro, pero sin decir nada, se lo devolvió.
—¿Es suyo? —insistió Von Tischendorf.
—No. No es mío. Puede ser de cualquiera que leyera la Biblia. Algún apunte de un estudioso… Me gustaría no tener que hablar de ello, señor Von Tischendorf, porque yo sólo entiendo de mis cabras y de las compras que hago para el convento. Prefiero no confundirle con teorías que no tienen base. Esta comunidad es sencilla, pero como bien sabe, desde Justiniano a Napoleón, todo el mundo ha mostrado interés por nuestros tesoros, especialmente por los iconos y los libros. Usted no es la primera persona que pregunta por esa Biblia. Cualquiera hubiera podido dejarse un papel en el que estuviese haciendo anotaciones.
—Pero convendrá conmigo en que todo esto es muy extraño. La pasada semana, cuando yo buscaba el códice, Cirilo, el bibliotecario, creía que se había perdido y no sabía nada de su paradero. Era como si se hubiera desvanecido, pero de repente, de la forma más natural, usted me lo mostró; cosa que, por supuesto, le agradezco.
—Ya sabe, Constantino, que en un monasterio cada cual tiene una función que cumplir, con la que sirve a Dios y a su Iglesia. Cirilo ha envejecido. Ya era mayor cuando usted llegó aquí por primera vez. No se acordaría de que yo lo tenía, no le entendería… ¡Vaya usted a saber! Hágame caso: dé gracias al Señor por haber encontrado lo que buscaba y no se pierda en pequeños detalles que no tienen importancia.
—Pero, y le aseguro que no quiero importunarle, usted me acaba de decir que prefiere no hablar de ello y ahora, además, me asegura que no tiene importancia. No lo entiendo, hermano Macarius: o es importante, o no lo es —insistió el estudioso.
—Siento no poder explicarme mejor, Dios no me llamó por el camino de la oratoria. Seguro que no es tan relevante. No me tome la palabra, ya que sólo soy un monje que aprendió a leer en este convento. Será una nota olvidada por cualquiera de quienes han leído el libro en los últimos años. Usted tiene la Biblia que vino a buscar, olvídese del resto.
—¿Sabe qué dice esa anotación?
—No. Parece ruso.
Von Tischendorf se dio cuenta de que por aquella senda no había mucho recorrido, ya que el religioso ocultaba algo sobre lo que no estaba dispuesto a hablar. Cambió de tema para consultarle acerca del asunto que le tenía más preocupado antes de que la conversación se enquistase y le llevara a un callejón sin salida, además de granjearle un enemigo allí donde hasta ahora había tenido un cómplice.
—Hermano Macarius, como sabe vengo en nombre del zar Alejandro II, al que me gustaría llevarle, a modo de presente, este códice que hemos hallado. Así podremos divulgar a toda la humanidad la verdad de Jesucristo y los documentos históricos que la avalan en estos tiempos de dudas sobre nuestra Biblia. Me ayudaría saber cómo podría recompensarle a usted y al monasterio si accedieran a regalar el libro con el fin que le he dicho. Su majestad sería muy generoso con Santa Catalina.
—Querido profesor, si esas páginas son tan valiosas como usted dice, deberían seguir siendo propiedad del monasterio. No se pueden compensar con dinero ni regalos. Creo que ya tienen un buen dueño que ha sabido custodiarlas durante siglos. ¿Por qué tal cosa debería cambiar? —preguntó Macarius, receloso.
—Están usted y la hermandad en su derecho, pero le pediría que pensara en la importancia de difundir este descubrimiento. Los enemigos de la cristiandad acechan, empeñados en querer demostrar que Jesucristo ni siquiera existió, que la Biblia es una colección de antiguas historias distorsionadas por el tiempo. Los manuscritos que hemos encontrado demostrarán que no es así, que las Escrituras que nos legaron profetas y evangelistas son un relato cierto de la vida de Dios en la Tierra y de las desventuras del pueblo de Israel. Yo no puedo trabajar aquí sin materiales, sin ayuda. Necesitaría llevarme el escrito a un lugar con más medios, aunque sea como un préstamo. ¡Ayúdeme a hacerlo! —le rogó.
—Es usted una buena persona, Von Tischendorf. Muchos en esta casa le han conocido durante sus estancias anteriores y admiran lo que ha hecho por propagar la historia de la Biblia. Tiene usted mi palabra de que, si es con esos fines, le apoyaré para que el monasterio le preste el libro mientras usted hace sus gestiones y trabajos. Pero no es sólo mi decisión; han de compartirla el resto de los monjes.
El viento derribó un caldero y las cabras se asustaron. Macarius se apresuró a ponerlo en su sitio y a asegurar las ventanas para calmar al ganado.
—Tengo mucho trabajo y debo proseguir con él. Lea las Escrituras, escuche y admire la palabra de Dios y olvídese de la de los hombres.
Macarius se dio la vuelta y siguió colocando hierba en los pesebres. Von Tischendorf se encaminó a la biblioteca cubriéndose la cabeza con el brazo para resguardarse. El viento soplaba tan fuerte que levantaba remolinos de arena. Se sentía un poco más tranquilo al ver que Macarius había entendido su objetivo. Esperaba su apoyo para poder llevarse el libro.
Al llegar encontró al anciano Cirilo en la segunda habitación; estaba sentado ordenando unos manuscritos.
—Hermano, ¿tiene usted un minuto para hablar?
—Señor Von Tischendorf, ya sabe que lo que sobra en este monasterio es tiempo. —Sonrió complaciente—. ¿Busca confesión un hombre rodeado de Biblias, o sólo una plática?
—No es confesión, pero en la confianza que nos profesamos, la que hemos alimentado con tanto tiempo de cartas cruzadas, la que nos ayudó a encontrar hace años aquel primer conjunto de manuscritos de una Biblia que hoy ha llegado completa a nuestro poder, me gustaría que contestara con sinceridad a unas preguntas que me asaltan.
—No dé más rodeos, querido Constantino. Le he ayudado en todo lo que he podido desde que el Señor nos uniera en 1844, cuando encontramos juntos esas primeras hojas. Siempre he contestado a sus inquietudes. ¿Puede haber algo por lo que no me haya preguntado todavía?
—Llevábamos una semana buscando la Biblia sin que apareciera rastro de ella por ningún sitio. De repente, a un par de días de mi marcha, llega a mis manos de la manera más inocente e inesperada, tras ofrecerme el tesorero del convento leer un texto en griego que guardaba en su celda. Pasada la emoción de lo descubierto, las cosas se me hacen cada vez más extrañas. ¿Cómo es que no sabía usted que un libro de tamaño valor estaba en esa celda? ¿Por qué ningún otro de los monjes, conocedores de mis investigaciones, me alertó de que esa Biblia seguía entre estas paredes? ¿Por qué aparece en el último momento y llega a mí sin ningún obstáculo?
—Constantino, parece usted insinuar que escondo algo, y no es así. Le conté la historia, hasta donde sabía, en su anterior visita, y se la repetí hace unos días cuando llegó de nuevo a este humilde monasterio.
El monje se enderezó todo lo que le permitían sus vértebras para proseguir el relato.
—Años atrás, cuando usted y yo hallamos el primer grupo de manuscritos y me hizo ver su importancia, el monasterio fue muy generoso con su investigación y su descubrimiento. Le regalamos cuarenta y tres páginas, y nosotros conservamos las ochenta y seis restantes. Cuando se fue, todos los monjes empezamos a buscar por el recinto el resto del códice, y el sacristán, Skevophylax Vitalios, en un desván, entre el polvo de unos cuantos muebles antiguos de la iglesia, encontró otro fajo con todo lo que faltaba de aquellas Sagradas Escrituras. Eran el doble de hojas de las que aparecieron en la biblioteca, cubiertas por la misma tela roja que ahora protege el conjunto. Skevophylax me pidió las que nos habíamos quedado y, tras incorporarlas a las que acababan de aparecer, las ordenó todas. El hermano fue muy crítico con nosotros porque pensaba que aquellos textos sagrados tenían que estar en el monasterio en su totalidad. Quizá también se sintió culpable porque en el fondo habían estado en gran parte bajo su custodia sin saberlo. En cualquier caso, decidimos comunicarle al patriarca de Jerusalén lo que habíamos encontrado y también que un extranjero, usted, conocía la existencia de parte del códice. Es más, le informamos de que le habíamos regalado un importante número de hojas.