La biblia bastarda (8 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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Capítulo
5
CUCHILLAS DE AFEITAR

E
milio Ruiz se encontró sobre su mesa el mismo equilibrio entre el orden y el caos con el que la había dejado la noche anterior, antes de acudir a casa de Van Raders y meterse en un embrollo de consecuencias imprevisibles. No podía negar que se encontraba inquieto ante la posibilidad de que alguien le pudiese situar en aquel lugar y a aquella hora fatídicos. En combate contra el efecto del café concentrado con el que había desayunado, intentó tranquilizarse y salió en busca del marido de Irene, la única persona a su alcance para ayudarle a localizarla.

Al estirar el cuello para alcanzar con la vista el final de la Gran Vía, la bufanda le produjo un leve escozor que le recordó la necesidad de cambiar su última hoja de afeitar, fatigada de tanto recibir filo y temple a base de frotarla contra el interior de un vaso de cristal. Los meses como aprendiz en una barbería del barrio de Arapiles habían enseñado a Emilio cómo aprovechar al máximo la herramienta, pero las hojas de recambio de las maquinillas actuales no tenían el mismo comportamiento que aquellas perennes navajas barberas con las que se hizo célebre entre la clientela. Su reputación, labrada a base de esmerados rasurados que reconfortaba con paños humedecidos en agua tibia, le hizo merecedor de un primer empleo. Allí descubrió que un hombre con una navaja al cuello se vuelve locuaz. No podía precisar si aquellos torrentes de conversación provenían del miedo a sufrir un tajo o de la ridícula sensación de verse en un espejo con los pies colgando, cubierto con un mandil y a merced de un principiante mal pagado. Fuera cual fuese el motivo real, la verborrea empezó a manifestarse cuando Emilio reveló a los clientes su afición por el Athletic de Bilbao. Desde aquel día, los más rendidos madridistas hablaban maravillas de «los leones de San Mamés», de su empuje en la línea media y de su garra mortífera en la delantera. Si en algún momento decrecía esa sobrevenida reverencia por el Bilbao, Emilio les propinaba un intencionado amago de corte en la mejilla que venía seguido por el regreso de las más devotas alabanzas a los rojiblancos. Y eso que el fútbol no le interesaba demasiado, pero entre penalti y penalti los clientes también le confiaban otros chismes de más sustancia. Allí fue donde comenzó a aprender el valor de las revelaciones, a desbrozar el rumor hasta descubrir qué había de verdad bajo el envoltorio, a sentirse como una meretriz en la que los clientes buscaban íntima confesión, aunque el estipendio pactado sólo correspondiese a la entrega profesional.

El Círculo de Bellas Artes, aquel edificio del fondo al que pretendía llegar, le parecía inspirado en algún escenario teatral de vanguardia. De no haberlo visitado antes, habría pensado que se trataba de un decorado instalado por el ayuntamiento con el fin de embellecer el Madrid de ladrillo y azulejo que comenzaba a parecer una antigualla destinada al Rastro. Más que construida desde los cimientos, parecía que hubiesen erigido aquella singular edificación mediante el ensamblaje de enormes piezas suspendidas desde grúas y desplazadas después por brazos mecánicos hasta que todo había encajado. Los madrileños lo consideraban un rascacielos, pero su estatura no alcanzaba ni siquiera a acariciar la panza celestial. Más allá de su altura real, el semblante moderno procedía de la proporcionada combinación de volúmenes y de un aire piramidal con tendencia a huir del suelo. Aunque no era tan alto como las prominentes moles de la Quinta Avenida, a Emilio no le habría extrañado que en cualquier momento se hubiese precipitado desde la cúspide una lluvia de orondos ricachones en busca de un descalabro final con el que aliviar la ruina provocada por el
crash
bursátil. Aquella fachada era su Madrid más neoyorquino. Era un galán de Cinelandia, vestido de frac y con chistera de hule, que estaba empeñado en hacer migas con todos aquellos chulapones de gorra, chaleco y clavel que flanqueaban las calles en casi perfecta formación.

La cafetería del Círculo albergaba una sociedad pluricelular. Cada mesa, cada rincón, cada
chaise longue
o conjunto de sillas sobrantes daban cabida a una tertulia bien delimitada. Pero hasta en este rudimentario sistema de organización humana había clases. No eran la misma cosa los consolidados corrillos del fondo, donde recalaba lo más florido del pensamiento y la literatura, que las reuniones que no disponían de plaza fija, más inestables, bohemias y con poca ganancia que dejar en la caja registradora. Esperaba encontrarse por allí a algunos de los literatos que, con aspiraciones políticas mal camufladas, afilaban cada día sus lanzas en las cabeceras periodísticas de Madrid, pero había escasos rostros célebres detrás de las humeantes pipas y los no menos ardientes cafelitos que nunca conocieron a su hermana: la segunda ronda. Finalmente, cuando se sintió rodeado de suficientes escritores como para abastecer de género la Biblioteca de Pérgamo durante siglos, creyó reconocer a César Falcón. Sus facciones amerindias y su magnetismo al hablar dejaban pocas dudas, pero, por si acaso, se aproximó para preguntar.

—¿Don César Falcón?

—De arriba abajo, incluso sentado —respondió, sonriente.

—¿Le importaría atenderme un instante? No le robaré mucho tiempo.

—El tiempo no se puede robar. Corre tan endiablado que, cuando algunos bandoleros de la vida intentamos capturarlo, sólo intuimos su ya antañona estela —dijo aquel personaje mientras abandonaba a sus contertulios y buscaba con la vista un lugar apartado en el que charlar con el recién llegado—. Por el aspecto, usted no es escritor, pero sí periodista, ¿verdad?

—Sí, señor. Discúlpeme, no me había presentado. Emilio Ruiz, de
La Voz
.

—¿No vendrá a ofrecerme alguna posibilidad de colaborar con su diario? En estos momentos, mis ideas no están muy en consonancia con los acontecimientos. Por lo que se ve, el marxismo en el que maduran mis escritos no ha alcanzado en España suficiente audiencia, pero si quiere algo más ajustado al uso de su periódico…

—No, don César. Estoy buscando a su esposa.

—¿A Irene?

—Sí. La he llamado repetidas veces a Londres, pero en ese teléfono no soy capaz de encontrarla a ninguna hora del día. Espero que este comentario no le resulte sospechoso u ofensivo.

—Al contrario, yo no pregunto jamás por sus movimientos. ¡Qué libérrima mujer, ja, ja! ¡Qué encanto!

—Pues, siendo así, deme al menos alguna pista sobre dónde podría localizarla.

—Le diré dos lugares en los que recala a diario: la chocolatería de Omar por la mañana, y el café Lyon por la tarde.

—¿Aquí, en Madrid?

El criollo sonrió de nuevo.

—Usted no es precisamente un retoño recién destetado en el oficio. ¿Lleva mucho tiempo en esto?

—Depende, si el tiempo corre a la velocidad que usted dice, tal vez no sea tanto.

Falcón recibió la reflexión de buen grado.

—Amigo… ¿Ruiz, dijo que se llamaba? Irene y yo establecimos nuestra residencia en Londres, pero vamos y venimos muy a menudo, y no siempre juntos. A veces volvemos a España por pura necesidad económica, otras regresamos a Inglaterra para arreglar nuestras cosas.

—Y entonces, cuando está en Madrid, ¿quién escribe sus crónicas desde allí?

—¿Desde Londres? ¡Querrá decir desde la chocolatería de Omar! Nada más opuesto, por cierto, a los salones de té.

Emilio no daba crédito a lo que estaba escuchando, pero Falcón le aclaró que se trataba de una estrategia común entre corresponsales en el extranjero que él mismo había practicado con sus artículos para
El Sol
. Cuando venían a España, se traían «en conserva» unos cuantos trabajos para los próximos días, componían sus piezas periodísticas a base de crónicas publicadas por la prensa internacional o simplemente las escribía el corresponsal de otro medio y se las hacían llegar. Luego las pagaban, claro.

El redactor se preguntó cuántas de aquellas crónicas del extranjero tan bien presentadas a diario se escribían en realidad desde el lugar de los hechos. Imaginó un Madrid repleto de bares llenos de periodistas y de recortes de prensa sobre la mesa con los que unos se permitían reconstruir las revueltas callejeras parisinas como si estuviesen presenciándolas desde la colina de Montmartre, mientras que otros osaban contar el aterrizaje de un autogiro en Manchester cual si el revoloteo de sus hélices les hubiese arrancado el sombrero. A raíz de tales abstracciones, el reportero acudió a una de las máximas que regían su proceder profesional:

—Al final, y muy a mi pesar, voy a terminar teniendo razón: en realidad, el periodismo sólo es una forma, más elegante que otras, de colarse sin pagar en algunos sitios.

—Ja, ja, tampoco se hace siempre así —le consoló Falcón, al verlo tan aturdido—. Pero, sí, llevamos aquí un par de semanas y alguna cosa habrá escrito «desde Londres».

—Pues entonces tendré que hablar con ella personalmente. ¿Me puede decir cómo encontrarla?

—Ya le he participado un par de sitios en los que recala, además de nuestra casa. No se preocupe, dígame usted dónde y cuándo, y ella acudirá.

—Mañana, a las doce del mediodía. Si esa chocolatería está céntrica, me pasaré por allí.

—No mucho, camino de Ciudad Lineal, pero tome usted el metro, que le llevará cerca. A las doce, entonces. ¿Le puedo preguntar qué quiere de Irene?

—Pero ¿no se trataba de una libérrima mujer?

—¡Ja, ja…, y que lo diga! Se sorprenderá usted. Entonces, ¿no me lo va a contar? —perseveró.

—Es sobre una Biblia que han vendido los rusos —dijo Emilio, pensando que la aparición de Rusia en sus palabras provocaría que el escritor se sintiera más intrigado.

—Ah, si está buscando Biblias no creo que haya acudido usted al lugar más indicado. Si le interesan, aún conservamos algunos ejemplares de la primera edición de
El Capital
en inglés. Le advierto que no hay tantas diferencias entre un libro y otro: ambos son mercancía para alimentar las ilusiones de los desheredados.

—Visto de esta forma, usted sería algo así como un obispo de don Carlos Marx.

—¡Ja, ja! Sí, claro, pero a Irene de monja no la veo.

Dejó sentado a Falcón allí donde lo había encontrado, adorado por sus compañeros de mesa cual si se tratase de un rey inca rodeado por su cortejo de súbditos elegidos. Tuvo la impresión de que el escritor estaba informando a aquel coro de admiradores de los motivos que lo habían llevado hasta allí.

En la acera, Carlos Gastado, compañero del diario
Luz
, el rotativo madrileño que le estaba ganando terreno a
La Voz
, miraba el edificio.

—No sabía que frecuentabas estos ambientes. ¿Vienes a menudo por aquí? —se interesó Emilio.

—Habría que derribarlo —respondió su colega, sin apartar la mirada.

Emilio recordó que
Luz
había dedicado sus últimos ejemplares a abonar una campaña de desprestigio de las recientes creaciones urbanas nacidas en la capital. Aquella serie de artículos se titulaba «Por un Madrid menos feo» y todo el mundo —literatos, políticos, artistas, arquitectos y desocupados en general— vertía las más furibundas críticas contra estatuas ecuestres, bustos, calles y edificaciones que no resultaban de su agrado. Basándose en esa premisa, promovida nada menos que por don Ramón María del ValleInclán en un artículo demoledor —nunca mejor dicho—,
Luz
había convocado una consulta popular sobre las obras humanas más despreciables de una villa que contaba con el mayor número de críticos gratuitos por fanega que jamás se hubiese reunido en un mismo propósito. Carlos Gastado se había sumado a la causa, por lo que se veía.

—Siento contradecirte, pero a mí me complace encontrármelo. Me produce cierta sensación de esperanza entre tanta techumbre de teja romana y tanta buhardilla destartalada —le confesó Emilio.

—¡Vamos, es un cachivache! ¡Cuánta pólvora se desperdicia hoy en Madrid con menos motivo!

—Pues a mí lo único que me sobraba de Madrid eran algunas iglesias, y otros me han hecho el trabajo.

Aquella conversación comenzaba a adentrarse en una terminología belicosa que a Emilio le provocaba repelús, así que se despidió.

Cuando se alejaba del Círculo, se giró para verlo de nuevo. Tan futurista le parecía que por un momento imaginó a los viandantes que bajaban a la carrera por la Gran Vía adentrándose apelotonados por las puertas del edificio para, una vez en su interior, introducirse en una cristalina cápsula de lanzamiento que saldría despedida de la torre en busca de la estratosfera. La planta baja también engulliría a aquellos automóviles que venían correteando hacia la calle de Alcalá. Desde allí, el Círculo los devolvería a la civilización mediante pasarelas elevadas que les permitirían viajar hasta otros inmuebles de igual porte. Los autobuses, sin embargo, volarían suspendidos por aerostatos y saldrían desde la azotea a planear sobre la plaza de la Cibeles como abejorros extraviados. Lamentaba no haber sido ilustrador, porque era capaz de ver con claridad imágenes como aquéllas, pero de su lápiz nunca pudo sacar nada más que letras, raspaduras de madera y algunos giros malabares entre los dedos.

Siguió su caminar, embelesado en aquellas visiones, cuando se dio cuenta de que se encontraba ya a las puertas del palacio de las Comunicaciones, una creación pretenciosa, una obra de repostería de barrio que algún indocumentado se empeñaba en atribuir al mismo artista que esbozó su admirado Círculo. A Emilio, aquella doble paternidad le parecía imposible, aunque lo dijese el ayuntamiento y su coro de arquitectos municipales. Por allí, por la plaza, buscó la hilera de tenderetes en la que se podía conseguir cualquier artículo, siempre que no fuese de curso legal y mientras los «porritas» no llegasen para pedir permisos. Entre puestos de especias que en realidad ocultaban estupefacientes, panoplias de herramientas que escondían armas, montoneras de ropa interior que camuflaban escasas piezas en buen uso y algún reventa de entradas que se hacía el longuis, el periodista dio con el vendedor alemán de hojas de afeitar. Desconocía si la procedencia germana de aquel buhonero era cierta o si los lugareños se la atribuían por la buena calidad de los artículos que ofrecía, pero la verdad era que sus cuchillas de acero inoxidable resultaban mucho más duraderas y menos dadas al orín que otras obtenidas en comercios de la mejor reputación.

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