Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Hola, Visi. ¡Qué bien te sienta una noche sin tu novio!
—¿Y tú qué sabes de mi novio?
—Lo necesario y lo más adecuado para aquello que me propongo: no lo conozco de nada.
Pero ni con ésas. Visi siguió leyendo su revista. Emilio se aproximó a Juani para hacerle un encargo.
—¿Ves como por fin ha llegado el día en que requiero tus favores? Necesito que me pongas una conferencia con Irene de Falcón. Es para pedirle algo personal —aclaró, para evitar demasiadas preguntas.
—¿Con Londres? —preguntó extrañada la telefonista.
—Sí, con Londres, si no ha cambiado de plaza.
—Vete a aquel teléfono del fondo y espera, que te paso.
Emilio obedeció y se situó al lado del teléfono de pared, pero el aparato no sonaba, así que volvió al encuentro de Juani.
—No responde —fue la única explicación de la telefonista.
—Bien, pues sigue intentándolo y, cuando la tengas, me avisas. ¿Lo harás por mí? —le pidió mientras le dedicaba un gesto zalamero.
—¿Y tú qué harás por mí a cambio?
—Te recompensaré como mereces. La catedral de San Isidro se va a quedar pequeña para la ceremonia. La oficiará el cardenal Segura, al que pediré reconciliarse con la República para tan excepcional ocasión, y también haré volver al rey Alfonso para que ejerza como testigo, aunque sea esposado y escoltado por la Guardia Republicana.
—Pero… ¿serás demonio?
—Tú avísame cuando sepas de Irene, guapa.
Ese día no había recados para Emilio. Por extraño que resultase, no habían explotado artefactos en Madrid, no habían degollado a nadie y los vehículos parecían haberse puesto de acuerdo para esquivar a los incautos viandantes; o sea, que decidió acudir en busca de aquella casa de antigüedades que recordaba su compañero de
El Sol
.
Si en un mañana remoto los arqueólogos decidiesen hurgar bajo los sedimentos de una antigua ciudad llamada Madrid, se encontrarían con un verdadero tesoro de quincalla sepultado a la altura de aquel comercio de compraventa de la calle de Velázquez. A la vista de la incontable colección de relojes que Emilio tenía a su alrededor, los investigadores venideros pensarían que hubo un día en que a los madrileños les sobró el tiempo y decidieron desprenderse de cualquier indicador de su medida. Los había de bolsillo, con cadena y sin ella, de pulsera de cuero o de metal. Parecía un muestrario de todos los tipos de aleaciones con los que se hubiera experimentado hasta entonces. El polvo acumulado sobre ellos y el evidente descuido del comerciante al depositarlos en aquellas vitrinas incrustadas en los mostradores igualaban su aspecto y su valor. Las paredes y los anaqueles se reservaban para sus hermanos mayores: los de mesa, de péndola, musicales, despertadores o de cuco. A poco que se revolviese, sería posible encontrar en la tienda ejemplares de arena o clepsidras, igual de abigarrados y sucios. Todos los relojes marcaban momentos dispares, sus manecillas establecían diferentes ángulos o se superponían, aunque en el fondo decían la misma hora: aquella en que se había detenido la respuesta al último giro de cuerda que les dieron sus antiguos propietarios. Pero cualquier observador, por negligente que fuese, no habría podido resistirse a echar un vistazo a otros artilugios que, para aquellos arqueólogos venideros, constituirían una soberbia fuente de documentación sobre usos y costumbres del ser humano desde el período neolítico hasta la edad contemporánea. Un yelmo abollado, un saxofón artrítico, un fuelle en el chasis o una bacinilla decorada con arreglo a un cuestionable estilo Luis XV eran sólo algunos de aquellos cacharros cuya única misión en la Tierra era la de intentar apiadar a un recién llegado que se los quisiera llevar consigo, como los canes inservibles que esperan el sacrificio en la perrera municipal. El establecimiento no tenía rótulo, aunque en una mercería vecina, donde le habían precisado la ubicación del local, también le facilitaron el nombre y la nacionalidad del marchante: el holandés Juan Van Raders.
—¿Está especializado usted en objetos de valor histórico? —dijo Emilio a Van Raders, un hombre de pequeña estatura cuyo cabello rojizo era el único elemento respetado por el paso del tiempo tanto en su busto como en el resto de aquella extraña sala.
—Antiguos lienzos, tallas, orfebrería preciosa, armas militares, imaginería religiosa… ¿Cuál es su necesidad? —preguntó el anciano mercader.
—Busco libros, ¿los vende?
—Casi lo he dejado. Para eso están las librerías. Las hay a millares que ofrecen ejemplares de ocasión. Yo prefiero no trabajar con ellos porque se deterioran en seguida. Además, a la menor chispa… —Intentó imitar las llamas mediante el movimiento desordenado de todos sus dedos—. ¿No estará pasando usted por algún apuro económico? Ese reloj que lleva en la muñeca podría interesarme. Si tiene algún motivo para empeñarlo le podría entregar una respetable suma de dinero.
—No, no me interesa dejar nada. Sólo quería saber si podría conseguir información sobre ediciones antiguas de libros religiosos.
Las pelusas rojas que el comerciante lucía a modo de cejas se elevaron muy por encima de las redondas gafas.
—Si se trata de piezas catalogadas, puede que haya algo —comenzó a explicarse el marchante—. En fin, comprenderá usted que estos asuntos son muy delicados desde la perspectiva legal. A veces, uno desconoce la procedencia de los ejemplares que llegan hasta aquí.
—Se trata de una Biblia.
—Buena elección, aunque no encontrará ese tipo de obras en esta tienda.
—¿Y dónde puedo hacerlo?
—Puede que en mi domicilio haya algo, puede que no. En todo caso estamos hablando de una mercancía muy particular —insistía el anciano, con voz cada vez más misteriosa—. Mire, en este local sólo tengo una parte de mi muestrario, hay otras muchas piezas verdaderamente valiosas que guardo en mi casa y que ni siquiera he inventariado. Si quiere, pásese por allí esta misma noche —le indicó, mientras le entregaba una manoseada tarjeta de visita—. Revisaremos mis existencias y, si no aparece algo que le sirva, buscaremos la forma de encontrarlo a través de mis contactos. Entiendo que no será necesario pedirle la máxima discreción…
—Por mi parte, la tiene —respondió Emilio.
—Una última cosa, ¿puedo saber de qué Biblia se trata?
—Si no le importa, le daré más datos esta noche.
Emilio había aprendido hacía tiempo variados métodos para salir de las encerronas y muchos de ellos dependían de guardarse alguna carta hasta el final. Mientras abandonaba aquel pudridero del tiempo, miró hacia su propia muñeca, el lugar que normalmente ocupaba su inseparable Quillet, para comprobar si seguía atado a él o si había decidido quedarse dentro. Tras cerciorarse de que permanecía en su sitio, agradeció que no le hubiese abandonado para ingresar en un cementerio que, como mucho, le reservaría una de las fosas comunes del mostrador.
El marchante esperó un par de minutos acariciando el teléfono de baquelita negra, un aparato que, aunque no estaba camuflado intencionadamente, se confundía en el paisaje de aquel peregrino lugar. Buscó un número en la libreta que sacó de un cajón, deslizó el disco cinco veces con su dedo índice y esperó.
—Soy Van Raders. Encantado de saludarle después de tanto tiempo. Tal vez le interese saberlo: un hombre acaba de estar aquí preguntando por una Biblia antigua. Habrá visto la prensa de estos días. Creo que alguien se está acercando —fue el inicio de su breve conversación.
Al entrar de nuevo en
La Voz
, Emilio no tardó ni un segundo en preguntarle a Juani por la corresponsal en Londres.
—¿Sabemos algo de Irene?
—Nada, pero ¿lo de la catedral sigue en pie? Estoy dispuesta a renunciar a la basílica de Medinaceli por ti. Si hay que hacer un esfuerzo y conformarse con la de San Isidro, se hace.
—Oye, mona, que san Isidro es el patrón de la ciudad, venéramelo un poquito.
—Sí, pero nada que ver con el Nazareno de mis oraciones, con esa mirada afligida… Se parece a mí, que vivo en pena a causa de tus desaires.
—Ya, pero sin noticias de Irene no hay casorio. Otra vez será, Juani.
Emilio acudió en busca del redactor jefe. Tras llamar a la puerta con reservas, por si el golpeteo provocaba alguna mala contestación, oyó su voz.
—Sí…
—Hola, jefe —saludó, mientras abría la puerta y se detenía en el umbral—. Me preguntaba si podría decirme cómo localizar a Irene de Falcón. No la encuentro en su domicilio de Londres.
—¿Ha pasado algo que se me haya escapado? —preguntó desde su mesa.
—No, nada que deba preocuparle. Hoy se ha registrado un accidente con un tranvía inglés, de esos con remolque e imperial cubierta. Quería que Irene se enterase de si se siguen usando en Londres.
—Pues no tengo la menor idea de dónde puede estar ni ganas de perquirir su paradero.
El reportero dio media vuelta convencido de que, si un día el jefe no conseguía el puesto en
El Sol
de sus anhelos gracias a aquellas reliquias léxicas, al menos le permitirían confeccionar crucigramas en algún periódico de provincias. En ese momento, se cruzó con su compañero Joaquín, un especialista en escuchar conversaciones ajenas por si de ellas pudiera desprenderse algo que fuese de su provecho.
—Si no encuentras a Irene, puedes ir a buscar a su marido.
—¿Quién es su marido?
—César Falcón, el escritor. Suele recalar por el Círculo de Bellas Artes.
Concluida una nueva jornada de trabajo y después de otra de sus cenas inconsistentes y engañabobos, Emilio llamó al timbre del sobrio caserón engastado entre las populosas casas de la calle de Pelayo. Tuvo la sensación de que estaban tardando demasiado tiempo en abrir, aunque tal vez sólo fuese su zozobra la que ralentizaba la espera. Finalmente, creyó intuir un vistazo esquivo a través de la mirilla, y las dos hojas de la puerta se abrieron a la vez que los brazos de Van Raders las arrastraban hacia dentro, atrayendo con ellas una avalancha de aire helado.
—Le esperaba —fue el saludo del anciano pelirrojo, que se colocó frente a él, como cerrándole el paso.
—Y aquí estoy, tal como habíamos quedado. ¿Tiene tiempo ahora para atenderme?
—Sí, aunque le ruego que seamos sigilosos: mi mujer duerme arriba —dijo con una voz más inquieta que la de por la mañana. Tal vez los relojes moribundos surtían efectos tranquilizantes en él, mientras que aquel cumplidor carillón que tenía detrás le provocaba un nerviosismo irreprimible.
Van Raders seguía de pie, frente al reportero, como en un duelo en el que uno de los dos participantes, ahora paralizados, tenía que disparar primero.
—Me había comentado que buscaba usted información sobre una Biblia, ¿quiere decirme ya de cuál se trata?
—El Códex Sinaiticus. La Biblia más antigua del mundo.
El nerviosismo terminó por brotar a través de los dedos del anciano, que comenzaron a temblar. Su voz tampoco era capaz de mantener la compostura.
—¡El Sinaiticus…! Como imaginará, no lo tengo. Ya me gustaría a mí, pero esa maravilla está en el Museo Británico.
—Claro, aunque ¿no dispondrá de alguna otra Biblia que me pueda servir de ejemplo, de algún estudio sobre ese libro…?
—¡Le he dicho que no está aquí, y no tengo mucho más que añadir!
Su cortante respuesta dejó en el aire un segundo de silencio que se interrumpió con la llegada de un casi inapreciable ruido procedente del interior, como de muebles que se movían.
—De acuerdo, entonces me iré —anunció Emilio.
—¡No, no es necesario que se vaya! —repuso Van Raders, que parecía repentinamente interesado en contar con su compañía—. ¿No le sirven otros artículos? —insistía mientras miraba de reojo hacia dentro—. Tengo unas preciosas máscaras recién traídas de África, tallas de piedra precolombinas, mobiliario modernista, unos valiosos cuadros barrocos que han adornado los más respetados santuarios del país… Le puedo asegurar que no hay museo en Madrid que no envidiaría mis fondos.
—En realidad, yo no soy amante del arte —se disculpó el redactor—. Sólo buscaba datos sobre ese libro por ciertos motivos que no vienen al caso. Si me dice usted que no está, me marcho y quédese con ese bazar que me ofrece —insistió, cada vez más escamado ante la extraña actitud del marchante, que ahora parecía empeñado en convertirse en un anfitrión hospitalario.
El viejo hizo un nuevo intento, cada vez más apoderado por aquella inexplicable impaciencia.
—¿Y un café? ¿No le apetece un café? ¡Licor, mejor una copa de licor!
—Nada, lo siento. Ayer por la noche dejé el café y anteanoche el alcohol, aunque ahora pienso que debería haber empezado por las mujeres, así serían las primeras a la hora de recaer.
El comentario desencadenó una mirada de estupor del vendedor, que seguía mirando hacia atrás en busca de algo que parecía intuir puertas adentro. El periodista dio media vuelta y salió al encuentro de un sopapo de frío que le obligó a ajustarse la corbata, dar una vuelta más a la bufanda y alzar los cuellos de su gabardina. No había pasado ni un minuto cuando vislumbró, en la siguiente esquina, la luz medio apagada de un bar que parecía a punto de cerrar. En busca de algún bocado más con el que completar su desordenada alimentación nocturna, aceleró el paso. Las fachadas le devolvieron el eco del golpeteo de sus propias suelas. Cuando se detuvo para cruzar la última calle, se oyó una detonación tan potente como seca. Miró hacia atrás. En su vida no había escuchado muchos disparos, y la mayoría de ellos habían sonado en medio de la luz del día, cuando el ruido del ambiente diluye los matices, o en la confusión de los tumultos ciudadanos, pero aquel estampido no podía ser otra cosa que eso: un disparo.
Emilio Ruiz se atrevió a volver a la casa de Van Raders para ver qué había pasado. Comenzó a regresar con cautela, intentando evitar ahora el ruido de sus zapatos contra el suelo. La puerta del casón del anciano se abrió de golpe y la luz que afloró del interior le permitió distinguir el contorno de un hombre que escapaba a la carrera. No le pareció prudente acercarse más, sólo tuvo tiempo para darse cuenta de que corría peligro.
—¡Auxilio! ¡A mí los guardias! —chilló una aterrada voz de mujer que se oyó de fondo—. ¡Han matado a mi marido!
Si eran correctos los cálculos mentales que hizo el reportero, basados en la distancia que le separaba de la casa y en la potencia del estallido sonoro, aquella voz de socorro correspondía a la señora de Van Raders y él acababa de estar situado en la escena de un asesinato, frente a la víctima, justo antes de que lo mataran. Consciente de que debía salir de allí pitando, se giró, se subió la bufanda hasta colocársela entre los lóbulos de las orejas y su nariz, y así, embozado, pasó frente al bar de la esquina, donde una mujer que terminaba de fregar los suelos lo miró con curiosidad.