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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (30 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Francisco, lleve, por favor, este baúl a mis habitaciones. Los documentos que contiene, los que su padre estudió, son los únicos que considero justo quedarme como recuerdo personal del zar. He pasado muchas horas rezando ante esta Biblia y ante Dios, que es el único que ha reconocido mi matrimonio con Alejandro.

—Majestad, en ese cofre está la Biblia más importante que conocen las religiones cristianas y es parte del patrimonio del Imperio ruso. No debería llevárselo, porque el Santo Sínodo lo reclamará.

—No se preocupe, Francisco, tengo claro que el Códice Sinaítico se queda: ésta es su casa. Ya lo he separado, lo tiene usted en aquella mesa del fondo con su envoltorio. Acérquelo a la Biblioteca Imperial para ponerlo bajo custodia del encargado. Devuélvalo a su sitio en nombre del zar, pero lleve el baúl con el resto de los documentos a mis aposentos.

Catalina extendió su mano; en ella había un sobre.

—Mediante un correo especial, haga llegar también esta nota al obispo Uspensky en su retiro.

—Será como desea su majestad.

—No vamos a quedarnos mucho tiempo en San Petersburgo, Francisco, y necesitaré ayuda. Dentro de pocos días, la familia de mi amado buscará una forma de expulsarnos de Rusia a mí y a los míos. Nunca nos han querido y sin él somos sólo un estorbo. Tenemos que estar preparados para un exilio honroso en Francia. Gracias a Dios, Alejandro lo dejó todo previsto para que no nos falte nada. Avise al servicio y pídales que vayan preparando nuestras cosas. Asistiremos a los funerales, pero me temo que después nos invitarán a irnos de este palacio. A usted le pido encarecidamente que se quede aquí y que no nos acompañe, aunque tengamos que irnos.

—Alteza, le rogaría que me permitiese seguir a su servicio y acompañarla a donde vaya. Muerto mi padre, no tengo nada que me retenga en San Petersburgo que no sea servir a su majestad.

—Francisco, se lo agradezco, pero será más útil para mí aquí, y también para la familia de mi esposo, que le aprecia en la misma medida que hizo con su padre. Creo que ahora soy una de las personas que mejor puede entender su dolor, pero usted es un buen sirviente y tiene un importante papel que todavía puede cumplir aquí. Además, puede servirme de enlace y confidente si necesitase algo de esta ciudad cuando yo esté ya lejos. Le rogaría que se quedara al servicio del zarevich, a quien en breve coronarán como Alejandro III, nuevo zar de Rusia.

Francisco, obediente, calló y recogió el Sinaítico. Sacó de entre aquellas hojas que tan bien conocía los sobres y los mensajes que el zar había escondido. Envolvió los pergaminos en la seda y los dejó encima de la mesa del despacho mientras colocaba en el baúl los anónimos con las amenazas junto al resto de los documentos. Al depositar los papeles, le pareció que no encajaban, como si hubiera algo escondido debajo.

Miró hacia Catalina y se encontró con una mujer impresionante que todavía tenía restos de sangre en las manos y en la cara. Los ojos acuosos de la princesa se cruzaron con los suyos. Ella los entornó, dándole a entender que echara ya los cierres de aquel baúl y no se detuviera ni un minuto más en averiguar nada. Aquello no era de su incumbencia. Tampoco era el momento adecuado para preguntar. De aquellos ojos de gacela brotaron gruesas lágrimas que cayeron al suelo.

Capítulo
17
UNA MAÑANA DE RECREO

U
n doctor de semblante severo contemplaba a Emilio con callado gesto profesional. El único atributo que rompía la solemnidad de aquella efigie era el diferente rumbo que tomaban cada uno de los extremos de su bigote: uno miraba hacia el techo y el otro se adivinaba orientado hacia abajo. Para alivio de su proverbial desconfianza hacia los matasanos, sólo se trataba del reclamo grabado en el envase de linimento que doña Patro le estaba aplicando. Lo hacía con unas decididas friegas que mezclaban la delicadeza femenina con la firmeza de una madre que intentase acallar los quejidos de su vástago herido.

Doña Patro regañaba a Emilio mientras espolvoreaba desinfectantes en las heridas visibles y pomadas en las magulladuras. Con el torso descubierto y el gesto arrugado por el escozor de algunos de aquellos remedios, el periodista rechistaba entre dientes.

—¡Si sigues quejándote, llamo a Conce, la enfermera del segundo, y que siga ella!

La simple amenaza de que una mujer del tamaño y morfología de un dirigible, y del temperamento de un acorazado, se atreviese a restregar su piel resultó muy disuasoria.

—Estás hecho un adán —siguió doña Patro—. Las ropas sucias, el cuerpo lleno de cardenales… Espero que la sangre que te salía por la boca venga de las encías. Podrías tener hemorragias internas. Si te han roto un órgano vital podría ser muy serio.

—Te he dicho que sólo me caí del autobús —fue la escueta evasiva de Emilio.

—Ya…, sujétame este frasco, a mí me va de perlas para los dolores del reúma. Lo del bus cuéntaselo a otra, que yo no me lo trago.

—Por cierto —musitó Emilio mientras entrecerraba los labios para aspirar unos litros de aire con los que mitigar el picor de las heridas que manipulaba la casera—, ¿qué tal Luis?

—Igual, armando motines por ahí. Ya no baja a la bodega, ¿hablaste con él?

—Por supuesto, pero lo de instigar la revolución lo lleva en la sangre.

—En la sangre te aseguro que no. Hace días que he observado un coche que aparca frente a la tienda de tejidos de ahí abajo. Tengo la impresión de que la policía está vigilándolo —le confesó en voz baja, algo alarmada.

El periodista no respondió. Ni siquiera quiso preguntar si se trataba del modelo de vehículo que había visto rondando el periódico porque sabía que era lo más probable.

—¿Te metiste en alguna pelea? Estos morados tienen mala pinta.

—Patro, deja de preocuparte por mis andanzas, que eso no tiene cura.

—Si fuese tu médico, te recomendaría reposo durante un par de días, pero como soy tu casera, te aconsejo buscar de una vez por todas a una chica que te encarrile.

Más aliviado por el trato cariñoso de aquella mujer que por el efecto de las sustancias y apósitos que desplegaba sobre su cuerpo, Emilio comenzó a elucubrar con esa misma posibilidad, pero la inexpugnable soltería de que hacía gala le reportaba un encanto especial para las mujeres del que no estaba dispuesto a desprenderse sin resistencia. Doña Patro insistía en presentarle a una amiga suya: una oficinista algo mayor que él pero muy limpia, y esto último, decía la casera, encajaba a la perfección con las costumbres de Emilio.

—No insistas, querida. Yo soy una mala compañía para esa clase de mujeres.

—¡Pero si no la conoces!

—Es que no quiero defraudarte. Yo, como tú, estoy condenado al celibato. Es una misión divina, aunque no lo quieras creer. Mi aversión al afianzamiento sentimental es lo que garantiza la salvación de las mujeres de bien, como tu amiga.

—Pues te diré que ésta prepara unos guisos que comenzarían por sentar tu estómago, luego lo harían con tu cabeza y terminarían por convertirte en un honrado padre de familia en poco tiempo. Bueno, esto ya está —advirtió mientras recogía su botiquín—. Otro día, intenta caer de pie.

A Emilio tampoco le parecía un disparate la perspectiva vital que doña Patro le acababa de presentar, pero si llevaba media vida mostrando una recalcitrante indiferencia ante el compromiso, ¿por qué no pensar que podía seguir igual treinta años más?

A duras penas, la casera introdujo la enorme caja de los medicamentos en una cómoda. Aquella mujer había hecho acopio de un verdadero vademécum farmacéutico. Era una expresión del callado terror que sentía ante la idea de que su hijo Luis disparase un día el tiro por la culata.

Emilio Ruiz se retiró a su habitación para dedicarse a pensar mientras planchaba los pantalones y las camisas que Patrocinio había tenido la amabilidad de lavar y de entregarle junto al almidón y las planchas recién calentadas al fuego de la cocina. Mientras el hierro ardiente buscaba pliegues que alisar, comenzó a reflexionar acerca de su situación y de todos los acontecimientos en los que se había visto envuelto en los últimos días. Tal vez había llegado el momento de abandonar sus investigaciones sobre el Códex Sinaiticus. Puede que se hubiese dejado atraer inocentemente por un nombre tan exótico. La desaparición de la copia de la Biblioteca Nacional quizá era un simple descuido y, para colmo, había implicado a María en aquella empresa que comenzaba a parecerle absurda. Además, si la muerte del marchante no le había salpicado aún, era porque la policía no tenía la menor pista que se dirigiese a él. Seguir escarbando en busca del códice podría comprometerle aún más. Quizá debería centrarse en la investigación del homicidio del estudiante, que al menos le significaría un rendimiento profesional si finalmente pudiese publicar sus investigaciones. El problema de elegir ese camino se resumía en el recuerdo de una pistola apuntándole a la espalda en un casino.

Tal vez la alternativa más prudente fuese la de tomarse unos días para decidir qué hacía y, mientras tanto, cumplir con su trabajo y dedicarle más tiempo a María, si es que ella se lo concedía.

El ministro Martínez Barrio, recién llegado a un despacho del que no había rincón que desconociese, revisaba los dosieres que el secretario le suministraba ordenadamente. Más allá de la creciente profusión de banderas tricolores, nada había cambiado en aquel amplio salón que ya fue su puesto de mando. Sus recientes pero profundas diferencias con el presidente del gobierno no le iban a impedir cumplir con celo cada uno de sus cometidos, y entre ellos estaba el examen de los expedientes que Rico Avello había dejado abiertos tras su marcha. Cuando el último de aquellos cartapacios llegó a sus manos, preguntó qué significaba aquella palabra que lo titulaba.

—¿Aleph?, ¿qué es Aleph?

—No dispongo de demasiada información, don Diego —respondió el secretario—. Es un asunto que estaba en manos del señor Rico Avello, quien se había interesado muy seriamente por él. Está relacionado con un libro que los rusos han vendido a los ingleses.

—¡Ah, el Códex Sinaiticus!

—Eso es, señor ministro, el códex —asintió el secretario, que lamentó no conocer más detalles de aquella historia para poder ganar ventaja en su apurada carrera por permanecer en el puesto. No obstante, siguió relatando a su superior lo poco que sabía—: Tengo entendido que habíamos detectado en nuestro país la presencia de agentes soviéticos haciendo preguntas sobre ese libro. Creo recordar que la diplomacia vaticana también se había interesado…, pero no sabría decirle mucho más.

La carpeta de cartón contenía una carta arrugada, que el ministro revisó, y una cuartilla en la que figuraban instrucciones.

—¡Qué extraño! ¿Esto es todo?

—Sí, y esa carta llegó hace pocos días. La trajo el censor destinado a
La Voz
. Todos nuestros hombres, tanto los uniformados como los civiles, tenían la indicación de permanecer alerta ante cualquier mención al código del Sinaí.

—Este otro papel es una orden interna. —El ministro la leyó en voz baja—. ¿Tenemos una patrulla de información vigilando a algún ciudadano, a un periodista?

—No lo sé, señor ministro.

—¡Pues entérese!

Alguien llamó a la puerta del cuarto de Emilio, que acababa de levantarse de la cama. Tenía que ser Patro, porque mientras golpeaba con una mano, giraba el pomo con la otra para entrar. Al fin y al cabo, estaba en su casa.

—Emilio, vienen a buscarte.

—¿Es Gisbert, el policía?

—No, es una señorita.

El tono de voz delataba la existencia de un misterio insondable en torno a aquella mujer, a quien podían haber enviado los hados del destino para cumplir los deseos de doña Patro para con su inquilino favorito.

—¿Te ha dicho si se llama María?

—No.

—¿Tiene cara de bibliotecaria?

—Tampoco, pero tiene cara de gustarte. No desperdicies las oportunidades y recuerda lo que te he dicho: ya va siendo hora de que sientes la cabeza. Además, parece que las heridas han mejorado mucho en estos días. Ya tienes el aspecto apropiado para recibir visitas femeninas.

Desde el corredor, Emilio vio a Irene de Falcón esperando en el patio. Mientras bajaba en su busca, la compañera periodista le dedicó su cegadora sonrisa, que ya venía puesta desde antes. Sin embargo, a medida que se acercaba a ella, su semblante se iba tornando más hosco.

—Emilio, necesito hablar contigo —fue su saludo.

—¿Tienes algo que hacer ahora? He quedado con unos amigos para ir al parque del Retiro a pasar la mañana. Si te apetece, me acompañas y me cuentas.

Subió a arreglarse y, cuando consideró que tenía el aspecto adecuado para una mañana campestre, comenzó a bajar de nuevo. Telmo se asomó al corredor en busca de Emilio.

—Estoy a punto de acabar tu poema. Si esperas diez minutos, se lo podrás recitar a esa bella ninfa que ha esparcido una sábana bordada de donosura sobre el moho de esta decadente corrala.

—Déjalo, Telmo. No es para ella. Otro día.

—¡Escarpelo de corazones inflamados! —le llamó, con aire ultrajado.

Irene y Emilio tomaron el bus para llegar al lugar de encuentro previsto con María y Carrerilla, la puerta de Hernani, donde se cruzaban las calles de Alcalá y O’Donell. Durante el viaje, la combativa periodista le desveló el recado que traía para él.

—Me gustaría saber qué interés puede tener la Biblia que estás buscando.

Emilio no quiso descubrirle que desde hacía unos días había decidido abandonar esa búsqueda.

—¿Por qué? —se limitó a responder.

—Desde que viniste a verme para preguntarme por ella, han pasado cosas que me preocupan. Sabrás algo de mis relaciones con los bolcheviques, supongo. Mi inquietud por la liberación de los seres humanos que viven menguados por la pobreza me ha llevado a colaborar con el entorno comunista. Mi propio marido es uno de sus acérrimos partidarios, como también conocerás. Estas cosas se hablan en el periódico.

—Supones bien. Sé que tu marido está en contacto con el partido comunista y tú has entrado en esa órbita, ¿y qué tiene que ver eso con el Código Sinaítico?

—Lo cierto es que no lo sé, pero han llegado órdenes desde arriba. —Miró, en efecto, hacia el techo del autobús.

—¿De dónde? Si es una Biblia, ¿será de los cielos? —intentó bromear Emilio.

—Del Kremlin.

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