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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (13 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Pues a la vista de los efectos, sí, me parece poco.

—Entonces sólo te queda esperar a que nos den la orden y pongamos la maquinaria en marcha.

—Eso asusta.

—Lo que de verdad asusta es que nos quedemos quietos —dijo en un tono grave que no casaba con su expresión risueña—. Si no se mueven los nuestros, se removerán los cadáveres, ya sabes: los militares descontentos, los terratenientes expropiados… Eso sí que es de temer.

El niño correteaba febril tras una escurridiza pelota de cartón. Irene le explicó a Emilio que la suciedad de su cara no provenía de los braseros ni de la cocina de la habitación contigua, donde se preparaba un cocido diario de sota, caballo y rey para los obreros del entorno. Aquel chavalete, sus hermanos y sus primos salían temprano cada mañana en busca de carbonilla. Recogían los restos de la hulla, del lignito, del coque, de los ovoides rotos y de cualquier otro residuo combustible que se hubiese desprendido de las camionetas de reparto o de sus nodrizas, es decir, de los camiones y trenes que alimentaban el horno de Madrid. Participaban en una competición despiadada con otros clanes familiares que también intentaban recoger las sobras, pero generalmente ganaban ellos, que eran más y actuaban coordinados en fraternal pillaje. Con medio saco de menudo de carbón y otra mitad de aquella carbonilla lograban un par de días confortables en el bar.

—¿Me dices cuál es la parroquia donde puedo encontrar al cura? —preguntó Emilio.

—Tengo mala memoria para los santos, pero creo que es la de Nuestra Madre del Dolor, si no la han quemado ya. Allí residen los terciarios capuchinos.

—Pero tú me hablas de un jesuita, ¿no?

—Un jesuita que se camufla entre colegas para seguir dando, a su manera, la batalla. Técnicas de guerrilla. En situaciones de emergencia, se aprenden de prisa.

—Irene, ha sido un placer conocerte. Aún recuerdo el día en que vi tu rostro por primera vez. Era tu foto; en
La Voz
te presentaban como la «activa, resuelta e inteligentísima» corresponsal de Londres. Se quedaron cortos.

—¿Siempre tratas así a las mujeres?

—Generalmente, sólo a las solteras.

—Pues gracias por hacer una excepción, en los ambientes que me rodean no son corrientes los piropos.

—Dale recuerdos a César y dile que, cuando regrese al Círculo, seguiré sin haber escrito una novela.

—¡Salud, camarada! —lo despidió, con un gesto entre afable y cómplice.

Emilio salió, pero la sonrisa de Irene siguió iluminando aquel bar de techos altos y horas anchas. La compañera periodista —tal vez debería pensar en ella como la camarada De Falcón— dedicaba ahora sus monerías al niño de la cara de carbón. El contraste entre la rutilante dentadura de la joven y el hollín que tiznaba los pómulos del pequeño llevó a Emilio a trasladar mentalmente aquella escena al cinema, en blanco y negro.

La boca de metro más cercana no lo era tanto, pero Emilio consultó su reloj y estimó que disponía de tiempo suficiente para descartar el autobús y caminar un rato hasta la próxima estación, oreando las ideas antes de tomar el tren que le llevase, bajo tierra, al trabajo. O sea, que un sacerdote jesuita había preguntado a Irene por el Sinaítico, se repetía, sin comprender qué pintaban otros buscadores en aquella historia. De la Compañía de Jesús sólo conocía los avatares políticos y su negativa a someterse al régimen republicano. De las congregaciones católicas en general no conservaba precisamente un grato recuerdo. Había pasado varios años como «interno» en un colegio de frailes, cuando sus padres se empeñaron en malgastar los escasos caudales familiares en convertirlo en un proyecto de seminarista. Por suerte, su carácter contestatario y ciertos ignominiosos secretos que sólo los alumnos mayores se atrevían a mencionar le hicieron fugarse a Madrid. Allí recaló con algunas nociones de latín, de historia y de trigonometría, y con una corrección gramatical y una limpieza ortográfica impecables a las que también colaboró la obsesiva lectura de algunas novelas que los curas perseguían como a ratones que estuviesen royendo los sesos de los alumnos. Esas asignaturas, junto a las maldades que se aprenden entre hombrecitos separados de la vida real durante años, sirvieron para retacar los huecos de su maleta.

Pasadas las horas de mayor trajín, el metro de Madrid desprendía olor a aceite y los silencios alicatados eran más poderosos que las voces de los ya escasos viajeros. El ferrocarril subterráneo constituía un invernadero de mendigos que buscaban limosna con las espaldas vencidas sobre paredes sudorosas. Esa tripa cableada constituía el único refugio templado que la contemporaneidad brindaba a los desempleados y a los míseros indigentes que intentaban conseguir unos céntimos mediante los más variados e insólitos métodos. Era así hasta que llegaban los guardias con la ley de vagos grabada en sus porras. Durante la espera, Emilio se fijó en uno de aquellos hombres estigmatizados por la miseria urbana con la misma vehemencia con la que a otros les agraciaba la lotería o les sonreían los negocios especulativos. Una manta de cuadros azules, que aparentaba dar cobijo a tantos insectos como bolas de pelusa, era la única protección de aquel anciano, que se lo quedó mirando fijamente con unos ojos hundidos por los años y seguramente por alguna enfermedad relacionada con la desnutrición. El resto era barba ganada por las canas.

—¿Quieres saber tu futuro? —le preguntó a Emilio.

—Sólo si lo puedo cambiar…

—Pides demasiado, ésa no está entre mis habilidades.

—¿Cuánto me pides por la faena?

—Cinco céntimos.

—¿Y qué haces?

—Escruto el iris ocular, interpreto los posos… En tu caso, será lo primero, a no ser que invites a un café y podamos ver qué dejas en el fondo de la taza.

—Venga, ponte con el iris —aceptó Emilio, con la intención de acabar lo antes posible y llegar al trabajo a una hora respetable.

De los pliegues de aquella manta raída surgieron dos manos. Con una de ellas, el hombre sostenía un monóculo que colocó entre su ojo derecho y el ojo izquierdo de Emilio.

—Mira hacia mañana —le pidió mientras buscaba el enfoque.

El periodista no sabía dónde quedaba mañana, pero dejó la vista perdida, más allá de las paredes de aquel andén, tal vez en las profundidades del túnel.

—Has estado con una mujer —fue la primera, en la frente.

—Sí, pero nada clandestino, sólo de charla —se apresuró a aclarar Emilio.

—Ella no tiene lo que buscas —añadió el mendigo mientras hacía pequeños movimientos circulares con aquella lente alrededor de la pupila de su cliente—. Aquello que persigues lo encontrarás en otra —continuó.

—¿Ves algo de un libro? —preguntó Emilio, algo incómodo.

—Veo letras, pero tal vez sea por tu trabajo. ¿Son letras lo que estás buscando?

—Creo que sí.

—Son extrañas, no como las de un periódico que también puedo ver. No sé leerlas. La tinta de esas letras…

—¿Qué le pasa?

—¡No es tinta! ¡Es cieno de los cementerios, lodo del sacramental!

Emilio trató de alejarse de aquel cristal, que parecía saber demasiado, pero el hombre se encaramó todavía más sobre él.

—Calma, yo sólo digo lo que veo —añadió el adivino tratando de sosegar a Emilio, a la vez que volvía a girar el monóculo, ahora ante el otro ojo del periodista.

—La mujer… tendrás que buscarla si quieres restañar su aura. Tú tienes esa potestad, te la han transmitido…

Emilio sacudió la cabeza para quitarse de encima aquella lupa y escabullirse del hombre sabelotodo, que volvió a camuflar en la manta sus manos con los cinco céntimos recién llegados. En ese momento paró el tren. A los pocos segundos, se llevó al redactor y, con él, la primera ración de futuro de compra y venta.

Emilio descendió sin aglomeraciones en la estación de la glorieta de Bilbao. A otra hora habría salido del tren como de una tolva, pero ahora el ambiente era pacífico. Un mendigo con las piernas amputadas de raíz se le acercó enérgico, impulsado desde el suelo por sus manos, que le permitían avanzar con un curioso y vivo balanceo.

—¿Quieres que te eche las cartas? Sólo son quince céntimos.

—No, gracias. Nunca he confiado en tener mucho futuro, pero creo que por hoy ya he tenido bastante.

El mendigo ya había extraído una baraja mugrienta del bolsillo de su chaqueta, del que también asomaban unas inexplicables alpargatas con suela de esparto. Comenzó a abrir el mazo en forma de abanico.

—¡Hombre de Dios, cambia de baraja! Si te cortas con una de esas espadas, te mueres de gangrena —le recomendó Emilio.

—Amigo, no es tan fácil encontrar una baraja en Madrid. ¡No tienes ni idea de cómo están las cosas!

En medio de tanto episodio esotérico, el periodista había vuelto a ocupar su cuerpo y ya volvía a mandar sobre su voluntad.

—Ah, ¿sí?, ¿por qué? —preguntó, pensando en que allí podía haber un reportaje.

—Los que juegan en los «prohibidos» se las llevan todas. Ni las dejan salir de los almacenes. Madrid está desabastecido de naipes por culpa de los casinos ilegales. Para colmo se ha puesto de moda la baraja republicana. Las imprentas han cambiado los moldes. ¿La has visto?

—¿Cuál?, ¿la de los reyes decapitados?

—No, ésa es la francesa, me refiero a una en la que la sota lleva un gorro frigio y los caballos son de la Guardia Presidencial. A mí no me sirve para la cartomancia.

—Mira, no pierdas más tiempo conmigo. Además, llegaré tarde al trabajo.

—¿Qué tal esa mujer?

—¿Qué mujer? —contestó Emilio, confuso.

—La que vienes de ver.

Desde luego, si aquel desgraciado hubiese estado en la chocolatería, no le habría pasado inadvertido. Nadie había podido husmear en su conversación con Irene, y mucho menos aquella colección de mendigos de los andenes soterrados de Madrid. Emilio se agachó para ponerse a la altura de su interlocutor y amedrentarlo.

—Oye, supongo que has oído hablar del inspector Gisbert, pues resulta que me debe tantos favores que podría pedirle que te desmantele el negocio de las cartas y te requise la recaudación cuando me diese la gana. O sea, que explícate: ¿cómo sabes de dónde vengo?

El pordiosero se achantó.

—¡No me compliques la vida, por favor! Sólo es un truco. Fíjate en ti: un hombre que está a media mañana en una estación de metro no se dirige precisamente a trabajar. Moverse bajo tierra te protege de las miradas indiscretas. Si además vienes tan bien vestido, si los zapatos están lustrosos, será porque has estado rondando a una hembra o irás en su busca. Medio Madrid lo hace, ¡tú sólo eres uno más!

—¿Y sabes si también me veré con un cura?

—¿Lo tuyo es vicio? —respondió el menesteroso, muy socarrón.

—¿Y un libro?, ¿se me nota que lo estoy buscando?

—Eso podría ser, pero si no veo quince céntimos, no me inspiro. ¿Te echo las cartas o no?

Indudablemente, este sacacuartos era tan buen observador como el anciano del monóculo, pero el reportero consideró mejor gastados los primeros cinco céntimos, un precio por el que había obtenido algo más de intriga. El tullido subió la escalera empujado por sus manos, que había enfundado en las alpargatas. Los guardias se aproximaban desde el otro extremo en busca de algún indigente al que echar el guante.

Emilio salió de allí antes de que apareciese otro adivino. Cuando ya perdía de vista la boca de la estación, se volvió y creyó ver al lisiado charlando con un hombre de su misma altura. De inmediato dedujo que no se trataba de otro ser humano cortado por la mitad, sino de un sujeto que, agachado, escuchaba lo que le estaba contando el supuesto cartomante, a quien, sin quererlo, el reportero acababa de revelarle información sobre su entrevista con Irene y sus intenciones de encontrarse con un sacerdote y hallar un libro.

—Hola, Emilio.

Visi le hizo una seña casi imperceptible con las cejas, que dirigió hacia los cuatro jóvenes reunidos en una esquina del recibidor del periódico. El redactor se acercó a ellos con semblante amistoso.

—¿Me buscáis? Soy Emilio Ruiz.

—Sí, señor Ruiz. Nos han dicho que aquí podríamos encontrarlo.

—Y aquí estoy. ¿Qué se os antoja?

—Somos estudiantes de Medicina, ¿sabe?, compañeros de Ramón Panal, el joven al que…

—¡Ah, el muchacho al que abatieron esta mañana a las puertas de vuestra facultad! —añadió Emilio, en un lenguaje que le pareció lo bastante periodístico para denotar que se había interesado por el caso desde una perspectiva estrictamente profesional.

—Nos han dicho que esta mañana estuvo usted por allí. Sólo queremos saber qué ha pasado. Era un muchacho sensacional.

—Que lo fuese no os ayudará mucho. Generalmente, cuando alguien se muere, su ataúd queda atiborrado de encomios. Las alabanzas son consustanciales al muerto.

—Pero es que Ramón lo era…, un tío estupendo, formal… —dijo el que parecía más joven—. Y, además, no pertenecía a la FUE.

Esa afirmación diluyó todos los tópicos anteriores. Que no estuviese afiliado a la organización que buscaban los falangistas era un dato más que relevante.

—Simpatizaba con nosotros, pero tampoco era enemigo de los chicos de las juventudes monárquicas, o de los comunistas…

—O sea, que pensáis que no fue la Falange la que le metió dos tiros.

—No lo sabemos. Los falangistas se presentan cada poco en nuestras instalaciones y habían amenazado con volver armados con pistolas…, pero yo creo que Ramón no estaba entre sus objetivos. Lo debieron de confundir con otro.

—Y ahora tenéis miedo de que vengan a buscar al otro y de que en realidad ese otro sea alguno de vosotros —replicó Emilio, que no creía en valores como la solidaridad juvenil.

—No, sólo queremos que atrapen al asesino y lo lleven ante el Tribunal de Urgencia. Ramón lo merece. Él ni siquiera pediría venganza si su muerte hubiera sido fortuita.

A Emilio le dio la impresión de que en la Facultad de Medicina de San Carlos debían de practicar frecuentes trepanaciones de cerebro entre alumnos voluntarios. No se podía ser tan inocente.

—Además —siguió el estudiante—, si un asunto así queda en manos de las autoridades policiales, puede que nadie llegue hasta el final. Ya sabe que prefieren tapar a un muerto que agitarlo ante la sociedad para que se convierta en motivo de nuevos disturbios. Señor Ruiz, si no se fía de nosotros, vaya a la Residencia de Estudiantes a preguntar por él. Allí le podrán confirmar que ese chico jamás se metió en un lío.

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