Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
El festín estuvo regado con una docena de exquisitos vinos. Cuando acabaron, Alejandro y Catalina se fueron corriendo como adolescentes a su hotel, donde hicieron el amor.
La princesa siempre pensó que el rencor del que luego fue Alejandro III, el zarevich, venía de aquellos tiempos. Odiaba que, en cuanto su madre, la zarina, se ausentaba, su padre no ocultara que tenía una amante de la misma edad que él. Además, que lo hiciera a la vista de todas las cortes de Europa era un agravio público para el sucesor, quien estaba todavía muy afectado por la reciente muerte de su hermano mayor, el heredero de la corona hasta ese momento. La nueva e inesperada responsabilidad de saberse el futuro emperador le había convertido en otra persona más irritable y menos permisiva con los caprichos de su padre. Catalina todavía tenía impresos en su retina aquellos ojos de odio que vio durante la cena, los mismos que le dirigió el día de la muerte de su amado, cuando ella lo sujetaba en brazos mientras agonizaba. Siempre quiso imaginar que aquella segunda vez que vio con tanta claridad aquella mirada furiosa estuviera en realidad provocada por el atentado y no por su presencia.
Pero en 1894, apenas trece años después de su coronación, aquellos ojos se cerraron cuando Alejandro III falleció a causa de una enfermedad repentina, sin apenas haber podido educar a su heredero Nicolás II, nieto de su esposo, para que dirigiera un gigantesco imperio destrozado ya por la desintegración social que había comenzado en sus tiempos. Ahora este educado y joven descendiente de la familia Romanov estaría en alguna prisión o en un campo de concentración, rodeado de guardias bolcheviques, sin saber ni cómo salvar a su familia porque no había sabido protegerse a sí mismo.
Catalina se sentía ya mayor y tenía que organizarlo todo para los tiempos difíciles que llegaban, no ya por ella, consciente de que le quedaba poco de vida, sino por sus hijas. Seguía sentada delante de un ventanal desde el que se veía el río Sena y la torre Eiffel, icono de otra exposición universal, la de 1889, que también vivió en París, aunque aquella vez con el duelo de la muerte de su esposo todavía en el alma, a pesar de que ya habían pasado ocho años. Giró la cabeza hacia el interior de la habitación y abandonó los recuerdos.
—Francisco, ¿puede usted acercarse?
El sirviente entró en la estancia para ver los ojos de aquella mujer llenos de lágrimas, tal como recordaba haberlos encontrado en otra ocasión.
—Alteza…
—Necesito que me ayude con un asunto privado y muy delicado. Creo que me queda poco tiempo para morir o, en cualquier caso, para que la edad deteriore definitivamente mi mente. Como sabrá, hace ya tiempo que el gobierno ruso ha dejado de enviarme la pensión que recibía. Desde entonces he tenido que desprenderme de muchos de mis sirvientes y he vendido varias de mis propiedades. Estoy intentando organizar las cosas para que mis hijas puedan disfrutar de los escasos bienes que aún conservo. Hay un baúl del que nunca me he separado y que sólo usted y yo hemos visto abierto. Sabe a cuál me refiero, ¿verdad?
—Por supuesto, alteza. El que conservaba el Códice Sinaítico hasta que lo depositaron en la Biblioteca Imperial. Su alteza me dijo que también contenía un facsímil del libro y algunos papeles relacionados con la investigación que hicieron Von Tischendorf y mi padre.
—Ese mismo, Francisco. Pues bien, quiero que sea usted quien lo custodie hasta mi muerte y que entonces venda lo que hay en él. Me gustaría que lo que obtenga de las joyas se destine a darme un entierro digno. Quiero una esquela en los principales periódicos franceses y flores en mi tumba. Deles también dinero a los padres ortodoxos para que me dediquen varias misas y recen por mi alma.
—Señora, por favor, aún le quedan muchos años de existencia —la intentó calmar.
—Francisco, yo habré aprendido pocas cosas en esta vida, pero sé que la muerte viene a buscarnos el día que ella quiere. Recuerde cómo llegó, inesperada, y se llevó a su padre, a mi marido, a mis dos hijos, a mi hijastro, Alejandro III, y de qué modo persigue sibilina al nieto de mi difunto esposo, secuestrado por unos bárbaros junto a su familia en Siberia. A mí la guadaña no me va a segar por sorpresa porque la espero. Escúcheme bien y, se lo ruego, siga mis instrucciones. ¿Me alcanza un poco de agua? —le pidió, para darse un respiro.
Francisco se acercó hasta la mesa, en la que había una jarra de cristal tallado, mediada de agua, con la que sirvió un vaso que acercó a la princesa.
—Creo que usted sabrá sacar el máximo provecho, si fuera necesario, del resto de los objetos que contiene el baúl. Administre la suma que consiga por ellos para intentar cuidar en lo posible de mis hijas. Envíeles el dinero de manera anónima y de la forma que usted considere más justa, dependiendo en ese momento de sus necesidades.
—Alteza, con permiso, ¿no sería más lógico que hiciera ese reparto a través del testamento?
—No, mi fiel Francisco, cuando sepa lo que contiene el baúl lo entenderá. La cuestión de la herencia he de resolverla con este piso, sus muebles, algunos vestidos y telas que conservo de mi época de empresaria de la moda, y la pequeña biblioteca rusa que he ido creando. Créame, usted es quien mejor puede hacerse cargo de las propiedades…, digamos…, menos convencionales. Le pido que se lleve ahora el arcón, lo custodie y, llegado el momento, actúe como le he dicho. Mi esposo siempre confió en usted y en su padre. Yo también.
—Como desee —concedió el sirviente—. Sabe que tiene mi lealtad.
—Tenga —añadió Catalina mientras le entregaba una llave—. Por favor, abra el baúl y tráigame una pequeña caja azul con piedras preciosas incrustadas que está en la parte superior.
Francisco abrió aquel arca que Catalina siempre llevaba consigo y a la que él había prestado atención por primera vez en San Petersburgo el día en que murió Alejandro II. En la bandeja más alta vio diferentes joyas: un peine de oro con una escena de batalla labrada en su parte superior, un broche de cinturón casi del tamaño de una mano en el que la figura de un monstruo atacaba a un caballo mordiéndole el cuello, un collar antiguo, también de oro, acabado con las formas de unos jinetes, una diadema con piedras preciosas y forma de nudo, pulseras, anillos… En el centro de aquel tesoro se encontraba un estuche que no podía esconder que había sido elaborado por la exquisita pericia de Fabergé. Francisco había podido ver alguno de los huevos de Pascua fabricados por el orfebre ruso que Alejandro III regalaba a su esposa y aquel joyero procedía indudablemente de las mismas manos. Por debajo de la bandeja en la que reposaba, observó con claridad por segunda vez aquella especie de doble fondo en el que ya se había fijado años antes. Tomó la preciosa caja de oro y cerámica con mucho cuidado, y la depositó suavemente en las manos de Catalina.
—Señora, ¿qué almacena el baúl? Sería mejor saberlo para cumplir los deseos de su alteza con la mayor precisión.
—No se preocupe: llegado el momento, le aseguro que será quien mejor sabrá qué hacer con su contenido. Cuando eso suceda, ha de asegurarse de que lo que guarda este joyero me acompañe a la tumba. Es lo único que tendrá un destino diferente del resto del cofre, que habrá de vender luego ya sin prisa.
—¿Tampoco puedo saber qué contiene esta caja azul?
—Sí, Francisco, esto sí. Guarda lo único que pude conservar de mi esposo. Cuando él murió conseguí que lo enterraran con un mechón de mi cabello. Yo me quedé uno de sus dedos, siempre ha vivido conmigo y me ha acompañado en el interior de esta caja. —El sirviente hizo un gesto, más que de asombro, de admiración—. En este baúl ha permanecido con aquello que más quería, siempre a mi lado. Cuando yo muera, estaremos juntos al fin. Ponga este dedo entre los míos para que me ayude a llegar a la compañía del Señor y luego venda también este joyero junto al resto del contenido del arcón.
El viento helado de febrero de 1922 traía y llevaba las notas del
Ave María
de Schubert que interpretaban cuatro cantores de la catedral ortodoxa de San Alejandro Nevski de París. Francisco, presa del llanto, salió solo de la ceremonia funeraria antes de que acabara. Dentro permanecían todos los miembros del exilio ruso. También estaban las hijas de Catalina con sus familias, algunos amigos llegados desde la Costa Azul, así como casi todo el mundo de la moda de la Ciudad de la Luz. Las exequias estaban discurriendo a la altura de lo que podía esperarse del entierro de cualquier miembro de una casa real.
Francisco había pensado utilizar el peine de oro para pagar las ofrendas, los cantores y todos los gastos de las honras fúnebres, pero en una tienda de empeños le ofrecieron bastante dinero por el joyero vacío que había contenido durante tantos años el dedo del zar, que ya reposaba cobijado entre las manos del cadáver de Catalina. El peine y el resto de las alhajas que conservaba el arcón se las reservaba para conseguir un monto suficiente como para que las hijas de la princesa no tuvieran problemas económicos en los próximos años. Pero le quedaba por vender la parte más valiosa de aquel tesoro y, si lo conseguía hacer bien, hasta los nietos disfrutarían de una vida holgada. Tenía que seguir buscando con mucho cuidado en el mercado negro del arte un posible comprador. De momento, los pocos y discretos hilos que se había atrevido a mover no parecían responder.
—¿Herr Pérez? —le asaltó una voz desde la espalda.
—Sí… —contestó, girándose hacia su inesperado interlocutor.
Enfrente tenía a un hombre bajito con un sombrero borsalino calado casi hasta las cejas y una bufanda oscura que le tapaba el mentón. No lo había visto jamás.
—Usted no me conoce y me va a permitir que no me presente, entenderá bien por qué. Me ha dicho una amiga común que posee algo que a mí me interesa: el objeto más preciado por la difunta y su esposo, Dios los acoja en su seno. La princesa le encargó su custodia y la venta tras su muerte.
—Perdone, señor… como se llame, pero no sé a qué se refiere —repuso Pérez, desconfiado.
—Herr Pérez, hoy es un día triste y difícil para usted, pero yo puedo conseguir que cumpla la última voluntad de su alteza de forma rápida y lograr que todos quedemos satisfechos. No perdamos el tiempo. Tenga —le dijo, acercándole a la mano un sobre—. Aquí tiene una cifra escrita en su interior que corresponde a una importante cantidad en francos. Si le parece interesante el trato, lleve lo que busco al número 31 de la rue Cambon, al lado de la plaza Vendôme. Es una tienda de modas.
—La conozco perfectamente: es la tienda de madame Gabrielle Bonheur Chanel, amiga de su alteza.
—Por supuesto, Catalina Dolgoruky era una mujer cauta y había previsto cómo colocar una pieza de tanto valor en el mercado. No sólo le necesitaba a usted, un custodio de fiar; también requería de alguien bien relacionado para asegurarse de encontrar compradores de peso. Ya sabe que el mundo de la moda mueve a su alrededor a reyes, industriales y banqueros.
—Imaginemos que tengo interés en lo que me cuenta. ¿Por qué debo creerle? —preguntó, aún con recelo.
El desconocido continuó como si no oyera a Francisco.
—Si la cantidad le parece adecuada, y yo estoy seguro de que así será, envuelva el paquete en un papel de estraza corriente y escriba en el exterior: «Para el amigo del conde Romanov». Entréguelo en la tienda. La dependienta sabrá qué hacer y le dará el mismo joyero que ha usado usted para pagar los gastos del sepelio. Usted lo aceptará y preguntará si hay un encargo a su nombre. Como el dinero no cabe en el hueco que ha ocupado un dedo, por imperial que fuera, le entregará también un maletín con la cantidad acordada. La señorita no sabrá qué estamos intercambiando, pensará que es un traje. Gabrielle estará haciendo un último favor a su antigua amiga permitiéndonos que este discreto trato tenga lugar entre sus telas y a través de una de sus empleadas.
—Disculpe mi asombro, pero ¿cómo ha sabido que he tenido que empeñar un joyero para sufragar las honras fúnebres? ¿Cómo lo ha recuperado tan rápido?
—Don Francisco, yo me dedico a estas cosas. El mundo es muy pequeño. Quédeselo de recuerdo. Será para usted, por los servicios prestados.
—¿Y le parece adecuado elegir a un Romanov como destinatario del paquete y de su contenido, que tanto valor sentimental tenía para una princesa a la que precisamente esa dinastía repudió?
—Ja, ja, ja. Entiendo que la princesa le tuviera aprecio. Es usted muy inocente, Francisco, una clase de persona de las que ya no abundan. Por supuesto que el nombre que figurará en el envoltorio no es el del destinatario, tan sólo es otro mensajero de confianza que tampoco sabe lo que transporta.
—¿La oferta incluye el resto del contenido del arca?
—Quédese lo demás, Francisco, esa parte no le será difícil venderla. Me da igual. Complemente su cuenta, o su retiro, o el de la familia Dolgoruky. Pero yo que usted, y no me gusta dar consejos, me dedicaría a vivir la vida. Es un monto razonable para que olvide para siempre esta cita, mi cara y nuestro trato.
—Tampoco me dirá quién es el comprador final, ¿verdad?
—
Au revoir
, Herr Pérez. Estoy seguro de que mañana se pasará por
chez
Chanel.
El interlocutor de Francisco se giró y comenzó a alejarse de la catedral. Mientras avanzaba por la rue Daru se quitó el sombrero y dejó a la vista una cabeza cubierta de pelo rojizo. Francisco se dio cuenta de que la música del coro había acabado y de que la sustituía el murmullo de las personas que empezaban a salir del funeral.
Las luces de las calles de París llevaban rato encendidas y los comercios comenzaban a cerrar sus puertas. Las húmedas aceras reflejaban la iluminación de los escaparates. Cuando Francisco Pérez giró el pomo de la puerta principal de Modas Chanel, sonaron unas campanillas.
—
Bonsoir
… —saludó elevando un poco la voz, cargado con un considerable paquete y a la espera de una respuesta.
La dependienta se acercó a él, solícita. Era la única figura humana que quedaba en aquel momento en el establecimiento; el resto era una amplia colección de maniquís femeninos ataviados con elegantes y atrevidas vestimentas.
—
Bonsoir, monsieur
. Mi nombre es Anna Andronikova. ¿En qué puedo ayudarle?
—Yo me llamo Francisco Pérez —comentó, algo azorado, pero absorto de repente por la mirada profunda de su interlocutora y el embriagador aroma de su perfume—. Disculpe la hora. No sabía que en este barrio cerraban antes que en el resto de la ciudad, pero traigo un encargo para un amigo del conde Romanov. No sé si usted sabrá de qué le hablo…