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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (31 page)

BOOK: La biblia bastarda
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Al redactor de sucesos no le hacía falta que le explicasen que aquélla era la residencia y cuartel general del Hombre de Acero, el sobrenombre con que la prensa internacional denominaba a Stalin, aquel proteico ser que había cambiado la ideología revolucionaria marxista por el sistemático aplastamiento de cualquier rebeldía o asomo de ella.

—Emilio, te ruego que mantengas en secreto lo que te estoy contando. Es más, no puedo estar segura de que ese joven que lee las noticias del deporte, aquella mujer que ves amamantar a un niño o el propio cobrador del billete no sean enlaces de los bolcheviques.

De los tres, pensó Emilio, el único con aspecto de activista revolucionario era el cobrador, pero el rigor con el que ejercía su oficio —no perdonó el billete ni a un pobre inválido que subió con el único apoyo de unas muletas— no casaba con el reparto equitativo y dadivoso de los bienes que promulgaban los comunistas.

—No es para tomárselo a broma. A través de la Komintern, el órgano internacional que mantiene vivas las conexiones de la causa soviética, me han pedido que me entere de hasta dónde has llegado con tus preguntas.

—Y eso es peligroso, claro.

—El personaje que me ha preguntado por ti me da repelús. Si estoy en lo cierto, en realidad se trata de un agente de la NKVD.

—Vaya, hasta para las siglas son complicados.

—Se trata de uno de los brazos armados más peligrosos del aparato de poder de Stalin. Se cree que han protagonizado acciones en el extranjero que prefiero no revelarte por tu propia seguridad. Siempre actúan solos. Por lo que sé hay alguno en Madrid, como este que vino a verme.

A petición de Emilio, su acompañante le describió el aspecto del agente ruso infiltrado que, como sospechaba, se ajustaba con la misma perfección con la que lo hacía su abrigo a la hechura del sujeto que le había salvado de una paliza.

—Me temo que ya lo he conocido. ¿Cómo se llama?

—Iván Kurashov, o al menos eso asegura.

El periodista, que tenía muy mala memoria para los nombres —especialmente si sonaban a caracteres cirílicos— decidió dejarlo en Ivan, mucho más manejable y respetuoso que el apellido, que sonaba a
curaçao
.

—¿Y qué es lo que quiere el camarada Ivan de mí? ¿Que abandone la investigación sobre el código?

—No, sólo quería saber qué habías descubierto.

«Nada», pensó Emilio; aunque revelar una verdad así de seca a un espía soviético podría desatar un enfado de dimensiones descomunales. No quería conocer en persona los métodos que utilizaban los secuaces de esa maraña de siglas cuando uno les confesaba que no tenía ni idea de aquello que esperaban oír.

—Pero, Irene, ¿cómo es posible que te hayas involucrado tanto en semejante enredo? ¿No será peligroso para ti verme?

—No, ellos quieren que me mantenga en contacto contigo para suministrarles información sobre tus pesquisas. Haré lo primero, pero me ahorraré lo segundo. Les diré que no has avanzado. Con todo, amigo Emilio, creo que las consecuciones de la Revolución del 17 son la única esperanza a la que aferrarse para poder soñar con un mañana lleno de justicia y vacío de miseria.

—Aquí nos bajamos —la interrumpió Emilio, que de nuevo se sintió envuelto en una intriga de la que había intentado en vano desembarazarse.

Dos minutos después, María y Carrerilla aparecieron. Ella había abandonado sus jerséis y sus blusas de oficinista para lucir una elegante chaqueta malva, muy enguatada en los hombros, y un sombrero de terciopelo negro que permitía un grado más de lucimiento al de por sí radiante amarillo de su cabello. El niño, como siempre, sonreía a la espera de acontecimientos.

—Venid —dijo Emilio—, os voy a presentar a una amiga. Ésta es Irene, compañera de
La Voz
. Tú la habrás visto alguna vez —dijo, dirigiéndose a Miguelito.

—Sí, eres la corresponsal en Londres. ¿Hablas inglés?

—Claro —contestó, aún más risueña de lo normal—, ¿quieres que hablemos un poco?

—No, no chamullo en muchos idiomas —repuso Carrerilla—, pero tengo un catálogo de coches que necesito traducir.

—Otro día me lo traes y, si fuese muy complicado, iré personalmente a la fábrica a preguntar. Si tienes alguno alemán, también podría intentarlo.

—¡Oh, sí, claro, el de la Opel!

Y así, entre risas, entraron al parque. Si alguien hubiese apostado por que aquélla era la estampa de un matrimonio corriente, con hijo y cuñada, habría perdido su envite pero nadie podría haberle negado la perspicacia.

—Emilio, no te he traído tu bufanda. La he olvidado —dijo de repente Carrerilla.

—Tranquilo, chaval, ya ves que el día está de sol.

Entre árboles dispersos, las mujeres desplegaban sus manteles como queriendo abrigar la maltrecha hierba de las praderas. Aquella soleada mañana invitaba al picnic campestre, y las ganas de disfrutar del día libre podían más que el frío que aún se agazapaba en las zonas umbrías, bajo las encinas, los castaños y los plátanos de las laderas. Poco a poco, alrededor de aquellos altares de tejido afiligranado con punto de cruz comenzaron a repartirse hombres y mujeres que querían mitigar las ganas de campo. Sus cuerpos sentados amojonaban la parcela que sería de su propiedad durante un par de horas. Allí había familiones que intentaban sujetar a los niños mientras sacaban de sus cestas las fiambreras llenas de tortillas y de filetes empanados, parejas que un día se declararon amor eterno al pie de aquel cedro, pandillas de amigotes que hacían correr la bota de vino de mano en mano y cuadrillas de amigas que no se dejaban cortejar cuando estaban en grupo. El Retiro componía una escena entre goyesca y tribal que invitaba a quedarse.

—¿Nosotros no traemos comida? —preguntó Miguelito—. Yo quiero contar hormigas mientras se llevan las migajas.

—Os voy a invitar a comer algo en el restaurante —respondió Emilio.

—De eso nada, pagamos a medias —intervino María.

—O pagamos nosotras —propuso Irene.

Esa porfía por saldar una cuenta que aún tardaría horas en llegar acabó convirtiéndose en un debate entre dos mujeres que se habían abrazado a la causa liberacionista de su sexo, cada una desde su particular perfil. Una era más próxima al campoamorismo, la otra más kentiana. Una promulgaba las conquistas desde la propia esencia femenina, la otra creía que era necesario amansar previamente al engreído varón. Una lloraba por las niñas de Oriente, mutiladas por una cruel tradición religiosa, la otra lamentaba la mutilación mental a la que sometían a todas las mujeres del mundo.

Tras un rato de caminata, Emilio se sentía cada vez más sobrepasado por la conversación. No comprendía cómo era posible que dos personas que estaban tan de acuerdo en sus fines fuesen tan opuestas en sus métodos. Miguelito también miraba boquiabierto a aquellas dos mujeres que acababan de hacerse amigas y que decían cosas tan extrañas como «castración social» o «amor descomprometido». Pensó que su amigo Emilio estaría de acuerdo con él en que el mundo del automóvil, a pesar del juego de las levas y las bielas, era mucho más comprensible que el de la mujer. El periodista habría coincidido plenamente con la observación.

Por fin llegaron al estanque, a donde los habían llevado las ansias de Carrerilla por ver una competición de traineras que ya había comenzado hacía un buen rato. La lámina especular que formaba el reflejo del sol sobre las aguas permitía ver con claridad cómo las quillas de aquellas pequeñas canoas se hendían en la superficie. Era un papel de charol rasgado por afiladas navajas que corrían propulsadas por brazos titánicos.

—Mira, Emilio: aquellos que van echando el bofe… ¡van a ganar!

Tal como vaticinó Miguelito, los remeros que parecían más fatigados habían conseguido tomar impulso y comenzaron a sobrepasar a los mejor situados hasta que entraron en la meta en primera posición. Representaban a la Sociedad Recreativa del Manzanares y sus familiares parecían muy alegres con la victoria.

Un organillo despedía melodías de baile para amenizar la comida campestre, aunque la repentina interpretación del himno de Riego proporcionó al parque un ambiente de ceremonia civil a ritmo de manubrio. Un barquillero, con su cilindro al hombro, atrajo a Carrerilla haciendo sonar su triángulo. Miguelito se quedó con el barquillo que le pareció más grande y sus acompañantes jugaron a «el que pierda paga». Hicieron girar la ruleta y pagó María, muy gustosamente. Emilio no quiso revelarle que tenía un amigo con una habilidad asombrosa: mediante una copa redonda, podía cambiar el rumbo de su suerte y conseguir que la lengüeta se detuviese siempre en el premio; así, hasta hincharse de barquillos o acabar con la paciencia del barquillero.

Pidieron unas tapas en un bar del parque que también se había adelantado a la primavera colocando un amplio invernadero de clientes formado por grandes cristaleras. Emilio utilizó todas las artes aprendidas en su etapa de camarero —un verdadero lenguaje de signos que sólo comprendían el cliente apurado y el barman solícito— para conseguir pagar la cuenta sin que las dos mujeres que le acompañaban se enterasen. Se ganó una bronca por partida doble. Irene invitó a los cafés y se despidió. Carrerilla fue a columpiarse sobre unas barcas que se balanceaban colgadas de un travesaño. María aprovechó el momento para conversar a solas con su amigo.

—Muy simpática, Irene.

—¿Verdad que sí? Es la impronta de la casa. En
La Voz
nos lo exigen antes de entrar a trabajar.

—Ya, pero hay algo más.

—¿Qué crees, que mantengo un romance con ella o algo así?

—No me refiero a eso. Sólo he notado que estás más preocupado de lo normal desde que la has visto.

Aquella dichosa mujer había puesto en funcionamiento la máquina de sonsacar verdades y su influencia sobre el periodista resultaba irrefrenable.

—Lo estoy, María —asintió.

—¿Es por lo del Códice Sinaítico?

—No lo sé muy bien. Desde que comencé a indagar sobre ese libro, todo ha comenzado a complicarse. Después vino el caso del joven al que mataron a las puertas de la facultad, ¿lo has leído? —María asintió con la cabeza—. Pues resulta que los falangistas estaban en el ajo y me han dado algún que otro susto.

Totalmente vulnerable a la droga que dispersaba el ingenio sacaverdades de María, el periodista le relató, a grandes rasgos, las trapisondas y las persecuciones que había vivido los últimos días. También le confesó que no había descubierto nada. Sólo se guardó los episodios del asesinato del anciano y de la paliza, que le parecieron poco decorosos para revelárselos a una señorita, por muchas máquinas de la sinceridad que manejase.

—¿Y te puedo ayudar de alguna manera? —fue su inesperada respuesta—. Lo del asalto a la biblioteca fue divertido, a pesar de todo.

Emilio se sentía mejor después de compartir sus experiencias con la joven, pero aquella oferta de colaboración fue un verdadero bálsamo para sus desasosiegos. Se sentía solo en aquel lío, como lo había estado en el resto de sus hechos biográficos. Una mano tendida no le vendría mal, aunque no quería implicar a María en un mundo de pistolas y apaleos.

—Es mejor que no, María. Desde hace días venía pensando en dejar de una vez lo del códice, pero al saber que los rusos están investigando me ha empezado a vencer de nuevo la curiosidad. Voy a seguir tanto con ese caso como con el del estudiante. Quiero ver hasta dónde soy capaz de llegar.

María atisbó en Emilio la entonación del héroe que empieza a percibir su conversión en mártir y se asustó.

—Ten cuidado. Tú sólo eres un periodista. Esa gente de la que me hablas parece dispuesta a hacer daño para conseguir sus propósitos.

—Sí, sólo soy un periodista, un hombre que se dedica a hacer preguntas. Pero me temo que en esta ocasión le estoy haciendo el trabajo a otros y, para colmo, tengo la sensación de que estoy metido en donde no me llaman. —Levantó los ojos del suelo para dirigirlos a María—. Hay que llevar a Carrerilla hasta la parada del bus.

—¿Y tú adónde vas?

—Te acompaño a casa y luego seguiré metiendo los pies en la charca, a ver hasta dónde me hundo hoy.

Después de dejar a su acompañante en su domicilio y agradecerle que le hubiese dedicado una mañana entera en lugar de uno de aquellos encuentros fugaces en la cervecería, Emilio pasó por el periódico. Era su día libre y nadie le obligaba a estar allí, pero necesitaba un teléfono para llamar a Vicente. Con un poco de suerte, el policía estaría en la comisaría. No podía dejarse llevar por esa sobrevenida desconfianza hacia él. Seguro que nunca le fallaría, aunque…

—Gisbert, ¿eres tú?

—¡Hombre! —fue su saludo—. El periodista desaparecido misteriosamente después de una noche… ¿agitada?

—El mismo, pero supongo que con cien pesetas menos: las que te debo.

—¡Qué me vas a deber a mí! Al contrario: he echado cuentas y tengo que darte… ¡ochenta pesetas! —cantó el policía con entonación de premio en un sorteo—. He ido a tu casa a buscarte para dártelas, pero no estabas, así que otro día será. ¿Qué más se le puede pedir a una noche? ¡Buenas compañías, unas copas y una propina que nos gastaremos tan ricamente a la menor oportunidad!

—Bien, ya haremos cuentas. En realidad te llamo porque quiero que investigues algo para mí. Antes tengo que contarte…

Emilio le explicó qué era el Códice Sinaítico y le mencionó que el facsímil había desaparecido de los sótanos de la Biblioteca Nacional.

—La otra noche hubo algo de movimiento en ese edificio, ¿no tendrás algo que ver? —le interrogó Vicente, aparentemente turbado.

Emilio no alcanzó a percibir si su pregunta era sincera o si suponía una emboscada para descubrirle en un renuncio. Tal vez Gisbert, o alguno de sus hombres, formaba parte de aquel rebaño de personas misteriosas que llevaba a sus espaldas desde que empezó a indagar sobre aquel libro.

—No, yo no he robado nada, pero quiero saber quién pudo haberlo hecho. ¿Podrías revisar los expedientes para ver si se ha registrado algún asalto a la biblioteca? Puede que la desaparición de un libro entre tantos miles de ejemplares os pasara inadvertida.

—¿Robo de libros? ¡Estos ladrones ya no son lo que eran! ¡Libros! ¡Qué degeneración, la de ese oficio tan noble! —lamentó Vicente—. Está bien, te lo miraré esta tarde. Aquí los sábados hay poca faena.

—Luego te llamo.

El periodista dejó el edificio de la calle de Larra para dirigirse a la Residencia de Estudiantes, en la colina de los Chopos. Ramón Panal se alojaba en aquel vivero de talentos que tanto nombre ilustre había dado al país. Emilio supuso que la relajación sabatina de un recinto universitario tan efervescente podría ayudarle a encontrar respuestas.

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