Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
Si un guionista necesitase encontrar un escenario para dar vida a una avanzadilla de la humanidad joven, sana, alegre, culta y despreocupada, ése sería la Residencia. Entre sus pabellones, los muchachos se agrupaban y se disgregaban como si de cada encuentro fuesen capaces de extraer un sorbo de saber, una ración de conocimiento o una peculiar destreza artística antes de buscar una nueva fuente que pasase por allí. Algunos bosquejaban retratos sobre amplios cuadernos, otros escribían poemas en cuartillas sueltas. Los del fondo revisaban sus libros de anatomía, que tenían colocados sobre las rodillas, y los comparaban con la complexión de sus congéneres del sexo opuesto, que deambulaban entre los jardines sin saber que eran objeto de un sesudo estudio somatológico. Emilio lamentó haber sido carne de seminario y no haber podido conocer aquella juventud de faldas vaporosas, pajaritas y lazos al cuello. Todos parecían predestinados a alcanzar la fama. Tan sólo les faltaba una barba prominente, un bigote enroscado o un sombrero extravagante para pasar a formar parte del elitista mundo de las brillantes figuras de su tiempo.
Tras un par de preguntas sobre si había residentes de la Facultad de Medicina, dio con una parejita que, a la vista estaba, compartía algo más que aula y hospedaje. Se presentó y explicó el motivo de su visita. Fue bien recibido por ambos, pero sólo habló el chico.
—Ramón era un chaval como no encontrará otro, se lo puedo asegurar. Todavía no entiendo cómo pudo pasarle algo así. ¿Panal en una organización revolucionaria? ¡Nunca! Es inconcebible.
La chica contemplaba a su novio con evidente embeleso, pero también con ganas de decir algo. Emilio la miró, pero la joven siguió delegando en su pareja.
—Al pobre lo matarían los de la Falange. No les gustamos, ¿sabe usted? Los espíritus libres que aquí se crían son la peor de sus pesadillas. Mire —añadió señalando hacia la entrada del recinto—, hoy han convocado un mitin ahí fuera, sólo para fastidiarnos.
—¿Y hay algo más que os haya llamado la atención a raíz de su muerte?
—Pues nada —reconoció el estudiante—, aparte de que su novia no ha vuelto por aquí. Debe de estar muy afectada.
—¿Y quién era?
—Otra estudiante de la Facultad de Medicina, de segundo curso. Se llama Marta y tiene un apellido compuesto…, no recuerdo cuál… —Miró a la chica en busca de auxilio.
—Miranda-Fábregas, con guión —aclaró ella.
Agradecido por las atenciones, y después de intentarlo sin éxito con algunos jóvenes más que desconocían las costumbres de la víctima, Emilio Ruiz dejó atrás los pabellones y se fue en busca de la salida. Unos metros más allá se topó con el grupo de jóvenes de aspecto bravucón que organizaban un mitin. Algunos vestidos rigurosamente a la usanza fascista y otros uniformados sólo a medias, comenzaban a desenrollar banderas rojinegras decoradas con un haz de flechas ceñidas por un yugo. Las colocaron a modo de telonaje tras una improvisada tarima que salió de una furgoneta rotulada con las siglas de la Falange. Emilio observaba la escena desde una distancia que le parecía lo bastante prudente para no despertar sospechas. Un hombre de mediana edad enarboló un cono de latón y, a través de él, comenzó a pronunciar consignas metálicas que se vieron inmediatamente arropadas por un prorrumpir de aplausos salpicados de fueras a la República. Cuando Emilio comenzaba a sentir hartazgo de tanto escuchar hasta dónde se podían estirar conceptos como «libertad», «futuro» o «paz», un segundo orador saltó al palco… ¡Era el rubio del flequillo que le había molido a porrazos! En medio del temor a que lo descubriesen, el periodista se alejó unos metros y desde allí, con una perspectiva más panorámica, pudo ver con claridad otras dos siluetas que, de espaldas, formaban parte de la caterva de agitadores. Uno era gordo y el otro grandullón: los compinches del rubio, a quien los demás aclamaban por sus palabras huecas. El recuerdo todavía vivo de sus cardenales empujó a Emilio a abandonar aquel discurso de campaña que únicamente vino a confirmar que quienes le buscaban no sólo amparaban su vileza bajo unas siglas políticas, sino que además contaban con una buena grey de simpatizantes que no tendría demasiados escrúpulos a la hora de sumarse a una agresión repentina al periodista que andaba olisqueando por allí.
Con el corazón todavía revolucionado, regresó al periódico. El silencio de la rotativa y el aspecto desértico de las dependencias le ayudó a recordar qué hacía allí: tenía que llamar de nuevo al inspector.
—Vicente, ¿has encontrado algo?
—Poca cosa. No parece que los libros figuren entre las prioridades de los cacos de Madrid, pero…
—Pero ¿qué?
—Hace algunos años se registró un suceso extraño en la biblioteca. Los trabajadores detectaron que alguien había forzado las puertas de los sótanos… No echaron nada en falta. Mis compañeros investigaron el asunto porque un marchante de arte estuvo preguntando unos días antes por algunos libros valiosos…
Las válvulas cardíacas de Emilio comenzaron a funcionar como una turbina enloquecida.
—¿Un marchante? ¿Quién era? —preguntó.
—Te vas a quedar de piedra. Se trataba de uno de los veteranos, Juan Van Raders, apodado el Cambiante, procedía de Holanda o Bélgica, no estamos seguros… Tenía un negocio de empeños en la calle de Velázquez y también compraba y vendía cosas de valor hasta que, el otro día, ¡apareció en su casa con un disparo en la sien! Estamos investigando precisamente ese fiambre. Tú no sabrás nada, ¿verdad?
Emilio detuvo las rotaciones malabares del lapicero para tomar aliento. Acababa de poner a un policía en la pista de aquel crimen del que llevaba días intentando apartarse. Con el corazón a punto de frenar en seco, intentó guardar las formas y cambiar de tema.
—Bueno, creo que hemos publicado algo… Por cierto, Vicente, ¿te suena el apellido compuesto Miranda-Fábregas?
—Sí, claro. Lees poco las páginas de sociedad de tu periódico. Es ese burgués que da unas fiestas para caerse de espaldas.
Emilio recordó de inmediato a don Fermín Miranda-Fábregas, gran benefactor de las sociedades caritativas católicas de Madrid y uno de los eternos candidatos a ampliar su parte del accionariado en la empresa editorial que pagaba su salario y el de todos quienes se cobijaban bajo aquel techo.
C
atalina Dolgoruky se había trasladado desde la Costa Azul hasta su piso de París para arreglar algunos asuntos económicos que, a medida que se veía anciana, le preocupaban cada vez más. Contaba ya setenta y un años. No había querido que la acompañara ninguna de sus hijas ni nietos porque le gustaba estar sola en la capital. Esa intimidad le permitía rodearse en silencio de la memoria de su esposo y de los aromas y colores de otras épocas, tan bien conservadas en aquel hogar en el que el tiempo no avanzaba. Pero, además, quería estar presente en la inauguración de una nueva
boutique
de moda con la que su amiga Gabrielle, dueña del negocio y estrella rutilante de la sociedad parisina, seguía subiendo escalones en el pujante mundo de la alta costura. El negocio de la ropa de lujo había sido su principal entretenimiento en el exilio francés, y apreciaba a aquella muchacha, cuyo carácter le recordaba a sí misma en su ya lejana etapa de San Petersburgo. Los éxitos de la flamante modista la hacían rejuvenecer y aquella apertura iba a ser el estreno del año en la capital del glamour.
Pero, además de la amistad de Gabrielle, contaba de nuevo con los servicios de Francisco Pérez, su ayudante preferido en los ya lejanos tiempos de San Petersburgo, a quien había recuperado el invierno anterior. Se conocían desde jóvenes y tenían casi la misma edad, aunque él se conservaba mejor. Ella lo achacaba a aquellos ungüentos que Francisco padre aprendió a fabricar en El Cairo con los beduinos Yabaliya y que, suponía, el hijo también utilizaba. En París, él se ganaba la vida supervisando unas clases de equitación por las tardes en una escuela de élite. La capital de Francia estaba llena de hijos de nobles y, sobre todo, de herederos de nuevos ricos con fortunas procedentes de las incipientes industrias. Ambiciosos de entrar en la cúpula de la aristocracia, montar a caballo era una de las llaves, por no hablar de las relaciones sociales que podían lograrse en esas exquisitas y caras escuelas. Por las mañanas trabajaba para la aristócrata rusa. Una de sus obligaciones era llevarle cada día la prensa. También se acercaba hasta el café de la Rotonde a recoger información sobre lo que sucedía en el interior de Rusia. Aquel lugar lleno de humo se había convertido en el cenáculo al que iban llegando todos los exiliados que querían saber las últimas noticias sobre su patria o quienes, simplemente, pretendían conspirar contra el nuevo gobierno comunista.
—¿Qué sabemos del zar y de su familia, Francisco? —preguntó la princesa, ansiosa al ver al español, que regresaba de la calle con unos periódicos.
—Alteza serenísima, no hay nada especial hoy. El nuevo gobierno bolchevique los sigue teniendo secuestrados en Siberia. Pero el periódico narra un rocambolesco suceso protagonizado por esos bárbaros: ¡han enjuiciado a Dios!
—¿Qué está diciendo? —preguntó extrañada—. ¿Cómo van a enjuiciar a Dios si no creen en Él?
—Le leeré a su alteza lo que publica el diario para que lo escuche por sí misma:
Moscú, 18 de enero de 1918
Hoy a las 6.30 de la mañana se ha ejecutado la sentencia de muerte que pesaba sobre Dios.
El controvertido «juicio del Estado soviético contra Dios» se celebró ayer por orden de Lenin. El tribunal estaba presidido por el comisario de Instrucción Pública, Anatoly Lunacharsky.
La vista comenzó con la lectura de los cargos al acusado, representado en todo momento por una Biblia que se colocó en el banquillo. El principal cargo presentado por los fiscales fue el de genocidio del pueblo ruso, al permitir que éste muriera de hambre durante decenios. Mientras, la defensa solicitó la completa absolución alegando que el acusado padece demencia.
Tras cinco horas de juicio, el jurado popular emitió el veredicto de culpabilidad y Anatoly Lunacharsky leyó el dictamen: sentencia de muerte de ejecución inmediata. No hubo posibilidad de apelación.
Un pelotón de fusilamiento ha disparado de madrugada una ráfaga hacia el cielo de Moscú para cumplir la orden del tribunal.
Durante unos segundos, Catalina se quedó mirando fijamente a Francisco sin decir nada y con los ojos muy abiertos.
—¡Pero qué barbaridad! —acertó a exclamar—. Si atacan sus convicciones más profundas, lo único que van a conseguir es que el pueblo ruso se ponga en su contra. Nadie puede intentar acabar con Dios, ése es un pecado de soberbia, aunque es cierto que cada día oímos mayores desatinos procedentes de nuestra tierra. Qué bien hiciste cuando decidiste irte. Y de la familia imperial, ¿no hay nada nuevo?
—Seguimos sin noticias. Como le he dicho, parece que permanecen deportados en Siberia.
Francisco había huido de San Petersburgo tras el asesinato de Rasputín a manos de un grupo de aristócratas. Aquella corte boqueaba su final y, percibiendo que se avecinaba el último aliento de la era de los zares, el español había emigrado hacia París como tantos otros rusos que escapaban de lo que el mundo observaba como una revolución, si bien en realidad sólo era una cruenta guerra civil.
Catalina, que había salido muchos años antes, a los pocos días del entierro de su esposo, mantuvo el contacto con el español, al que ofreció en varias ocasiones refugio en Francia si las cosas seguían yendo a peor en Rusia. Finalmente, Francisco aceptó. Tomó sus ahorros y sus recuerdos, y decidió buscar un lugar mejor, más cerca además de España, la tierra de sus ancestros y en la que había nacido. Cuando llegó a la capital francesa se dio cuenta de que la fortuna de la antigua zarina había menguado considerablemente, dado que ya no recibía su pensión, bloqueada tras la llegada al poder de los sublevados. Por esa razón buscó un trabajo como instructor en la escuela de equitación que supliera los ingresos que la viuda del zar no podía pagarle.
La princesa se sentía afortunada porque tanto ella como su familia habían abandonado Rusia mucho antes del período de desgracias que sucedieron a la muerte de Alejandro II, su esposo, a las que ahora se sumaba el reciente secuestro e incierto destino de la familia de su difunto. La prensa y los despachos internacionales eran muy confusos, pero Catalina Dolgoruky analizaba con atención cualquier línea que contuviera información sobre aquella corte, a pesar de que le resultaba ahora muy lejana. Se preguntaba siempre por qué seguía preocupándose por aquellos aristócratas que le dieron la espalda, que la humillaron, que ni siquiera le permitieron asistir al funeral oficial de su marido, el zar. Ella y sus hijos tuvieron que quedarse fuera de la iglesia mientras lo enterraban, maltratados por una familia que nunca la quiso. Aquellos rencorosos nobles habían negociado rápidamente un exilio dorado para ella y sus vástagos con tal de no volver a verlos por el palacio. Años después, los mismos aristócratas cobardes ni siquiera quisieron apadrinar, en bodas y comuniones, a sus hermanos de sangre. Siempre pensó que Dios le había dado lo único valioso que tenía aquella estirpe: el corazón de Alejandro. Y eso para ella había sido suficiente, aunque también significó su condena.
Desde aquella época, Catalina se había convertido en una experta en moda y dedicaba gran parte de su tiempo a la alta costura. Su vida transcurría entre el Mediterráneo y París, aquella ciudad que tantos recuerdos de su esposo le traía. Había sido su primer destino como amantes, pero Alejandro ya casi la trató como si fuera su esposa oficial. La capital fue el lugar donde su relación se convirtió en un secreto a voces. Los actos públicos representativos y las misas eran para la esposa, mientras las cenas y las noches se las ofrecía a ella, la concubina. Recordaba con saudade haber acompañado al que luego sería su esposo a una cena organizada por el célebre cocinero Dugléré. Los invitó Napoleón III, y también asistió Guillermo I de Prusia. Todavía guardaba el menú:
C
ena de los tres emperadores en honor de los reales visitantes de la
E
xposición
U
niversal de
P
arís