Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
El establecimiento londinense quedaba a la espera de que se buscara una forma de financiar la compra tras haber conseguido el compromiso de las autoridades de la isla. Mientras tanto, él iba a dirigirse a Rusia para comprobar la autenticidad de los pergaminos y su estado de conservación. Se llevaría el facsímil para cotejar una a una las hojas. Envió un mensaje a la embajada soviética: «El gobierno británico ofrece cuarenta mil libras por el Códice Sinaítico. Viajaré en breve a San Petersburgo para comprobar el estado del original. Las negociaciones sobre el precio y las condiciones quedan en manos de mi amigo y socio, Ernesto Maggs, en Londres».
Aunque sabía que su descubridor, Von Tischendorf, no logró recopilar todas las páginas del Código Sinaítico, temía que aquel tesoro hubiese sufrido nuevas pérdidas con el paso de los años. Cualquier hoja que hubiera desaparecido arrancada por algún soldado ortodoxo que quisiera un recuerdo del libro sagrado o por algún avispado bibliotecario que pensara venderlo por partes haría que el valor del códice menguara. En un país que había pasado tanto tiempo sumido en una guerra civil, era muy posible que alguien hubiese mutilado aquella Biblia. Él tenía que encontrar un precio justo para ambas partes, pero también debía cerciorarse de que se trataba del códice más preciado por la comunidad cristiana internacional. Recordaba que el español le había relatado que su padre había tenido un importante papel en el traslado del libro desde Egipto hasta Rusia y que no había sido una cesión sencilla por parte de sus primeros dueños, los monjes de Santa Catalina. Ahora todo aquello cobraba vital importancia. Quizá hubiese otros papeles, ya que una compra por lotes pudo dejar por el camino algún documento que ahora resultaría fundamental. Tal vez Francisco pudiera ayudarle con más información sobre el Sinaítico. La venta de aquel libro iba a ser la más cara de la historia, y tenía que asegurarse.
Era ya tarde. Salió de la oficina y se dirigió al café de la Rotonde, donde con suerte se encontraría al español o con alguien que supiese de su paradero. Llegó al establecimiento atravesando unos oscuros soportales y por fin entró en aquella especie de jaula con paredes de cristal. Allí se reunía lo que quedaba del imperio de los zares: una corte en el exilio cada vez con menos esperanzas de volver a gobernar en Rusia, de donde llegaban constantes noticias de un feroz control sobre la población y de durísimas represalias ante cualquier atisbo de resistencia. Si alguien quería localizar a un ruso o a cualquiera procedente de aquella tierra, el café era el lugar adecuado.
Era un establecimiento sucio y viejo, una sensación incrementada por el vaho de los cristales. Aparte de jugadores de ajedrez y músicos, el local lo frecuentaban mujeres y hombres que buscaban canjear fortunas a cambio de títulos nobiliarios por la vía del matrimonio interesado. Aunque no diera de comer, el abolengo otorgaba algo de altura social en aquel París de comienzos de los treinta. La decadencia del local y sus moradores era evidente, y hasta los pocos espías que quedaban indagando posibles traiciones entre copas de vino y tazas de café formaban ya parte de aquella estable familia de conspiradores. No había reunión que no albergara a algún delator soviético reconocido por todos los demás miembros.
Nada más entrar pudo ver al fondo, al lado de la caja registradora, a una señora gruesa que leía los periódicos sin importarle quién atravesaba la puerta del local. Avanzó hasta la barra, atendida por un solo camarero. Pidió un café. Cuando le sirvió la taza se dirigió al barman.
—Disculpe,
monsieur
, que le haga una pregunta: ¿la señora del fondo es Nadia Stahl, la encargada del café?
—Así es, señor. ¿Quién lo pregunta?
—Puede usted decirle que soy un antiguo conocido de la Société d’Equitation de París. Me gustaría hablar con ella.
El camarero se acercó a Nadia, quien se cambió las gafas que portaba por otras que sacó de su bolso. Miró al librero un par de veces y se acercó hasta la barra.
—Monsieur… —puso a prueba su memoria durante un segundo— Ettinghausen. ¡Cuánto tiempo sin verle!
Mauricio hizo una leve inclinación, tomó la mano de Nadia y se la acercó a la boca en ademán de besarla.
—Encantado de saludarla, madame Stahl. Ha pasado mucho tiempo. Veo que su negocio sigue como siempre, parece que no pasan los años por él ni por usted.
—Es muy amable, Mauricio, pero no del todo sincero. El café ya no es lo que era. Muchas de las personas que venían aquí han emigrado, otras se han integrado en la sociedad francesa. Las cosas de Rusia interesan menos. Ahora tenemos un público más internacional. ¿Ha quedado usted con alguien aquí? ¿Algún comprador de esas maravillas impresas que posee? ¿Un ruso en apuros que quiera venderle una primera edición de Antón Chéjov? Dicen que están muy de moda sus obras en Inglaterra desde que han empezado a traducirlas.
—No,
madame
. Estoy buscando a Francisco Pérez, un anciano profesor de hípica que me presentó hace años. Necesito hablar con él por un asunto que puede ser importante.
—Pues va a ser complicado,
monsieur
, porque Pérez regresó hace una década a Galicia, en España, la tierra de su familia.
—¡Qué contrariedad! ¿Y no hay forma de contactar con él? —lamentó Mauricio.
—El señor Pérez ya era bastante mayor cuando se fue. Había recorrido mucho mundo, ¿sabe? Dicen que fue amigo del duque Nicolás y del propio Rasputín. Yo creo que tenía ganas de vivir sus últimos días tranquilo, lejos ya de las intrigas de París y San Petersburgo. Si no me equivoco, rondaba los ochenta años cuando volvió a su pueblo natal.
—¿Y no tendrá usted alguna dirección a la que escribirle?
—Espere un momento, voy a buscar en el libro de notas del Café, donde creo que apuntamos unas señas que nos dejó. Este lugar es como una estafeta de correos, casi como una embajada, con tanto exiliado y viajero que pasa por aquí. Muchas veces releo ese cuaderno e intento imaginar qué fue de los que se han ido.
Nadia se dirigió hacia la parte de atrás de la barra, que daba a la cocina, y volvió con un dietario que tenía una fecha escrita a mano en la portada: 1922.
—Vamos a ver… Aquí está: Francisco Pérez. Localidad de Corbelle, provincia de Orense. España. Allí puede escribirle, si vive todavía, aunque quizá fuera mejor que se dirigiera a su mujer, que también atravesó los Pirineos junto a él.
—¿Cómo se llama?
—¿Su esposa? No recuerdo bien su nombre de pila. Todos la conocían como la princesa Andronikova.
—Perdone —la interrumpió Mauricio, algo extrañado—, ¿no se referirá usted a Catalina Dolgoruky? Esa mujer falleció hace más de diez años. Es imposible que sea ella. De hecho, Francisco nos vendió piezas de su colección tras su muerte.
—Monsieur Ettinghausen —intervino la mujer, en tono indulgente—. Permítame que le corrija. Catalina era la princesa Yurievskaya, ése fue el título que le había otorgado su esposo, el zar Alejandro II. Francisco era uno de sus sirvientes, casi un amigo en París. La princesa Andronikova era la pareja del español: una preciosa rusa bastante más joven que él. Según mantenía ella misma, poseía ese título, aunque muchos en este bar no habían oído hablar nunca de él. En cualquier caso, esa bella mujer, que alardeaba de tener ascendencia española, sería capaz de hacer perder la cabeza a muchos hombres con sus cabellos rubios y sus ojos celestes. En Rusia teníamos muchas princesas antes de la revolución y posiblemente ahora, con la corte en el exilio y sin papeles que lo demuestren, tengamos más nobles en París que hace cuarenta años en San Petersburgo.
—Y se fueron juntos hace ya tiempo, según me dice.
—Así es. Francisco y su amada emigraron hacia el pueblo de Corbelle, donde, a mi juicio, no creo que resulte muy útil ser princesa. ¿Qué necesita de ellos?
—No se preocupe,
madame
. —Trató de quitarle hierro al asunto, algo alarmado por el interés que había despertado su indagación—. Me vendría bien encontrarlo para que me asesorara en un asunto relacionado con un lote de papeles que me vendió, pero tendré que arreglármelas de otra forma.
Mauricio se despidió de Nadia tras agradecerle la atención que le había dedicado. En cuanto salió del café y las campanillas de aviso advirtieron del inminente cierre de la puerta, la rusa hizo una seña al camarero, que había estado observando toda la conversación sin prestar mucha atención mientras, con un trapo, limpiaba de manera casi obsesiva y mecánica un único vaso. Se acercó a ella para escuchar, entre susurros, su confidencia.
—Es un famoso librero parisino. Se llama Mauricio Ettinghausen y busca a Francisco Pérez, un español que fue asistente de la viuda del zar Alejandro II. Él y su esposa emigraron hace años a España. Dice que fue su cliente y que tiene información para él. Es quien le vendió un lote de papeles de Catalina Dolgoruky. Resulta extraño, han pasado más de diez años. Tiene que ser algo muy importante para buscar a alguien tanto tiempo después. Vamos a ver adónde nos puede llevar esto, tal vez esconda un buen negocio.
El camarero, un hombre robusto, esperó a que su jefa se retirase. Antes de cerrar el negocio se guareció bajo su inseparable abrigo marrón y fue en busca del teléfono. Sin la menor muestra de nerviosismo, marcó el número de París en el que mejor pagaban aquel tipo de información.
A
su llegada, el gesto esquivo de Juani y la mirada en polvorosa de Visi le advirtieron de que allí dentro le esperaba algo que le había convertido en un compañero incómodo.
—El jefe te busca, no tardes —le comunicó Joaquín, siempre tan servil a la hora de cumplir los encargos de sus superiores.
Emilio se encaminó al despacho indicado. Iba a golpear con su mano aquellos cristales que con frecuencia se convertían en expresión batiente del enfado de su ocupante, pero no fue necesario.
—Pasa, Ruiz —resonó la voz del jefe, quien tiraba hacia abajo de los tirantes como si quisiera apocar su cuerpo ante la presencia de alguien—, te presento a don Fermín.
De traje gris y con el sombrero de bombín sujeto en la mano derecha, a la altura de su muslo, estaba don Fermín Miranda-Fábregas, la cartera de valores más codiciada en ese momento para entrar a formar parte del órgano de administración que vigilaba los fluctuantes números del periódico, el dadivoso prohombre que acudía a cualquier aparición episcopal en la que se repartiesen limosnas entre los pobres madrileños, el aristócrata que suplía el escaso tinte azul de su sangre con cuantiosos óbolos para la obra de Dios en el mundo republicano, el padre de Marta, la novia de un estudiante muerto de dos disparos y una pedrada.
—Supongo que estoy aquí para escuchar —dijo Emilio con resignación.
—Ruiz, sabes que ahora mismo las cosas están muy complicadas —comenzó a explicarse el jefe—. El periódico no tiene precisamente beneficios desde hace meses. El gobierno se empecina en desoír nuestra propuesta de incrementar el precio del ejemplar en cinco céntimos, petición que, por otro lado, han consensuado los editores. Para colmo, la radio parece haber llegado para quedarse y cada día son más los anunciantes que prefieren escuchar el reclamo de sus productos a leerlo en un papel. En fin, la empresa ha empezado a ascender una cuesta tan empinada que puede hacernos rodar de nuevo hacia abajo en cualquier momento.
Emilio se hizo cargo inmediatamente de lo mal que empezaba aquella reunión.
—No me han llamado para anunciarme un aumento de sueldo, eso está claro.
—Actualmente don Fermín es uno de nuestros pocos valedores —continuó su superior—. Está muy interesado en comprar acciones de la sociedad. Posiblemente sea necesaria una ampliación del capital para poder seguir adelante.
—Bien, lo que he escuchado hasta el momento es de conocimiento público. ¿Y qué pretende de mí?
—¡Que deje de investigarme de una vez! —prorrumpió el capitalista sin más contemplaciones—. ¡Usted y esa joven! —añadió mientras le apuntaba con el sombrero.
Al contrario que Emilio, quien sólo conocía someramente la apremiante situación contable de la empresa, era evidente que Miranda-Fábregas tenía noticia mucho más minuciosa sobre sus movimientos.
—Yo no le estoy investigando, su nombre ha aparecido en mi camino. ¡Yo sólo indago sobre la muerte de un pobre estudiante! —intentó defenderse el periodista.
—Emilio, no te soliviantes, escucha lo que tiene que decirte —le ordenó el jefe con tono conciliador.
—¡Sabe usted mejor que yo que han estado haciendo preguntas sobre mi hija! —siguió el financiero—. La pobrecilla está atravesando un trance personal terrible debido a unas circunstancias en las que, por casualidad, se ha visto desgraciadamente envuelta. Seguir por ese camino, señor Ruiz, no le llevará a nada. De hecho, he solicitado amablemente a sus superiores que lo aparten desde ahora mismo de ese quehacer.
—Lo siento, Emilio —asumió el redactor jefe, quien ya había alejado su mirada hacia donde resultaba imposible que se cruzase con la de su empleado, por mucho que la necesitase Emilio en aquel momento.
—Pero… —suplicó el azorado redactor.
—¡No hay peros que valgan! ¡Deje usted a la policía hacer su trabajo! —añadió don Fermín.
—Así es, Emilio, debes alejar tu lápiz de esa historia. Tenemos demasiados asuntos de los que ocuparnos en este periódico como para permitirnos perder el tiempo con un asesinato que ya está en manos de las autoridades —añadió el jefe.
—¡Y no hay más que hablar! —remató el inversor en potencia, cuya mano describió un arco ascendente hasta colocar el bombín en su lugar natural: la confirmación de su inminente y súbita despedida.
—Lo lamento mucho, Emilio, este asunto me supera —fue la única explicación del jefe, que, cabizbajo, parecía hablarle al escritorio.
Joaquín revoloteaba por el pasillo con la intención de enterarse de si lo que se estaba ventilando en aquella reunión era un ascenso.
—Tranquilo, Joaquín. Por esta vez, mantienes tu empleo sin sanciones, ¡pero ten más cuidado en la próxima ocasión o te caerá una muy gorda! —fue el desconcertante e improvisado mensaje que le mandó un airado Emilio antes de dirigirse apresuradamente hacia la calle.
Una vez fuera, insatisfecho con las explicaciones que había escuchado en el despacho, oteó las aceras en busca de la silueta de Miranda-Fábregas. La encontró de inmediato, de pie ante un edificio. Parecía haberse detenido para observar unos carteles de espectáculos taurinos que, de veraniegos y caducos, habían comenzado a amoldarse a la trama de rectángulos que formaban los ladrillos de la pared. Allí mismo lo abordó.