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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

La biblia bastarda (19 page)

BOOK: La biblia bastarda
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—Esta noche, imposible. Tengo que completar una investigación sobre casinos ilegales, ya sabes cómo está lo de los «prohibidos» en Madrid…, pero mañana…

Aquella mujer tenía un detector de mentiras instalado bajo el cráneo: un leve gesto de reproche era la señal de que alguien acababa de contar un embuste.

—Ya…, un casino —dijo la bibliotecaria.

—En serio, he quedado con Vicente, el inspector de policía.

No sólo tenía activado el detector de trolas, sino que contaba con otro extraño ingenio que obligaba a los hombres a hablar más de la cuenta. ¿Por qué la naturaleza no se lo había dado a él para sus entrevistas?

—Bueno, pues quedamos mañana —zanjó María la cuestión.

—¿Por la noche, entonces?

—Será lo mejor. Nos colamos en la biblioteca cuando sólo esté el vigilante. No seas timorato. Si nos descubren, diré que eres mi novio y que no teníamos otro sitio en el que quedar a solas. Tú déjamelo a mí. ¿Dónde podré localizarte por la mañana? ¿En el periódico?… Oye, por cierto, ¿cómo haces para no despeinarte? Mis compañeras pagarían su peso en oro, que no es poco, por los potingues que mantienen intacto ese corte.

—No hay secretos. Me arreglo el pelo en una barbería que es como mi antigua casa. Pero si tus amigas quieren comprobar personalmente lo consistente que es mi cabello, diles que me dejo… —En lugar de acabar la frase, Emilio introdujo sus dedos a contracorriente, cual rastrillo, en aquella mata de líneas paralelas que volvieron dócilmente a su lugar.

Ni con aquella pantomima le arrancó a María una triste risita con la que alegrarse el café.

Carrerilla entró en el local. Había visto a su amigo dentro y la compañía femenina no le pareció un obstáculo para intentar pegar las mangas en busca de un chocolate humeante. Hechas las presentaciones, el niño voceador se postuló para cualquier eventual reparto que necesitase la bibliotecaria.

—Creo que los libros que nosotros manejamos pesarían demasiado para ti.

—Haz la prueba —respondió Miguelito, sacando pecho, y obtuvo de inmediato el convite a chocolate.

Cuando la joven se fue y cruzó la embocadura de la calle del periódico, Juani estaba a la puerta, pasando las páginas de una revista con dificultad porque tenía los dedos helados. Era la centinela encargada de informar al resto del cuartel sobre los movimientos de la chica misteriosa que había venido a arrebatarle una de sus últimas oportunidades de apareamiento.

Mientras caminaba por su medio natural, la ciudad, Emilio Ruiz repasó sus próximas horas de vida: una jornada de trabajo en
La Voz
; una noche de «prohibidos» entre dinero, crupieres, bebidas y mujeres, todos ellos de vellón; otra jornada laboral sumido en efluvios de resaca y, por fin, una segunda noche dedicada al asalto de una institución oficial. En resumen, un buen compendio de su consabida querencia a las complicaciones y a la vida disoluta.

—¡Qué se le va a hacer! —reflexionó en un murmullo—. La vida no siempre se ajusta a lo que te toca escribir sobre ella.

Terminada la redacción de unos cuantos sucesos escasos de sangre y de productos de casquería, Emilio Ruiz buscó a Carrerilla hasta encontrárselo recogiendo manos de periódicos con las que salir a la calle. Con la gorra de visera calada, la prenda que mejor delataba su oficio, las orejas se mantenían pegadas a la cabeza, lo que le restaba gracia en la expresión, aunque el rapaz lo compensaba con un constante gesto de entusiasmo.

—Emilio, ¿me llevas a los «prohibidos»? —dijo con el mismo tono que si hubiese pedido ir al tiovivo.

—¿Quién te lo ha dicho? ¡Este Gisbert es un bocazas!

—Cálmate, sólo me lo ha dicho a mí. Bueno, en realidad me ha pedido que me asegurase de que te despegabas de la chica y de que estabas por aquí a eso de las ocho.

—No creo que los juegos ilegales sean el ambiente más apropiado para ti.

—¡Oye, que yo ya he estado hasta en un prostíbulo! —se destapó, pronunciando esa palabra como si fuese un académico en la materia.

—No quiero saberlo, Miguelito. Escucha una cosa: tu situación familiar es… —buscó una palabra que no hiciese daño— precaria. Vives con tus tíos y con tus primos; si los de Menores te cazan en un sitio así, te mandan al Orfanato del Pardo y te quedas allí interno, sin trabajo y sin futuro.

—¡Pero tú me dijiste que las chicas del prostíbulo eran más recomendables que las de las carreteras! —protestó Carrerilla—. A ésas me las encuentro cada noche cuando vuelvo a casa. Me dicen: «Mi chulapín, ¿quieres un trabajo manual?». Cobran diez céntimos a los pequeños y veinte a los mayores. A mí me cobrarán veinte dentro de poco… —añadió con aparente aflicción.

El periodista no quería escuchar nada más sobre semejantes mujeres asaltaniños. Invocó en silencio a Onán para que se apiadase de aquella criatura y la mantuviese alejada durante el mayor tiempo posible de las ponzoñosas manos que se le apareciesen en la carretera de la vida.

—¡Te digo que no, que no vendrás conmigo a un sitio así! Al terminar el reparto, te vuelves a casa y, cuando pases al lado de esas señoritas, bájate aún más la gorra para no oírlas.

—También hacen gestos… —dijo el niño, algo avergonzado.

—¡Pues ponte gafas ahumadas, pero no te pares! Y mañana me recuerdas que te traiga algo de permanganato.

—Emilio, ¡pareces un cura! —concluyó Miguelito con cara de enfado.

El periodista se quedó mirando al chiquillo mientras se marchaba con sus periódicos. Miguelito le provocaba un sentimiento de apego que prefería no tratar de identificar, por si descubriese que era algo parecido al paternalismo.

Los procaces comentarios dirigidos por Gisbert a las chicas de la entrada le advirtieron de que era hora de recoger su gabardina y su bufanda.

—¡Vicente, deja a las chicas tranquilas, que tienen novio!

—Yo no lo tengo porque Emilio no quiere —se explicó Juani, muy altiva.

—Pues yo sí tengo, aunque Emilio no quiera —apostilló Visi.

—¡Coño, Emilio, estás en boca de todas! —concluyó el inspector—. ¿Qué les das?

—Tiempo, en ambos casos —contestó el periodista, mientras pasaba un brazo por los hombros del policía, que ni a empujones quería salir de allí.

Cumplidamente cenados con unas tapas de aceitunas y unas gambas a las que los invitó el barman, convencido de que era mejor ganarse el favor del poder ejecutivo y del periodístico sin gastar más de una ración, se aproximaron al local de la calle del Pez en el que los esperaba una noche de grandes ganancias. Ése era el criterio de un inspector de la policía que, con un sueldo poco más digno que el de su amigo, mantenía a una familia y a algunas amantes ocasionales. Un portón de madera, repintado de verde y flanqueado por ventanales polvorientos, era la regia entrada de aquel antro. Gisbert acercó sus nudillos a las tablas e hizo sonar un repiqueteo parecido a una clave.

—Tranquilo, Emilio, lo tengo todo controlado.

Dio un paso atrás justo en el momento en que uno de los cuarterones de la puerta se abrió y afloró el ala de un sombrero que ocultaba una voz rota que no parecía contenta con la visita.

—¡Hostias, los maderos!

—Tranquilo, Martínez. Venimos a tentar a la fortuna.

—Entonces, ¿no es una redada?

—¡Qué va! Estoy fuera de servicio. ¿Vuelan ya los naipes?

La hoja derecha de la puerta se entreabrió. El sombrero salió por completo y un hombrecillo que venía debajo miró repetidas veces a ambos lados de la calle.

—¡Martínez, que el policía soy yo, coño!

—¡Como para fiarse de vosotros!

La voz de aquel cancerbero se quebraba aún más al salir al exterior, seguramente abrasada al pasar por una garganta que se había cincelado a base de tragos de licor. Casi sin hombros en los que sujetar su chaqueta y calzado con unas enormes botas, parecía el muñeco de un ventrílocuo escapado de la función.

—Pasad.

El zaguán, en el que se dispersaban algunas sillas de enea y una artesa que le daban aspecto de caserío de pueblo, estaba ocupado por dos mujeres que hacían la espera a sus respectivas parejas. Ambas se habían dejado deslumbrar por las promesas de fortuna fácil que les hicieron los tahúres de sus novios, igual de tramposos en el mus que en el juego de mujerear. En lugar de disfrutar de los prometidos cruceros lujosos y de las vacaciones exóticas en Oriente, el destino las había dejado varadas en aquel puerto de baja estofa. Las dos maceraban su desgracia a base de cigarrillos encajados en largas boquillas que pretendían alejar al máximo la enfermedad de sus pulmones. Las parsimoniosas volutas que surgían de sus bocas se enroscaban entre baratijas doradas que colgaban de las orejas, cuellos, muñecas y tal vez de otras partes menos visibles del cuerpo. Aquellas mujeres se conservaban al humo, y el resultado no era tan apetecible como el de otras chacinas que Emilio había visto en el mercado. Aunque, cuando estuvieran desprovistas de toda la nocturnidad que arrastraban sobre sus cuerpos, debían de ser unas chicas comunes y hasta gentiles.

Gisbert las saludó amigablemente y abrió la segunda puerta sin necesidad de contraseña. Las paredes del viejo almacén estaban desnudas. El suelo y el techo reñían por oscurecer el ambiente. Unas lámparas industriales reflejaban su luz mortecina en varias mesas, de todas las formas geométricas imaginables, que rodeaban a una ruleta de respetables dimensiones. Una docena de hombres desprovistos de sus gabanes, pero no de sus sombreros, ennegrecían aún más la atmósfera con el humazo de largos cigarros en combustión. Al fondo, un señor orondo y velludo administraba lo que parecía una barra de bar. A su lado, la cigarrera intentaba despachar mercancías que le habían sobrado del menudeo diurno.

—Emilio, aquí hay unas normas —le advirtió Gisbert con sigilo.

—¿Y conviene saberlas?

—Desde luego, si quieres salir de pie. Son sencillas: no dejarse timar, no hacer saltar la banca y tomarse algo, para que hagan caja.

Transgredir cualquiera de aquellas normas podría entrañar los riesgos para la integridad física que había mentado su compañero, pero cumplirlas no parecía garantizar una noche con final feliz, así que se dejó llevar por su intuición.

—Empecemos por la copa, ¿qué tomas? —le dijo al policía.

—Antes de nada, vamos a hacer un depósito común, un bote. Veinte duros cada uno, ¿vale?

—Tenías que haberme avisado. No sé si llevo suficiente dinero —lamentó el periodista mientras abría su billetero.

—Te hago un préstamo, sin intereses, siempre que no me pidas más. Aquí están —dijo mientras sacaba de la cartera varios billetes prendidos de la pinza que formaban sus dedos—. Yo tomo un coñac. ¡Arturo! —llamó al barman—. ¿Me llenas la copa que te dejé ayer?

Aquella copa que le entregaron era casi del tamaño de una bola del mundo de las que se usaban en la escuela para situar las antípodas y el Kilimanjaro. A Emilio le pareció que sería conveniente aparentar que se ajustaba a los cánones de un local de aquel jaez, de modo que pidió un whisky: un Johnnie Walker.

—Este tipo de botella no se puede volver a llenar —le contó Emilio—, no como la tuya. Seguro que estás bebiendo ricino destilado.

—Peores cosas me he llevado al tragadero —dijo el policía mientras le proporcionaba un generoso sorbo a la copa—. Lo importante no es el contenido, sino el cristal.

—¿A qué te refieres?

—Fíjate, aquí los vasos están hechos de cristal bruñido. Es para evitar los reflejos, que pueden darte pistas sobre las intenciones de los jugadores. Sin embargo, esta hermosura de copa que uso —Emilio admitió mentalmente que aquella copa era el copón— deja entrever alguna imagen trasera, también en los laterales. Aunque hay que ser perspicaz, como tu amigo el escritor cuando se miraba en los espejos retorcidos de la calle del Gato. Hay que saber ver la esencia del gesto, del tic…, en rostros deformes. Y también te puede avisar de que se acerca a tus espaldas una navaja traicionera.

Emilio no alcanzaba a entender por qué Vicente le creía amigo de todos los escritores del momento. Tal vez, para el policía, un ilustre dramaturgo y un periodista de segunda fila no escondían diferencias apreciables.

—¿Y por qué te dejan utilizarla?

—Porque es rara y da el pego —zanjó el inspector la cuestión—. Yo me voy a jugar. Si quieres, me acompañas un rato y, cuando estés más suelto, te dejas caer por alguna de esas timbas —dijo, señalando las otras mesas—. Hay dados, bacarrá… Yo confío en la suerte del novato, pero recuerda: vamos a medias en las ganancias, en las pérdidas y en las hostias.

—Si las hubiere, de acuerdo.

—Empezaremos por la ruleta. Estoy seguro de que ese trasto ha salido de nuestra custodia.

—¿Desde cuándo tenéis juegos de ruleta en las comisarías?

—No, hombre: las confiscamos cada poco y las guardamos en los depósitos. Luego salen a subasta y vuelven a estar a disposición de estos truhanes. Sólo hay que seguirles la pista a los compradores. Tarde o temprano aparece el nuevo dueño, aunque casi siempre es el mismo: Hurtado.

—¿El hampón?

—Justo, el propietario de este tugurio y de al menos otros dos que están cerca del paseo de la Castellana. El tío domina el negocio del juego, y donde hay parné, como ya sabrás, hay poderío.

El periodista había escrito algunas noticias judiciales que intentaban relacionar a Hurtado con la delincuencia organizada, pero el sospechoso siempre salía limpio, por impensable que pudiera resultar esa condición dada la indecencia de sus operaciones.

—Tú siéntate a mi lado y observa —terminó el policía antes de pasar una pierna por encima del respaldo de la silla y repantigarse en ella.

El cenicero exhalaba la tufarada proveniente de un amasijo de cigarros aplastados en varios estratos de creciente antigüedad. Un dandi de segunda, que había dejado en casa tanto a su mujer como al insostenible pretexto de acudir a una cena en el club de hípica, limpiaba con una servilleta dos pequeños y delatores cercos de carmín por los que no se sentía culpable. Más allá, un montón de huesos largos encajados con forma de persona se escondía bajo la vestimenta de un obrero. La boina ladeada hacia la ceja derecha le proporcionaba un aire miliciano que se acentuaba en aquellos ojos, hundidos como roblones a golpe de maza. Desprovisto de labios pero abundante de nariz, hacía entrar el humo de su cigarrillo por las rendijas de los dientes y lo expulsaba a empujones por la chimenea superior. Maldecía con el gesto cada jugada, como si esperase una que nunca llegaba para bendecirla. A su lado, un orondo tratante de ganado buscaba la manera de hacerse un nombre entre aquella selección de tramposos de la peor nota. Al fondo, supervisando los giros de la ruleta y arrastrando billetes hacia sí, presidía la mesa una especie de jefe de pista circense que hacía las veces de crupier. Ataviado con un esmoquin acharolado que antaño fue rojo y calzado con botines rematados en el mismo color desvaído, constituía la mayor concesión al glamour de aquel local en el que se reunían los verdaderos profesionales del fracaso. No se apostaba con fichas, como en el cine, sino con billetes zarrapastrosos y, en el mejor de los casos, de curso legal. No sabía por qué razón, pero Emilio se sintió integrado entre aquel grupo de personas que bien podrían haber rodeado la mesa de un comedor social sin haber despertado la menor sospecha.

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