La caída de los gigantes (65 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Lev lavó la almohaza y el limpiacascos. A las seis y cinco se despidió del mozo de cuadra al cargo y se encaminó hacia First Ward. Tenía la sensación de que llamaba la atención, cargando con un saco de forraje por las calles, y se preguntó qué diría si algún poli lo paraba y le exigía que le mostrara lo que llevaba en él. Pero no estaba demasiado preocupado: gracias a su labia, era capaz de salir airoso de la mayoría de las situaciones.

Se dirigió a un bar grande y popular llamado Irish Rover. Se abrió paso entre el gentío, pidió una jarra de cerveza y se bebió la mitad con avidez, de un solo trago. Luego se sentó junto a un grupo de obreros que hablaban en una mezcla de polaco e inglés. Al rato, preguntó:

—¿Alguno de vosotros fuma Fatima?

Un hombre calvo que llevaba un mandil de cuero contestó:

—Sí, yo siempre fumo Fatima.

—¿Te interesa comprar una lata a mitad de precio? Veinticinco centavos cien cigarrillos.

—¿Dónde está el truco?

—Se extraviaron. Alguien los encontró.

—Parece un poco arriesgado.

—Hagamos una cosa. Deja el dinero en la mesa. No lo cogeré hasta que tú me digas.

Los hombres mostraron entonces más interés. El calvo rebuscó en un bolsillo y sacó una moneda de veinticinco centavos. Lev cogió una lata del saco y se la tendió. El hombre la abrió; sacó de ella un pequeño rectángulo de papel doblado, lo abrió y vio que se trataba de una fotografía.

—¡Eh! ¡Pero si viene con un cromo de béisbol y todo! —exclamó. Se llevó un cigarrillo a la boca y lo encendió—. Muy bien —le dijo a Lev—. Coge el dinero.

Otro hombre observaba la escena por encima del hombro de Lev.

—¿Cuánto? —preguntó.

Lev se lo dijo, y el hombre compró dos latas.

En la siguiente media hora Lev vendió todos los cigarrillos. Estaba encantado: había convertido dos dólares en cinco en menos de una hora. Trabajando tardaba un día y medio en ganar tres dólares. Quizá le comprara a Nick más latas robadas.

Pidió otra cerveza, se la tomó y salió tras dejar el saco vacío en el suelo. Una vez fuera, se encaminó hacia Lovejoy, un barrio pobre de Buffalo donde vivían la mayoría de los rusos, junto con numerosos italianos y polacos. Podría comprar un filete de camino a casa y freírlo con patatas. O podría recoger a Marga y llevarla a bailar. O podría regalarse un traje nuevo.

En realidad, debería ahorrar para el pasaje de Grigori a América, pensó con sentimiento de culpa, a sabiendas de que no iba a hacerlo. Tres dólares eran una gota en el océano. Lo que de verdad necesitaba era un gran golpe. Entonces podría enviar todo el dinero a Grigori de una sola vez, antes de sucumbir a las tentaciones de gastárselo.

Le arrancó de su ensimismamiento un golpecito en el hombro.

Le dio un vuelco el corazón. Se volvió, casi esperando ver un uniforme de policía. Pero la persona que lo había parado no era un policía. Era un hombre muy corpulento y ataviado con un mono, con el tabique nasal torcido y una mirada ceñuda y agresiva. Lev se tensó: un hombre así solo tenía una función.

El hombre dijo:

—¿Quién te ha dado permiso para vender cigarrillos en el Irish Rover?

—Solo intento ganarme unos cuantos pavos —contestó Lev con una sonrisa—. Espero no haber ofendido a nadie.

—¿Ha sido Nicky Forman? He oído que Nick hizo volcar un camión cargado de cigarrillos.

Lev no tenía intención de ofrecer esa información a un extraño.

—No conozco a nadie con ese nombre —dijo, empleando aún un tono de voz afable.

—¿No sabes que el propietario del Irish Rover es el señor V?

Lev sintió un arrebato de cólera. El señor V tenía que ser Josef Vyalov. Abandonó el tono conciliador.

—Pues que cuelgue un cartel.

—No se puede vender nada en los bares del señor V a menos que él dé permiso.

Lev se encogió de hombros.

—No lo sabía.

—Te daré algo que te ayudará a recordar —dijo el hombre, y le lanzó un puñetazo.

Lev esperaba el golpe y retrocedió rápidamente. El brazo atravesó el aire y el matón renqueó a punto de perder el equilibrio. Lev se adelantó y le asestó una patada en la espinilla. El puño solía ser un arma débil, ni de lejos tan dura como un pie enfundado en una bota. Lev le había dado con todas sus fuerzas, pero no bastó para romperle un hueso. El hombre, enfurecido, rugió y volvió a intentar asestarle un puñetazo, pero falló de nuevo.

No tenía sentido golpear a ese bruto en la cara; probablemente la tendría ya insensible. Lev le propinó una patada en la ingle. El hombre, con el aliento entrecortado, se llevó ambas manos a la entrepierna y se dobló sobre sí mismo. Lev le dio otra patada en el estómago. El hombre boqueaba como un pececillo, incapaz de respirar. Lev se apartó a un lado y le dio otro puntapié por detrás. El hombre cayó de espaldas. Lev apuntó con esmero y le pateó una rodilla, para que cuando se levantara no pudiera correr.

—Dile al señor V que debería ser más amable —le espetó, entre jadeos, a causa del esfuerzo.

Se alejó, aún con la respiración agitada. Oyó que alguien decía a sus espaldas:

—Eh, Ilya, ¿qué cojones ha pasado?

Dos calles más allá, Lev volvía a respirar ya con normalidad y su ritmo cardíaco se había ralentizado. «¡Al infierno con Josef Vyalov —pensó—. Ese malnacido me estafó y ahora no va a intimidarme.»

Vyalov no sabría quién había golpeado a Ilya. Nadie conocía a Lev en el Irish Rover.

Lev empezó a sentirse eufórico. «He derribado a Ilya —pensó—, ¡y no he sufrido ni un rasguño!»

Seguía teniendo un bolsillo lleno de dinero. Paró para comprar dos filetes y una botella de ginebra.

Vivía en una calle de casas de ladrillo en estado ruinoso y subdivididas en pequeños apartamentos. Sentada en el portal de la casa contigua, Marga se limaba las uñas. Era una joven rusa, hermosa, morena, de unos diecinueve años y sonrisa provocativa. Trabajaba como camarera, pero confiaba en labrarse un futuro como cantante. Él la había invitado a una copa en un par de ocasiones y la había besado en una. Ella le había devuelto el beso con entusiasmo.

—¡Hola, niña! —gritó él.

—¿A quién llamas niña?

—¿Qué haces esta noche?

—Tengo una cita —contestó ella.

Lev no la creyó. Ella nunca admitía que no tenía nada que hacer.

—Déjalo plantado —dijo él—. Le apesta el aliento.

Ella sonrió.

—¡Ni siquiera sabes quién es!

—Ven luego. —Levantó la bolsa de papel—. Voy a hacer filetes.

—Me lo pensaré.

—Trae hielo. —Lev entró en el edificio.

Vivía en un apartamento de renta baja, para el promedio del país, pero a Lev le parecía amplio y lujoso. Tenía una sala de estar dormitorio y una cocina, con agua corriente y luz eléctrica, ¡y todo era para él! En San Petersburgo un apartamento como aquel habría alojado a diez personas o más.

Se quitó la chaqueta, se arremangó y se lavó las manos y la cara en el fregadero. Confiaba en que Marga fuera a verlo. Era su tipo de chica, siempre dispuesta a reírse, bailar o montar una fiesta, nunca demasiado preocupada por el futuro. Peló y cortó varias patatas, puso una sartén sobre el hornillo y añadió un pedazo de manteca. Mientras se freían las patatas, Marga llegó con una jarra llena de hielo picado. Preparó las bebidas con ginebra y azúcar.

Lev tomó un sorbo de la suya, y luego le dio un beso fugaz en los labios.

—¡Está buena! —exclamó.

—Eres un fresco —repuso ella, pero no era una protesta seria. Él empezó a preguntarse si lograría llevársela a la cama más tarde.

Comenzó a freír los filetes.

—Estoy impresionada —comentó ella—. No hay muchos chicos que sepan cocinar.

—Mi padre murió cuando yo tenía seis años, y mi madre cuando tenía once —dijo Lev—. Me crió mi hermano, Grigori. Lo aprendimos a hacer todo solos. Aunque la verdad es que en Rusia nunca teníamos filetes.

Ella le preguntó acerca de Grigori, y él le narró su vida durante la cena. A la mayoría de las chicas les conmovía la historia de dos muchachos huérfanos que luchaban por salir adelante, trabajando en una gigantesca fábrica de locomotoras y viviendo en un piso minúsculo. Omitió, con sentimiento de culpa, la parte de la historia en que abandonaba a su novia embarazada.

Tomaron una segunda copa. Para cuando empezaron la tercera, ya anochecía y ella estaba sentada en el regazo de él. Entre trago y trago, Lev la besaba. Cuando ella abrió la boca para recibir su lengua, él le acarició los senos.

En ese instante, la puerta se abrió de golpe.

Marga gritó.

Entraron tres hombres. Marga se levantó de un salto del regazo de Lev, sin dejar de gritar. Uno de los hombres le dio una bofetada con el dorso de la mano y le ordenó:

—Cierra la puta boca, zorra.

Ella corrió hacia la puerta cubriéndose con las manos los labios sangrantes. Los intrusos la dejaron marchar.

Lev se levantó de un brinco y la emprendió a golpes contra el hombre que había agredido a Marga; uno de sus puñetazos le acertó en un ojo. Entonces los otros dos lo aferraron por los brazos. Eran fuertes y no podía zafarse. Mientras lo sujetaban, el primer hombre, que parecía ser el cabecilla, le asestó un puñetazo en la boca, y luego varios en el estómago. Lev escupió sangre y vomitó el filete.

Debilitado y terriblemente dolorido, lo obligaron a bajar la escalera y a salir del edificio. Un Hudson azul esperaba en el bordillo con el motor en marcha. Los hombres lo arrojaron al suelo en la parte posterior del vehículo. Dos de ellos se sentaron con los pies apoyados en él, y el otro se puso al volante.

Sentía demasiado dolor para pensar a dónde lo llevaban. Supuso que aquellos hombres trabajaban para Vyalov, pero ¿cómo lo habían encontrado? ¿Y qué iban a hacer con él? Intentó no sucumbir al miedo.

Minutos después, el coche se detuvo y lo sacaron a rastras. Se encontraban frente a un almacén. La calle estaba desierta y en penumbra. Lev percibió el olor del lago, por lo que supo que estaban cerca de él. Era un buen lugar para matar a alguien, concluyó con lúgubre fatalismo. No habría testigos, y el cuerpo podría acabar en el lago Erie, atado dentro de un saco junto con varios ladrillos para garantizar que se hundiera hasta el fondo.

Lo arrastraron al interior del edificio. Lev intentó calmarse. Aquel era el peor aprieto en el que se había encontrado nunca. No estaba seguro de que pudiera salir airoso de él gracias a su labia. «¿Por qué hago estas cosas?», se preguntó.

El almacén estaba lleno de neumáticos nuevos, en pilas de quince o veinte cada una. Le condujeron entre ellas a la parte trasera y se pararon frente a una puerta que estaba vigilada por otro hombre corpulento, que alzó un arma para detenerlos.

No se medió palabra.

Al cabo de un minuto, Lev dijo:

—Parece que vamos a tener que esperar un rato. ¿Alguien ha traído una baraja?

Nadie sonrió siquiera.

Finalmente, la puerta se abrió y Nick Forman salió por ella. Tenía el labio superior hinchado y un ojo cerrado. Al ver a Lev, dijo:

—He tenido que hacerlo. Me habrían matado.

«Así que me han encontrado por medio de Nick», pensó Lev.

Un hombre delgado con anteojos salió a la puerta de la oficina. No podía tratarse de Vyalov de ninguna de las maneras, dedujo Lev: era demasiado enclenque.

—Llévalo adentro, Theo —dijo.

—Enseguida, señor Niall —contestó el cabecilla de los matones.

El despacho recordó a Lev la cabaña de campo en la que había nacido: también allí hacía demasiado calor y el aire estaba saturado de humo. En un rincón había una mesa pequeña con iconos de santos.

Detrás de un escritorio de acero estaba sentado un hombre de mediana edad con las espaldas insólitamente anchas. Llevaba un terno de calle con cuello y corbata, y lucía dos anillos en la mano con que sujetaba el cigarrillo.

—¿Qué es ese puto olor? —preguntó.

—Lo siento, señor V. Es vómito —contestó Theo—. Dio guerra y tuvimos que calmarlo un poco, y después vomitó la comida.

—Soltadlo.

Obedecieron pero permanecieron a su lado.

El señor V lo observó.

—Recibí tu mensaje —dijo—, el mensaje en el que me decías que debería ser más amable.

Lev hizo acopio de todo su valor. No iba a morir lloriqueando.

—¿Es usted Josef Vyalov?

—Vaya, sin duda tienes coraje, para preguntarme quién soy —dijo el hombre.

—Lo he estado buscando.

—¿Tú me has estado buscando a mí?

—La familia Vyalov me vendió un pasaje de San Petersburgo a Nueva York, pero me dejó tirado en Cardiff —dijo Lev.

—¿Y?

—Quiero recuperar mi dinero.

Vyalov lo escrutó largo rato y entonces se echó a reír.

—No puedo evitarlo —dijo—. Me caes bien.

Lev contuvo el aliento. ¿Significaba eso que Vyalov no iba a matarlo?

—¿Tienes trabajo? —preguntó Vyalov.

—Trabajo para usted.

—¿Dónde?

—En el hotel San Petersburgo, en las cuadras.

Vyalov asintió.

—Creo que podemos ofrecerte algo mejor —dijo.

II

En junio de 1915, Estados Unidos se acercó un paso más a la guerra.

Gus Dewar estaba consternado. No creía que Estados Unidos debiera participar en la guerra europea. El pueblo norteamericano opinaba lo mismo, y también el presidente Woodrow Wilson. Pero, de algún modo, el peligro acechaba cada vez más cerca.

La crisis llegó en mayo, cuando un submarino alemán torpedeó el
Lusitania
, un transatlántico británico que transportaba ciento setenta y tres toneladas de fusiles, munición y granadas de metralla. También llevaba a bordo a dos mil pasajeros, entre ellos ciento veintiocho ciudadanos estadounidenses.

La noticia conmocionó a los norteamericanos como si de un asesinato se hubiera tratado. Los periódicos estallaron en proclamas de indignación.

—¡El pueblo le está pidiendo que haga lo imposible! —le dijo irritado Gus al presidente, que se encontraba en el Despacho Oval—. Quieren que sea duro con los alemanes, pero sin arriesgarse a entrar en guerra.

Wilson convenía con él y asintió. Alzó la mirada de la máquina de escribir y dijo:

—No hay ninguna ley que afirme que la opinión pública tenga que ser coherente.

La calma de su superior le parecía admirable, si bien algo frustrante.

—¿Cómo demonios va a solucionar esto?

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